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Bien, pasan los meses, los dos enamorados no vuelven a Viena sino que recorren las capitales de toda Europa, dando recitales, de éxito en éxito, hasta que tanto les exigen que vuelvan a Viena que se animan a afrontar la ciudad del primer encuentro. El éxito es atronador y mientras Carla va a su camarín a cambiarse de vestido para la escena final, y a todo esto Johann está siempre en el proscenio de la orquesta dirigiendo a los músicos, de modo que Carla entra en el camarín y se encuentra a alguien esperándola: ¡Poldi, la esposa de Johann!

Es una muchacha frágil y buena, que sólo quiere el bien de Johann y habla a la soprano diciéndole que Johann no es para Carla, es un hombre demasiado sensible, Carla llegará el día en que lo abandonará, llevada por su carrera que la obliga a viajar siempre y si para ese entonces deja a Johann él no se consolará jamás. Poldi le dice que en cambio si lo deja ahora será más llevadero para Johann porque él se encuentra en el pináculo de la fama y podrá olvidarla sumergiéndose nuevamente en el trabajo, allí en su Viena.

Carla al principio se muestra dura y altanera, pero poco a poco se da cuenta de la verdad que encierran las palabras de Poldi. El traspunte golpea a la puerta, como un símbolo de que su carrera la llama y se despide de Poldi respetuosamente, para volver al escenario. Es un delirio el éxito del músico y la cantante, en la primer opereta escrita por Johann y que se acaba de estrenar esa noche en Viena como primicia mundial. Johann pregunta a Carla qué es lo que querría hacer para festejar el triunfo. Suben a un carruaje y Carla ordena al cochero que se dirija a la ribera del Danubio, más precisamente al muelle de las naves que de noche remontan el río hacia otras tierras. Sí, Carla se va, nunca habrá un momento más triunfal para Johann que éste y así la podrá olvidar más fácilmente. Él ignora que Poldi es la causa y la ve en la noche alejarse en esa nave a vapor sin atinar a nada. ¿Qué la pudo haber hecho cambiar así, de un momento para otro?, ¿alguna intriga política que escapa a su entendimiento?, no puede ser nada que le hizo él, pero algo tiene que haber sucedido, claro que por importante que fuera la causa si ella lo hubiese querido locamente habría estado sorda a cualquier razón. El milagro de amor terminó, Johann ha vuelto a ser Johann.

Es así, se auiere locamente o no se quiere, y él se da cuenta en ese muelle apenas alumbrado por antorchas de sebo sucio que nunca logró que ella lo quisiera con locura, querer con locura quiere decir perder la cabeza y hacer cualquier cosa con tal de estar junto a la persona amada. Las antorchas se reflejan en las aguas del río, éstas corren negras, cargadas de limo, llevando al barco que se aleja lentamente: Johann queda en el muelle, no atinó a nada. Un muerto que cae fulminado por un balazo tampoco puede atinar a nada, recibió una herida mortal y queda tirado en el suelo hasta que alguien lo lleve al lugar de su último reposo. Pero ese último reposo a Johann le será difícil encontrarlo.

Buscando sosiego a su desesperación se pone a trabajar más que nunca y compone sus mejores valses, pero esto de nada le sirve. En su búsqueda tan afanosa como inútil un día, en su casa de Viena, se pone a pensar en la casa natal, en la aldea, en todos sus primeros años, su habitación con el techo de hierbas trenzadas, con sus juguetes de niño, qué hermosa habitación, una especie de altillo, con un cubrecama de colores alegres, y el silencio de la aldea.

De repente Johann vibra de ganas de volver, tiene la idea de que allí va a recobrar la paz, en esa casa que ahora está abandonada después de la muerte de sus padres pero que una vecina siempre va a limpiar por encargo de Johann el cual no quiere que el polvo se deposite sobre todos esos objetos ya que su madre se pasó la vida tratando de tener la casa limpia, fregando pisos y sacudiendo muebles. Y un día Johann se anima y vuelve a la aldea, para dormir otra vez en su cama de niño.

Son las cuatro de la tarde, es otoño, y por lo tanto se trata de la última hora de luz, la naturaleza parece detenida, si un pichoncito se moviera en una de las plantas vecinas Johann lo oiría: tal es, el silencio. Entra a la casa, todo está en orden, sube a su habitación, abre la puerta, la habitación está a oscuras, va a la ventana, la abre y entra la luz crepuscular y fresca de la campiña, pero la habitación no está linda como la recordaba, el cubrecamas es el mismo, los juguetes están intactos, nada ha cambiado, el recuerdo ño lo había engañado, pero sombras inesperadas se ciernen sobre esos objetos: es que al entrar, Johann dejó la puerta abierta.

