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– Si el abogado este se dedica a hacerle creer otra cosa es porque trata de hacer su trabajo… no se haga ilusiones. Yo ya no pienso molestarle más. Nos veremos en el juicio.

Por un instante Mitter pensó que iba a estrecharle la mano, pero hubiera sido absurdo. En lugar de ello, el comisario le volvió la espalda y, aunque pasaron dos minutos hasta que apareció el guardia, permaneció de pie inmóvil con la mirada fija en la puerta de acero.

Como si fuera en un ascensor. O como si Mitter hubiera dejado de existir en el mismo instante en que dio por terminada la conversación.

7

Elmer Suurna limpió una mancha imaginaria de la superficie de la mesa con la manga de la americana. Al mismo tiempo echó una mirada a través de la ventana y deseó que fueran las vacaciones de verano.

O al menos las de Navidad.

Sin embargo, era octubre. Suspiró. Desde que quince años atrás accediera al puesto de director del instituto Bunge, había tenido un deseo. Uno solo.

Tener la hermosa superficie de la mesa de roble rojizo, brillante y limpia.

Cuando era más joven, mientras todavía ejercía como profesor adjunto, el objetivo había sido otro: ¡Que hagan lo que hagan, no alteren mi serenidad! Fue después de verse obligado a reconocer que ese deseo se frustrase a diario y a cada rato cuando Elmer Suurna decidió apostar por la carrera hacia la dirección escolar. Convertirse en director, sencillamente.

Había costado lo suyo; algunos amigos, algunas invitaciones, algunos años; pero el mismo mes que cumplía cuarenta años, llegaba a puerto. Se aposentó tras la mesa escritorio y se dispuso a encarar un cuarto de siglo de apacible serenidad. Para el caso de que hubiera algo que hacer, cosas referentes a alumnos, déficit de presupuesto, planes de estudio que poner en marcha, siempre había un jefe de estudios al que mandar. Por su parte, él se ocupaba del roble.

Después de unos cinco años de pulirlo amorosamente, surgía de pronto esta maldita historia.

Habían pasado días. Tardes. Casi noches, pero no parecía tener fin.

Justo en ese momento tenía enfrente a un abogado acatarrado, hundido en las profundidades de la butaca de las visitas, que le recordaba a un buitre hambriento que había visto una vez en un safari veraniego en Serengeti.

A la única que yo le permitiría defender, pensó Suurna, sería a mi suegra.

– Comprenderá usted, señor Rütter…

– Rüger.

– Perdón, señor Rüger, comprenderá usted que han sido unos tiempos muy difíciles para todos nosotros, difíciles y dolorosos. Una profesora muerta, otro profesor detenido. La policía anda por aquí todos los días. Se dará usted cuenta de que nuestro instituto debe protegerse de sufrir más pruebas.

– Desde luego. No tiene por qué preocuparse…

– No es necesario seguramente que le insista en que los alumnos se han visto afectados de una manera poco favorable. Son personas jóvenes que se alteran con facilidad. Lo que tenemos que hacer ahora es juntar nuestras fuerzas y seguir adelante. Yo mismo, que tengo la máxima responsabilidad pedagógica, no puedo limitarme a contemplar…

La puerta se abrió con cuidado y una mujer con el cabello teñido de malva y gafas de color malva asomó la cabeza.

– ¿Desea que traiga el café ahora, señor director?

Su voz era suave y bien articulada.

Como si las palabras estuvieran hechas de porcelana, pensó Rüger. Se dio cuenta de que tenía que tratarse de una maestra que había desertado de la profesión.

– Sí, claro, señorita Bellevue, pase, pase.

Rüger decidió aprovechar la ocasión.

– Desde luego que entiendo su postura. Tengo un hijo que estudió aquí hace diez años.

– ¿Ah, sí? Ya me pareció…

– Rüger. Edwin Rüger. Bueno, comprendo naturalmente que ha sido una época difícil para usted, pero, no obstante, deberíamos permitir que se haga justicia. ¿No le parece, señor director?

– Está claro, señor Rüger. ¿No pensará usted ni por un momento que tengo otra intención?

