Sólo para que le dejaran en paz.
Probablemente no era tan sencillo. Van Veeteren no se dejaría engañar. Allí estaba sentado como si de una tormenta amenazadora y maligna se tratara con su pesado torso inclinado sobre el magnetófono. Tenía la cara surcada por pequeñas venas azules reventadas y su gesto era tan expresivo como el de un sabueso petrificado. Lo único que se movía era el escarbadientes que pasaba lentamente de una comisura de la boca a la otra. Era capaz de hablar sin mover los labios, leer sin cambiar la mirada, bostezar sin abrir la boca… era mucho más una momia que una persona de carne y hueso.
Y sin duda alguna, un policía muy eficaz.
No parecía improbable que el comisario se enterase de lo que pasaba con la posible culpabilidad de Mitter mucho antes de que él mismo supiera nada.
El volumen de voz de Van Veeteren se modulaba entre dos cuartos de tono justo por debajo del do menor. El más alto marcaba pregunta, duda o burla. El más bajo constataba.
– No ha recordado usted nada nuevo -constató-. ¿Quiere hacer el favor de apagar ese cigarrillo? No he venido a que me envenenen.
Puso en marcha el magnetófono. Mitter apagó el cigarrillo en el lavabo. Volvió a la cama y se tumbó de espaldas.
– Mi abogado me ha desaconsejado que conteste a sus preguntas.
– ¿De veras? Haga lo que quiera, de todas maneras le descubriré. Seis horas o veinte minutos, a mí me da igual… dispongo de tiempo.
Se calló. Mitter prestó atención al sistema de ventilación y esperó. El comisario permaneció inmóvil.
– ¿Echa de menos a su esposa? -dijo al cabo de unos minutos.
– Naturalmente.
– No le creo.
– Eso a mí me da igual.
– Vuelve usted a mentir. Si le da igual lo que yo pienso, ¿por qué andar con esas mentiras estúpidas? ¡Trate de ser un poco inteligente, hombre!
Mitter no contestó. El comisario volvió al tono bajo.
– Usted sabe que tengo razón. Quiere meterme en la cabeza que echa de menos a su esposa. Pero no la echa de menos y usted sabe que yo lo sé. Si dice las cosas como son, al menos no tendrá que avergonzarse ante sí mismo.
No era una crítica. Sólo una constatación de los hechos. Mitter guardó silencio. Miró al techo. Cerró los ojos. Quizá fuera mejor seguir consecuentemente el consejo del abogado. Si no decía ni una palabra y evitaba todo contacto visual, malo sería que…
Bajo los cerrados párpados, se hizo evidente otra cosa.
Surgió otra cosa que le puso contra la pared. Siempre era algo.
¿No tenía Van Veeteren razón después de todo?
La pregunta se le quedó grabada.
¿No la echa usted de menos?
Ciertamente, si él supiera. Se le había metido dentro de su vida.
Había echado abajo una puerta abierta, lanzándose como una princesa oscura, y se había apoderado de él violentamente. Y hasta qué punto.
Se había apoderado de él, le había tenido… y había desaparecido.
¿Era eso lo que parecía?
Sí que podía contarse de ese modo y, si empezaba a poner palabras y nombres a las cosas, no habría punto de retorno… en el capítulo catorce de su vida apareció Eva Ringmar. Entre las páginas 275 y 300, aproximadamente, interpretaba el papel protagonista dejando a oscuras todo lo demás; diosa del amor… la pasión absoluta… y desapareció luego, aún viviría una especie de vida entre líneas, pero pronto quedaría en el olvido. Había sido todo tan intenso que estaba condenado a terminar. ¿Un episodio que añadir a la documentación? ¿Un soneto? ¿Un fuego fatuo?
Terminado. Muerto, pero no llorado.
Final del panegírico. Del paréntesis.
El comisario arrastró la silla. Él se sobresaltó. Seguro que era… seguro que tenía que ser la parálisis, el estado de shock, lo que llevaba sus pensamientos por esos derroteros. Que lo desgarraban todo, que le hacían imposible entender lo que había ocurrido. ¿Lo que le había ocurrido a él…?
– ¿No tengo razón?
