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Steve Berry

La Traición Veneciana

Cotton Malone 3

Para Karen Elizabeth, un viaje concluido.

Las penalidades y los riesgos son el precio

de la gloria, pero es bueno vivir con valentía

y morir dejando una fama imperecedera.

ALEJANDRO MAGNO

El derecho divino de la demencia radica

en no ser capaz de ver el mal que acecha

justo delante.

Dramaturgo danés desconocido

CRONOLOGÍA DE ACONTECIMIENTOS RELEVANTES

20 de Julio del 356 a. J.C. Nace Alejandro de Macedonia.

336 a . J.C. Filipo II es asesinado.

Alejandro se convierte en rey.

334 a . J.C. Alejandro entra en Asia Menor y comienza sus conquistas.

Septiembre del 326 a. J.C. La campaña de Asia finaliza en la India con la sublevación del ejército de Alejandro.

Alejandro regresa al oeste.

Octubre del 324 a. J.C. Muere Hefestión.

10 de Junio del 323 a. J.C. Alejandro fallece en Babilonia.

Sus generales dividen el imperio. Ptolomeo reclama Egipto.

321 a . J.C. El cortejo fúnebre de Alejandro parte hacia Macedonia. Ptolomeo ataca a la comitiva. El cuerpo es llevado a Egipto.

305 a . J.C. Ptolomeo es coronado faraón.

283 a . J.C. Muere Ptolomeo.

215 a . J.C. Ptolomeo IV erige el Soma para albergar los restos de Alejandro.

100 d. J.C. San Marcos sufre martirio en Alejandría; esconden su cuerpo.

391 d. J.C. El Soma es destruido y los restos de Alejandro Magno desaparecen.

828 d. J.C. Unos mercaderes venecianos roban el cuerpo de san Marcos en Alejandría, lo llevan a Venecia y lo depositan en el palacio del Dogo, de donde desaparece durante un largo período de tiempo.

Junio de 1094 d. J.C. El cuerpo de san Marcos reaparece en Venecia.

1835 d. J.C. San Marcos es trasladado de la cripta y sepultado bajo el altar mayor de la basílica que lleva su nombre.

PRÓLOGO

Babilonia, mayo de 323 a. J.C.

Alejandro de Macedonia había decidido el día anterior matar a aquel hombre él mismo. Por regla general delegaba dichos cometidos en otros, pero aquel día no aconteció así. Su padre le había enseñado muchas cosas de provecho, pero había algo en particular que no había olvidado: las ejecuciones eran para los vivos.

Seiscientos de sus mejores hombres se hallaban reunidos, hombres audaces que, batalla tras batalla, habían atacado de frente las filas enemigas o protegido con diligencia su flanco vulnerable. Gracias a ellos, la indestructible falange macedonia había conquistado Asia. Sin embargo, ese día no habría lucha. Ninguno de ellos llevaba armas ni armadura. Aunque estaban fatigados, habían acudido vestidos con ropa ligera, la cabeza cubierta, la mirada atenta.

Alejandro también escrutaba la escena con unos ojos inusitadamente cansados.

Era soberano de Macedonia y Grecia, señor de Asia, conquistador de Persia. Unos lo llamaban rey del mundo; otros, dios. Uno de sus generales dijo una vez que era el único filósofo de la historia que había empuñado las armas.

Pero también era humano.

Y su amado Hefestión yacía muerto.

Ese hombre lo había sido todo para éclass="underline" confidente, comandante supremo de la caballería, gran visir, amante. De pequeño, Aristóteles le había enseñado que un amigo era como un segundo yo, y eso había sido Hefestión. Recordó con regocijo que en una ocasión confundieron a su amigo con él. El error fue muy embarazoso, pero Alejandro se limitó a sonreír y apuntó que la confusión carecía de importancia, ya que Hefestión «también era Alejandro».

Desmontó del caballo. El día era soleado y cálido, las lluvias primaverales de la jornada anterior habían cesado. ¿Un augurio? Tal vez.

