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– Se lo agradezco mucho.

– Debe usted saber que yo estoy… todos nosotros estamos, como es natural…, muy afectados por lo ocurrido. Unos lo han tomado peor que otros y es verdad que los nervios han estado a flor de piel en el claustro. Pero hemos podido seguir trabajando a pesar de todo. Quiero que lo tenga usted en cuenta. Ha sido… y es… un tiempo muy difícil para todos en este centro. Creo de todos modos que hemos conseguido demostrar a los alumnos que no fallamos cuando estamos sometidos a prueba.

– Entiendo, señor Suurna. Soy muy consciente de lo que han tenido que pasar ustedes. ¿Cuándo le parece que puedo ver a mis testigos?

– ¿Cuándo le conviene a usted? Debe darme un poco de tiempo y tendrá que ser después de que terminen las clases. No queremos disturbar la enseñanza más de lo indispensable.

– El juicio dará comienzo el jueves. Los testigos de la defensa no creo que sean convocados antes del martes o el miércoles de la semana que viene.

– Me ocuparé del asunto, señor Rüger. ¿Mañana por la tarde quizás?

– Estupendo.

– Le llamaré.

Echó hacia atrás el sillón del escritorio. Rüger le dio su tarjeta y empezó a incorporarse de su asiento.

– Edwin Rüger… sí, sí, creo que me acuerdo de él. Un joven prometedor. ¿A qué se dedica ahora?

– Está en paro.

– Ah, ya… adiós pues, señor Rüger. Si hay algo más que pueda hacer por usted…

No lo creo, pensó Rüger. Movió la cabeza y se limpió la nariz. El director Suurna se inclinó sobre el interfono y llamó a la mujer malva.

– ¿No tiene usted paraguas? -le preguntó mientras le guiaba por los pasillos.

– No -contestó Rüger-, pero pienso comprarme uno.

No tenía ninguna gana de explicar que, en realidad, tenía dos paraguas. Uno en casa y otro en el coche. Mientras corría por el mojado patio del instituto se preguntaba a quién diablos le había recordado el director. A un político que había provocado escándalos hacía un montón de años, pensó… ¿no se trataría de la misma persona?

En todo caso, tenía la esperanza por el bien de Mitter de que Suurna no cambiara de opinión y decidiera presentarse él. Nadie salvo la parte contraria iba a alegrarse de un testimonio de esa índole. Y él no tendría el coraje de detenerle.

Y a propósito de esto, ¿cuántos testigos había logrado pescar el fiscal dentro de esas paredes? Tenía la sensación de que podían ser dos o tres si uno se tomaba la molestia.

Pero cuando estaba de nuevo en su coche viendo desaparecer la sombría silueta del instituto Bunge en el espejo retrovisor, pensaba sobre todo en un baño caliente y una buena copa de coñac.

Cierto es que su esposa sostenía que, en la actualidad, no se curaban los resfriados con baños y coñac, pero él había decidido no seguir escuchándola. Durante tres días había tomado una mísera y repugnante tableta de vitaminas para el desayuno y ello no le había acercado ni un centímetro a la curación.

8

¿Por qué no venían?

La pregunta surgió al día siguiente, pero no antes de la noche. Las horas del día se habían desarrollado como en un trance vidrioso, en una confusión incomprensible, pero en cuanto las ideas consiguieron asentarse… era eso lo que importunaba.

¿Por qué no daban señales de vida?

Pasó otra noche. Y otro día.

No ocurrió nada. Fue al trabajo, hizo su vida, regresó a casa por la tarde… recuperó la fuerza con rapidez y facilidad y estaba seguro de que una confrontación no iba a proporcionarle ningún disgusto.

Y no ocurría nada.

Después de una semana la absurda pregunta seguía royéndole. Se le ocurrió que tenía que deberse a un malentendido… que le habrían buscado, pero no le habían encontrado.

En casa o en el trabajo.

Cierto que eso era en realidad igual de absurdo, pero a pesar de ello se quedó en casa un par de días de la semana siguiente. Pidió la baja por gastritis y no puso los pies en la calle.

Para estar localizable.