El comisario escupió el escarbadientes y se sacó otro del bolsillo del pecho.
– Sí, claro. Me cansé de ella y la ahogué en la bañera. ¿Por qué iba a echarla de menos?
– Bien. Exactamente lo que yo pensaba. Vamos a pasar a otra cosa. Tenía un cuerpo muy bonito, ¿no?
– ¿Por qué pregunta eso?
– Yo pregunto lo que me parece. ¿Era fuerte?
– ¿Fuerte?
– ¿Era fuerte? ¿Le resulta más fácil si repito cada pregunta varias veces?
– ¿Por qué quiere saber si era fuerte?
– Para poder desechar la posibilidad de que la ahogara un niño o un minusválido.
– No era especialmente fuerte.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Solían pegarse?
– Sólo cuando nos aburríamos.
– ¿Tiene usted facilidad para recurrir a la violencia, señor Mitter?
– No, no tiene que preocuparse.
– ¿Puede darme seis candidatos?
– ¿Qué?
– Seis candidatos que puedan haberla matado, si no fue usted quien lo hizo.
– Ya he propuesto a muchas personas…
– Quiero saber si recuerda cuáles ha mencionado.
– No entiendo por qué.
– No importa. No me hago muchas ilusiones acerca de su entendimiento.
– Gracias.
– De nada. Voy a explicarle… diga si voy muy deprisa. De cada diez casos, en siete es el marido el que mata a su mujer. En dos de diez es alguien del círculo de conocidos.
– ¿En el décimo?
– Es alguien ajeno… un loco o un asesino sexual.
– ¿No considera locos a los asesinos sexuales?
– No necesariamente. ¿Y bien?
– ¿Nuestros enemigos pues?
– O los de ella.
– No teníamos muchas relaciones… ya he hablado de esto…
– Lo sé. Dejaron de ver a la mayoría de sus amigos cuando empezaron su relación… ¿no? ¡Deme seis nombres y tendrá usted un cigarrillo! Así hacen ustedes en la escuela…
– Marcus Greijer.
– ¿Su ex cuñado?
– Sí.
– Al que usted no puede ver. Siga.
– Joanna Kemp y Gert Weiss.
– Colegas. ¿Lenguas y ciencias sociales?
– Klaus Bendiksen.
– ¿Qué es?
– Amigo. Andreas Berger.
– ¿Y ése?
– Su ex marido. ¿Otro?
El comisario afirmó con la cabeza.
– Uwe Borgmann.
– ¿Su vecino?
– Sí.
– Greijer, Kemp, Weiss… Bendiksen, Berger y… Borgmann. Cinco hombres y una mujer. ¿Por qué ellos precisamente?
– No sé.
– Anteayer me dio usted una lista de -sacó un papel y contó con rapidez- veintiocho nombres. Andreas Berger no figura en la lista, pero los demás sí. ¿Por qué ha escogido justamente a estos seis?
– Porque usted me lo ha pedido.
Mitter encendió un cigarrillo. La ventaja del comisario ya no era tan grande, se notaba claramente… aunque a lo mejor sólo había aflojado un poco para que se delatase.
¿Delatar qué?
Van Veeteren miró airadamente el cigarrillo y apagó el magnetófono.
– Le diré las cosas como son. Hoy he recibido el informe médico definitivo y queda completamente excluida la posibilidad de que ella se haya matado. Quedan tres posibilidades: una, que usted la haya matado; dos, que lo haya hecho alguna de las personas de su lista, bien una de las seis que acaba de enumerar o alguna de las otras; tres, que haya sido víctima de un asesino desconocido.
Hizo una pequeña pausa mientras se quitó el palillo y lo miró fijamente. Al parecer aún no estaba completamente masticado porque volvió a ponérselo entre los dientes delanteros.
– Personalmente creo que fue usted quien lo hizo, pero reconozco que no estoy seguro de ello…
– Le doy las gracias.
– En cambio estoy bastante convencido de que el tribunal va a declararle culpable. Quiero que lo sepa y, en lo referente a sentencias, no me equivoco casi nunca.
Se puso de pie. Metió el magnetófono en el maletín y llamó al guardia.