Echó una mirada en dirección a la señorita Bellevue, que acababa de desaparecer por la puerta, y Rüger se preguntó si allí había un asomo de inquietud o era sólo algo que él se imaginaba.

– Ni por un momento, no… usted lo que quiere es sólo un poco de… discreción. ¿Es eso lo que quiere decir?

– Exactamente. Si me lo permite, tengo que decirle que ése no ha sido el lado fuerte de nuestras autoridades policiales. Es decir, espero que tengan otras cualidades.

Miró por encima de las gafas y trató de sonreír en un gesto vago de entendimiento. Rüger se sonó.

– ¿Usted representa pues…? -siguió diciendo el director echándose tres terrones de azúcar en el vaso de plástico.

– Sí, yo soy el abogado de Mitter. ¿Convendrá usted conmigo en que es importante para el instituto que sea inocente?

Suurna se sobresaltó.

– Naturalmente… sin la menor duda, pero…

– ¿Sí?

– No me entienda mal ahora… pero ¿usted qué piensa?

– Soy yo, me parece, quien debe hacerle esa pregunta. Hacérsela a usted.

El director removió el café. Se arregló la corbata. Miró a través de la ventana mientras cambiaba de sitio los lápices que estaban en la mesa.

– … Mitter siempre ha sido un leal colaborador, un profesor muy apreciado. Ha estado en el instituto casi tanto tiempo como yo… es una persona muy preparada y… muy independiente. Me resulta difícil pensar… realmente difícil…

– ¿Y Eva Ringmar?

Los lápices empezaron a recuperar lentamente su puesto anterior.

– No tengo una opinión muy formada de ella, desgraciadamente… Ha estado con nosotros muy poco tiempo, dos años, aproximadamente…, pero era por supuesto una pedagoga muy calificada… ¿Puedo preguntarle una cosa? ¿Qué opina Mitter?

– ¿Qué quiere decir?

El director se retorció.

– Sí, eso. ¿Qué postura tiene Mitter?

– No culpable.

– Ah, sí… claro, no en un arrebato ni nada por el estilo…

– No. Nada por el estilo.

El director asintió.

– ¿Y su misión entonces sería pues…?

– Encontrar dos o tres testigos.

– ¿Testigos? ¡Pero eso es imposible!

– Testigos de carácter, señor Suurna, personas que estén dispuestas a presentarse en el juicio y hablar en favor de Mitter… que le conocen, como persona y como colega, y que pueden dar una imagen positiva de él… y conforme a la verdad, desde luego.

– Entiendo. El hombre tras el nombre.

– Más o menos…, tal vez algún alumno también. Y de buena gana usted, señor Suurna.

– Yo no creo…

– O quien usted proponga… Si me da cuatro o cinco nombres yo puedo elegir.

– ¿A quiénes preferiría él? ¿No sería más lógico que él dijera a quiénes prefiere?

– Ése es el problema… -El abogado probó con prudencia el café. Era flojo y tenía un ligero sabor a desinfectante. Bendijo su resfriado-… Mitter…, ¿cómo lo diría yo? Tiene como una cuestión de principio no hablar a favor de sí mismo. Le repugna… ganar prosélitos. Tengo que decir que le comprendo. Sigurdsen y Weiss parece que son los que más le conocen, pero yo no sé…

– ¿Weiss y Sigurdsen? Sí, creo que es cierto… Yo no tengo nada en contra.

– Con todo, estaría bien que hubiera alguien que no fuera de su intimidad, por así decir… Los buenos amigos es natural que sólo tengan cosas buenas que decir unos de otros. Nadie se espera otra cosa.

– Entiendo.

Rüger cerró los ojos y se echó al coleto el resto del café.

– Para ser preciso: quiero pedirle… un colega, uno de sus alumnos… y un…, digamos, un representante de la dirección del instituto… usted mismo o alguien que le parezca a usted indicado.

– Hablaré con Eger… es nuestro jefe de estudios. Lo hará sin duda alguna. Respecto a los alumnos, no sé. Tengo que pedirle que actúe con la máxima discreción. Tal vez puedan ayudarle Sigurdsen y Weiss si habla usted con ellos.