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Ely señaló el otro sarcófago, con una inscripción más simple:

– «Hefestión, amigo de Alejandro.» La palabra «amante» no hacía justicia a su relación. Ser llamado amigo era el elogio supremo para un griego, reservado únicamente para los más amados.

Malone se percató de que alguien había limpiado la pátina de polvo que cubría la imagen de un caballo en la tumba de Alejandro.

– Lo hizo Zovastina, cuando estuvimos aquí -dijo-. Estaba hipnotizada por esa imagen.

– Es Bucéfalo -señaló Ely-. Tiene que serlo. El caballo de Alejandro. Él veneraba a ese animal. El caballo murió durante la campaña asiática y lo enterraron en algún lugar de las montañas, no muy lejos de aquí.

– Zovastina también llamó así a su caballo favorito -añadió Viktor.

Malone examinó la cámara. Ely señaló unos cálices, unos frascos de plata para contener perfumes, un cuerno con forma de cabeza de carnero, incluso unas espinilleras de bronce y cuero que una vez protegieron las piernas de un guerrero.

– Es asombroso -comentó Stephanie.

Él estaba de acuerdo.

Cassiopeia se encontraba junto a uno de los sarcófagos, cuya tapa estaba abierta.

– Zovastina echó un vistazo -dijo Viktor.

Dirigieron sus linternas al interior, iluminando el cuerpo momificado.

– Es raro que no lo cubrieran con cartonajes -dijo Ely-. Aunque quizá no conocían la técnica o no tuvieron tiempo de hacerlo.

El cuerpo estaba cubierto, desde el cuello hasta los pies, por láminas de oro del tamaño de una hoja de papel; algunas estaban desparramadas en el interior del féretro. El brazo derecho estaba doblado a la altura del codo y situado sobre el abdomen. El izquierdo permanecía rígido; el antebrazo se había desgajado. La mayor parte del cuerpo se hallaba firmemente ceñida por vendajes, y sobre el pecho, parcialmente expuesto, yacían tres discos de oro.

– La estrella macedonia -señaló Ely-. La insignia de Alejandro. Son impresionantes, unas piezas muy hermosas.

– ¿Cómo consiguieron traer todo esto hasta aquí? -preguntó Stephanie-. Estos sarcófagos son grandes.

Ely señaló la habitación.

– Hace dos mil trescientos años la topografía seguramente era diferente. Apuesto a que existía otro modo de entrar. Quizá los estanques no tenían el mismo nivel, el túnel era más accesible y no estaba sumergido. ¿Quién sabe?

– Pero las letras del estanque… -dijo Malone-, ¿cómo llegaron hasta ahí? Seguramente las personas que eligieron la tumba no las hicieron. Son como dos luces de neón.

– Mi teoría es que fue Ptolomeo. Parte de su enigma. Dos letras griegas en el fondo de dos oscuros estanques. Su manera, supongo, de señalar el lugar.

Una máscara de oro cubría el rostro de Alejandro. Nadie la había tocado.

– ¿Por qué no lo haces tú, Ely? -sugirió Malone-. Vamos a ver qué aspecto tiene el rey del mundo.

Percibió la emoción en los ojos del joven. Durante años había estudiado a Alejandro Magno y había aprendido todo cuanto había podido a partir de la escasa información que había sobrevivido. Ahora sería el primero que lo tocaría, el primero en más de dos mil años.

Ely retiró la máscara lentamente.

La piel que aún quedaba tenía un tono negruzco; el resto era hueso, descarnado, desnudo. La muerte parecía haber respetado el semblante de Alejandro; sus ojos transmitían una extraña expresión de curiosidad. Sus labios estaban abiertos, como si se dispusiera a gritar. El tiempo lo había congelado lodo. La cabeza carecía de cabello; el cerebro, que había desempeñado un papel primordial en los éxitos de Alejandro, ya no estaba allí.

Todos lo contemplaron en silencio.

