– He leído la Vida de Alejandro Magno; es una historia muy buena.
– Pero no es más que eso. Alejandro es como Arturo, un hombre cuya vida real ha sido sustituida por una leyenda romántica. En la actualidad se lo considera un gran conquistador benevolente, una suerte de estadista, pero lo cierto es que asesinó a un número de personas sin precedentes y esquilmó los recursos de las tierras de las que se apropió. Mató a amigos debido a su paranoia y condujo a la mayoría de sus tropas a una muerte prematura. Era un jugador que echó a suertes su vida y la vida de quienes lo rodeaban. No hay nada mágico en él.
– No estoy de acuerdo -dijo Malone-. Era un gran comandante militar, la primera persona que unió el mundo. Sus conquistas eran sangrientas y brutales porque así es la guerra. Es cierto que estaba empeñado en hacer conquistas, pero su mundo parecía dispuesto a ser conquistado. Era astuto desde el punto de vista político, un griego que acabó siendo persa. Por lo que he leído, le interesaba más bien poco el nacionalismo estrecho de miras, lo cual no es criticable. Cuando murió, sus generales, los Compañeros, se repartieron el imperio, lo que garantizaba el dominio de la cultura griega durante siglos. Y así fue. El período helenístico cambió por completo la civilización occidental. Y todo eso empezó con él.
Vio que Cassiopeia disentía.
– Ese legado era lo que se discutía en el antiguo manuscrito -dijo-. Lo que de verdad ocurrió tras la muerte de Alejandro.
– Sabemos lo que ocurrió -aseguró Malone-. Su imperio fue víctima de sus generales, que jugaron a apoderarse de su cuerpo. Hay montones de relatos contradictorios según los cuales cada uno de ellos trató de apropiarse del cadáver durante el cortejo fúnebre. Todos querían el cuerpo como símbolo de poder. Por eso fue momificado. Los griegos quemaban a sus muertos, pero no así a Alejandro. Era preciso que su cuerpo perdurara.
– El manuscrito se ocupa del período de tiempo que media entre el fallecimiento de Alejandro en Babilonia y el traslado de su cuerpo al oeste -explicó Cassiopeia-. Transcurrió un año; un año que es de vital importancia para los medallones.
Un leve sonido rompió el silencio de la habitación.
Malone vio que Henrik se sacaba un teléfono móvil del bolsillo y respondía. Cosa rara. Thorvaldsen odiaba esos chismes y, en particular, odiaba a quienes hablaban por ellos delante de él.
Malone miró a Cassiopeia y le preguntó:
– ¿Es importante?
Su expresión seguía siendo hosca.
– Es lo que estábamos esperando.
– ¿Por qué estás tan alegre?
– Puede que no lo creas, Cotton, pero también yo tengo sentimientos.
A él le sorprendió el cáustico comentario. Cuando Cassiopeia estuvo en Copenhague por Navidad habían disfrutado de unas cuantas veladas agradables en Christiangade, la mansión que Thorvaldsen poseía en la costa, al norte de la ciudad. Él incluso le había hecho un regalo, una preciosa edición del siglo XVII sobre ingeniería medieval. El proyecto de reconstrucción del que Cassiopeia se ocupaba en Francia, levantar piedra a piedra un castillo con herramientas y materias primas de hacía setecientos años, continuaba avanzando. Incluso habían convenido en que, en primavera, él iría a visitarla.
Thorvaldsen puso fin a la llamada.
– Era el ladrón del museo.
– Y ¿cómo es que te ha llamado? -quiso saber Malone.
– Mandé grabar este número de teléfono en el medallón. Quería dejar bien claro que nos mantenemos a la espera. Le he dicho que si quiere el decadracma original tendrá que comprarlo.
– Sabiendo eso es probable que decida liquidarte.
– Eso esperamos.
– Y ¿cómo pretendes evitar que eso suceda? -inquirió Malone.
Cassiopeia dio un paso adelante, el rostro rígido.
– Ahí es donde entras tú.
Viktor colgó el teléfono. Durante ese tiempo Rafael había permanecido junto a la ventana, escuchando la conversación.
– Quiere que nos veamos dentro de tres horas, en una casa al norte de la ciudad, por la carretera de la costa. -Sostuvo en alto el medallón-. Si han hecho esto es que sabían que veníamos, y desde hace tiempo. Es muy bueno. El falsificador conocía su oficio.