¿Quiénes han aprovechado para introducirse subrepticiamente? Ha entrado el dueño déspota y despreciativo de aquel local que sólo tocaba gavotas, entra su madre, su madre santa, pero está toda desgreñada, en los últimos tiempos Johann le había enviado atavíos y adornos, pero su madre ha entrado desgreñada en la pieza, el rostro ajado por el descuido y un delantal gris como su cabello canoso, Johann quiere que se ponga la ropa nueva pero su madre no le contesta, se coloca en un rincón y se pone a pasar un trapo por los muebles, mientras c! dueño del local la mira. Tamborileando sus dedos impacientes sobre la mesa de luz está también su editor, que lo ha estafado más de una vez, y va a echar mano a nuevas páginas escritas por Johann que las acaba de traer de Viena, Poldi está allí también y se las arrebata, para poner orden, Johann le ha dicho mil veces que no le toque sus papeles y ella terca los está apilando para que no haya desorden y por la puerta que quedó abierta acaba de entrar al cuarto ahora también Hagenbruhl, el cual hace a un lado a la madre para que le permita revisar todo lo que hay en la pieza, entra a revisar todo, y cuando Johann está por decirle que no se atreva a tocar nada entra también Carla, y no lo mira, no tiene ojos más que para Hagenbruhl y se recuesta en la cama desfalleciente de cansada y Hagenbruhl se le acerca y le dice que duerma, con un designio diabólico en la mirada. Y es así que la habitación que Johann añoraba tanto en Viena era tal como la recordaba, pero ai abrir la puerta con él han entrado esos seres que no son más que sombras pero que echan a perder todo, y es tal el quebrantó de su espíritu que se arroja al rincón de los juguetes y abrazándolos rompe en un llanto silencioso y amargo.

Pasaron los años, muchos, muchos años, y el gobierno ha invitado al anciano y glorioso compositor de valses a un festejo en palacio. Una pareja de viejitos entra en la sala del trono, son Johann y Poldi, quienes acompañados por los edecanes se acercan al emperador y lo saludan. Oh sorpresa, el venerable anciano que desciende del trono no es otro que Hagenbruhl, quien abraza a Poldi y a Johann, se trata de un emperador ejemplar que ha derramado el bien sobre su pueblo.

Agradece a Johann y esposa el honor que le hacen de acudir a palacio, a lo que Johann responde que él honor es para ellos, de saludar al monarca que tanto bien a hecho a Viena. El emperador sonríe, replica con emoción sincera en la voz que si bien él ha hecho mucho por Viena, Viena es la novia de otro hombre, el corazón de Viena tiene un dueño para siempre, y al ver que Johann no comprende hace un gesto indicando el balcón cerrado. Uno de los miembros de la corte se adelanta y abre de par en par las puertas y pide a Johann que se asome. Pobre Johann, es un viejo ya con pocas fuerzas, los años y las penas se han llevado su ímpetu de otros días, no se atreve a salir al balcón, pero ante la insistencia del emperador finalmente se asoma. La inmensa explanada de jardines, la plaza más vasta de la ciudad, está delante de él, y una multitud, toda Viena, la colma con sus pañuelos al viento. Al aparecer Johann estallan las salvas, todos lo esperaban, es el homenaje que el emperador le preparaba en secreto, y las voces que vitorean poco a poco toman un ritmo sostenido, un ritmo de vals, y todos corean aquellas estrofas dé amor: «Sueños de toda una vida pueden hoy ser realidad, el rostro que yo veía cuando mis ojos cerraba…» y sin cerrar los ojos Johann cree ver allá en lo alto, por encima de la multitud, a una criatura del éter, y la visión se hace más y más nítida, es una hermosa mujer joven, sí, es Carla que canta sus versos, y su piel no es blanca ni sus labios de rojo coral ni sus ojos de verde esmeralda, sobre el cielo de Viena su figura ahora se refleja transparente, y Johann se afana pensando de qué color es esa sublime visión, y no lo puede distinguir, y se empieza a angustiar, ¿cuáles eran los siete colores del prisma?, violeta, azul, rojo, amarillo, verde… no ninguno de ellos, es este un color que no existe sobre la tierra, es un color mucho más hermoso pero tanto afanarse y ¿cómo puede hacer ese anciano para encontrar un nombre a un color que no existe? no existe sobre la tierra.