Durante doce años había recorrido el este, conquistando Asia Menor, Persia, Egipto y partes de la India. Ahora su objetivo era avanzar hacia el sur y reclamar Arabia; luego, al oeste, hasta el norte de África, Sicilia e Iberia. Ya estaba reuniendo naves y tropas. La marcha comenzaría pronto, pero primero tenía que ocuparse del asunto de la muerte prematura de Hefestión.

Echó a andar por la mullida tierra, el barro reciente pegándose a sus sandalias.

Menudo de estatura, enérgico de verbo y caminar, su fornido cuerpo de piel blanca presentaba las huellas de innumerables heridas. De su madre, albanesa, había heredado una nariz recta, un mentón breve y una boca que no podía evitar reflejar emoción. Al igual que sus tropas, iba bien rasurado, el rubio cabello revuelto, los ojos -uno gris azulado, el otro marrón- siempre alertas. Se preciaba de ser paciente, pero de un tiempo a esa parte cada vez le costaba más refrenar su ira. Disfrutaba inspirando temor.

– Médico -dijo en voz baja mientras se aproximaba-. Dicen que los mejores profetas son los que más atinan.

El aludido no contestó. Al menos sabía cuál era su lugar.

– De Eurípides. Una obra con la que gozo mucho. Pero de un profeta se espera más que eso, ¿no crees?

Dudaba de que Glaucias fuese a replicar. El hombre tenía los ojos desorbitados de terror.

Y no era para menos. El día anterior, mientras llovía, los caballos habían vencido el tronco de dos altas palmeras casi hasta el suelo. Allí las habían atado, las dos cuerdas entrelazadas formando una, afianzadas después a otra recia palmera. Ahora el médico ocupaba el centro de la V que dibujaban los árboles, cada brazo sujeto a una cuerda, y Alejandro sostenía una espada.

– Tu deber era atinar -musitó con los dientes apretados, los ojos llorosos-. ¿Por qué no pudiste salvarlo?

La mandíbula del hombre temblaba de un modo incontrolable.

– Lo intenté.

– ¿Cómo? No le diste el bebedizo.

Aterrorizado, Glaucias sacudió la cabeza.

– Unos días antes sobrevino un accidente, y la mayor parte se derramó. Envié por más a un emisario, pero no llegó antes de… la enfermedad final.

– ¿Acaso no se te dijo que lo tuvieras siempre en abundancia?

– Y así lo hice, mi rey, pero sobrevino un accidente. -Comenzó a sollozar.

Alejandro hizo caso omiso de sus lágrimas.

– Ambos convinimos en que no queríamos que volviera a repetirse lo de la última vez.

Sabía que el médico recordaba, de hacía dos años, la ocasión en que Alejandro y Hefestión enfermaron de fiebre. También entonces escaseaban las existencias, pero se consiguió más y el bebedizo los alivió a ambos.

Gotas de miedo caían de la frente de Glaucias, y unos ojos despavoridos suplicaban clemencia. Pero lo único que Alejandro veía era la mirada muerta de su amante. De niños, los dos habían sido discípulos de Aristóteles: Alejandro, hijo de un rey; Hefestión, heredero de un guerrero. Establecieron vínculos afectivos gracias a su común apreciación de Homero y la Ilíada. Hefestión había sido a Alejandro lo que Patroclo a Aquiles. Consentido, malicioso, despótico y no tan brillante, así y todo, Hefestión había sido un compañero fantástico. Y ahora ya no estaba.

– ¿Por qué lo dejaste morir?

Nadie salvo Glaucias podía oírlo. Había ordenado a sus tropas que se situaran sólo lo bastante cerca para mirar. La mayoría de los primeros guerreros griegos que entraron con Alejandro en Asia estaban muertos o retirados. Soldados persas, llamados a la lucha después de que conquistara su mundo, constituían ahora el grueso de su ejército. Buenos hombres, todos y cada uno de ellos.