De todas formas era un descanso necesario. Permaneció en su piso durante esos días dejando madurar los acontecimientos. Vio en seguida cómo casaba todo. Cómo toda su vida había apuntado justamente a esto…, comprendió que debía haberse dado cuenta de ello bastante antes. Eso le hubiera ahorrado mucho. Comprendió que ésa era la solución, y ninguna otra cosa. En seguida resultaba todo tan natural que tuvo que sacudir la cabeza ante su propia ceguera.

Ella estaba muerta. Él podía vivir.

Y no pasaba nada.

Ninguna voz desconocida en el teléfono pidiendo hacerle unas preguntas. Ningún hombre adusto envuelto en una gabardina húmeda junto a la puerta. Nada.

¿A qué esperaban?

De vez en cuando se quedaba de pie detrás de la cortina oteando la calle para descubrir misteriosos coches aparcados. Trataba de oír el pequeño clic que le revelaría que su teléfono estaba interceptado. Leía todos los periódicos que estaban a su alcance, pero en ninguna parte…, en ninguna parte podía descubrir ni sombra de explicación.

Era incomprensible.

Al cabo de tres semanas seguía siendo igual de incomprensible, pero ya se había acostumbrado. La situación no era del todo desagradable. La inseguridad llevaba consigo un pequeño cosquilleo.

Ese cosquilleo.

La misma mañana en que iba a dar comienzo el juicio, se levantó pronto. Estuvo un buen rato delante del espejo del cuarto de baño sonriendo a su propia imagen. Jugó con la idea de presentarse allí. Sentarse en los bancos del público y verlo todo, atónito.

Pero pensó que era ir demasiado lejos. Desafiar al destino.

¿Por qué desafiar algo que le resultaba tan favorable?

En el coche, camino del trabajo, se sorprendió a sí mismo cantando.

Hacía tiempo que no cantaba. Captó su propia mirada en el espejo retrovisor. Había una chispa en ella.

Y mientras estaba allí junto al semáforo en rojo, esperando, vio con el rabillo del ojo que la mujer del Volvo que estaba a su lado volvía la cabeza y le sonreía.

Él tragó saliva y sintió la erección.

9

El sueño llegó de madrugada; cuando la primera luz gris empezó a despejar la oscuridad de su celda… tal vez mientras los carros del desayuno ya se oían por los pasillos.

Y él se acordaba muy bien; posiblemente tuvo lugar justo antes del momento de despertar y quizá las cosas habrían tenido su explicación si hubiera podido tener un minuto o dos más de sueño. Quizás habría bastado con unos segundos.

Al principio iba andando. Una marcha desesperada por una llanura infinita y desierta. Un paisaje yermo, sin pueblos, sin árboles, sin agua… sólo la tierra, reseca y agrietada. Aparte de las lagartijas verdinegras que corrían de un lado a otro entre piedras y grietas, él era el único ser vivo en ese paisaje. Estaba solo y cargaba con una mochila informe que le rozaba los hombros y se le clavaba en la cintura. Del objetivo y del sentido sabía poco, sólo que era importante. Tal vez había sabido más al principio, pero se había perdido por el camino.

Pero no ceder, no parar, no sentarse… sólo seguir resistiendo, metro a metro, paso a paso. Y el viento aumentó obligándole a andar doblado hacia delante; le azotaba con más fuerza cada vez, arrojaba arena y ramas secas contra su cara y él se doblaba cada vez más y cerraba los párpados para protegerse los ojos…

Y de repente se encontraba delante de esta casa, grande y destartalada, tan desconocida y tan familiar al mismo tiempo. Y las personas estaban en largas filas y le daban la bienvenida, pegadas a las paredes por los pasillos; toda clase de personas, pero él los conocía a todos y nadie se le escapaba… muchos de sus conocidos, Bendiksen y Weiss y Jürg, su propio hijo, pero también otros; personajes del mundo entero y de la historia, el Dalai Lama y Winston Churchill y Mijail Gorbachov. Gorbachov leía de corrido un poema en latín acerca de la fugacidad de todo y le daba la mano… todos le daban la mano y le hacían seguir…, seguir; le empujaban con delicadeza y decisión al interior de la casa, subiendo serpenteantes escaleras y recorriendo largos y mal iluminados pasillos.