Finalmente, Cassiopeia iluminó con su linterna el resto de la habitación; el haz de luz barrió una figura ecuestre, apenas vestida con una larga capa que colgaba por encima de uno de sus hombros, y luego se detuvo sobre un impresionante busto de bronce. El poderoso rostro oblongo mostraba confianza, y sus ojos entreabiertos, que expresaban firmeza, contemplaban la distancia. El cabello le caía por la frente, al estilo clásico, dispuesto en bucles irregulares. El cuello se erguía recto, largo; la figura tenía el porte y el aspecto de un hombre que, definitivamente, había controlado su mundo.

Alejandro Magno.

¡Qué enorme contraste con el rostro tocado por la muerte que yacía en el sarcófago!

– En todos los bustos de Alejandro que he visto -dijo Ely-, su nariz, sus labios, su frente y su cabello habían sido restaurados; pocos sobrevivieron al paso de los siglos. Pero aquí tenemos una imagen de su tiempo, en perfecto estado.

– Y aquí lo tenemos a él -declaró Malone-, en carne y hueso.

Cassiopeia se acercó al sarcófago adyacente y, con esfuerzo, abrió la tapa lo suficiente como para atisbar en su interior. Otra momia, que no estaba completamente cubierta de oro pero que también llevaba máscara, yacía en condiciones similares.

– Alejandro y Hefestión -dijo Thorvaldsen-. Han reposado aquí durante siglos.

– ¿Se quedarán aquí? -preguntó Malone.

Ely se encogió de hombros.

– Es un hallazgo arqueológico muy importante. Sería una tragedia no aprender de él.

Malone se dio cuenta de que Viktor había fijado su atención en un cofre de oro situado cerca de la pared. La roca situada encima había sido trabajada con una serie de complejos grabados que mostraban batallas, carros, caballos y hombres con espadas. Sobre el cofre había grabada una estrella macedonia. En la banda que envolvía el cofre se veían unas rosetas similares. Viktor lo asió por ambos lados y, antes de que Ely pudiera detenerlo, lo abrió.

Edwin Davis enfocó el interior con la linterna.

Una tiara de oro, con hojas de roble y bellotas, rica en detalles.

– Una corona real -dijo Ely.

Viktor sonrió satisfecho.

– Esto es lo que Zovastina hubiera deseado como corona. La habría utilizado para hacerse más fuerte.

Malone se encogió de hombros.

– Es una lástima que su helicóptero se estrellara.

Permanecieron allí, de pie, en medio de la cámara, con las ropas aún chorreando pero aliviados porque todo había acabado. El resto tenía relación con la política, y eso ya no concernía a Malone.

– Viktor -dijo Stephanie-, si alguna vez te cansas de trabajar por libre y quieres un trabajo estable, házmelo saber.

– Tendré en cuenta tu oferta.

– Dejaste que te ganara, ¿verdad? Antes, cuando estuvimos aquí -dijo Malone.

Viktor asintió.

– Pensé que era mejor dejaros marchar, así que te di esa oportunidad. No soy tan fácil, Malone.

Él sonrió.

– Lo tendré en cuenta. -Luego señaló los sarcófagos-. ¿Y qué pasa con esto?

– Han estado aquí, esperando, durante mucho tiempo -repuso Ely-. Pueden descansar un poco más. Ahora mismo hay otra cosa que hemos de hacer.

Cassiopeia fue la última en emerger de las turbias aguas del estanque, de vuelta en la primera cámara.

– Lyndsey dijo que las bacterias se encontraban en el estanque verde, que podíamos beber el agua -señaló Ely-. Son inocuas para nosotros, pero destruyen el virus.

– No sabemos si nada de eso es cierto -recordó Stephanie.

Ely parecía convencido.

– Lo es. El pescuezo de ese hombre estaba en juego. Usó esa información para salvar su vida.

– Tenemos los datos -dijo Thorvaldsen-. Puedo conseguir a los mejores científicos del mundo para que nos den una respuesta inmediatamente.

Ely negó con la cabeza.

– Alejandro Magno no tenía científicos. Confió en lo que le ofrecía su mundo.