– Deberíamos dar parte de esto.
Viktor no opinaba lo mismo. La ministra Zovastina lo había enviado porque él era su principal hombre de confianza. Treinta hombres la protegían a diario, su Batallón Sagrado. Seguía el modelo de la unidad de combate más feroz de la antigua Grecia, que luchó con valentía hasta que Filipo de Macedonia y su hijo, Alejandro Magno, la masacraron. Había oído a Zovastina hablar del tema. A los macedonios los impresionó tanto la valentía del Batallón Sagrado que erigieron un monumento en su memoria, que todavía seguía en pie en Grecia. Cuando Zovastina tomó el poder, resucitó con entusiasmo el concepto. Viktor fue su primera adquisición, y fue él quien reclutó a los veintinueve restantes, incluido Rafael, un italiano al que había conocido en Bulgaria y trabajaba para las fuerzas de seguridad del Estado.
– ¿No deberíamos llamar a Samarcanda? -insistió Rafael.
Miró fijamente a su compañero. Rafael, más joven, era listo y activo. A Viktor había terminado cayéndole bien, lo que explicaba por qué soportaba errores que no habría consentido a otros. Como arrastrar al museo a aquel tipo. Aunque, después de todo, tal vez no hubiese sido un error.
– No podemos llamar -repuso en voz queda.
– Si esto llega a saberse nos matará.
– Pues habrá que evitar que llegue a saberse. Hasta ahora lo hemos hecho bien.
Así era: cuatro robos. Todos a coleccionistas privados que, por fortuna, guardaban sus pertenencias en endebles cajas fuertes o las exhibían de cualquier manera. Habían enmascarado cada uno de esos delitos con incendios y se habían guardado bien las espaldas.
O quizá no.
El del teléfono parecía saber qué se traían entre manos.
– Vamos a tener que resolver esto nosotros solos -aseveró.
– Tienes miedo de que ella me eche la culpa a mí.
A su compañero se le hizo un nudo en la garganta.
– La verdad es que tengo miedo de que nos la eche a los dos.
– Estoy preocupado, Viktor. Soy una carga para ti.
Viktor le lanzó una mirada en exceso modesta.
– Los dos la hemos liado. -Toqueteó el medallón-. Estas malditas cosas sólo causan problemas.
– ¿Por qué las quiere?
Viktor meneó la cabeza.
– Ella no es de las que se explican. Pero seguro que es importante.
– El otro día me enteré de algo sin querer.
El otro alzó la vista y vio unos ojos rebosantes de curiosidad.
– Y ¿dónde te enteraste de ese algo?
– Cuando estaba destinado a su servicio personal, justo antes de que nos fuésemos, la semana pasada.
La guardia diaria de Zovastina rotaba. Había una norma clara: nada de lo que se oía o decía importaba, lo único importante era la seguridad de la ministra. Sin embargo, eso era distinto. Quería saberlo.
– Di.
– Planea algo.
Viktor levantó el medallón.
– ¿Qué tiene que ver con esto?
– Ella lo dijo. Se lo dijo a alguien por teléfono. Lo que estamos haciendo evitará un problema. -Rafael se detuvo-. Su ambición no conoce límites.
– Pero ha hecho muchas cosas, lo que nadie ha sido nunca capaz de hacer. Se vive bien en Asia Central, por fin.
– Lo vi en sus ojos, Viktor. Nada de eso le basta. Quiere más.
Su amigo disimuló su propia inquietud con una mirada de perplejidad.
– Estaba leyendo una biografía de Alejandro que ella me comentó -prosiguió Rafael-. Le gusta recomendar libros, sobre todo acerca de él. ¿Conoces la historia del caballo de Alejandro, Bucéfalo?
Se la había oído mencionar a Zovastina. Una vez, cuando Alejandro era pequeño, su padre adquirió un bonito caballo indomable. Alejandro reprobó tanto a su padre como a los domadores reales, y afirmó que él podía doblegarlo. Filipo lo dudaba, pero después de que Alejandro prometiera comprar el caballo con su propio dinero si no salía airoso, el rey le concedió la oportunidad. Al ver que el caballo parecía asustado de su propia sombra, Alejandro lo situó de cara al sol y, tras poner a prueba sus dotes de persuasión, consiguió montarlo.