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Le contó a Rafael lo que sabía.

– Y ¿sabes lo que le dijo Filipo a Alejandro cuando consiguió domar al animal?

Rafael negó con la cabeza.

– Dijo: «Busca un reino que se iguale a tu grandeza, porque Macedonia es pequeña para ti.» Ése es su problema, Viktor: su Federación es mayor que Europa, pero no es lo bastante grande. Zovastina quiere más.

– Eso no es problema nuestro.

– Lo que estamos haciendo de alguna manera encaja en su plan.

Viktor no respondió, aunque también estaba preocupado.

Rafael pareció intuir su renuencia.

– Le has dicho al del teléfono que le llevaríamos cincuenta mil euros. No tenemos dinero.

El otro agradeció el cambio de tema.

– No lo necesitaremos. Conseguiremos el medallón sin gastar nada.

– Hemos de eliminar a quienquiera que esté haciendo esto.

Rafael tenía razón. La ministra Zovastina no toleraría errores.

– Es verdad -convino-. Los mataremos a todos.

TRECE

Samarcanda

Federación de Asia Central

11.30 horas

El hombre que entró en el estudio de Irina Zovastina era bajo, rechoncho, de rostro apagado y una mandíbula que denotaba testarudez. Era el tercero al mando de la Fuerza Aérea Unificada de la Federación, pero también el dirigente encubierto de un partido político secundario cuya voz había alcanzado un volumen alarmante en los últimos tiempos. A aquel kazajo que se resistía en secreto a toda influencia eslava le gustaba hablar de los tiempos nómadas, de hacía cientos de años, mucho antes de que los rusos lo cambiasen todo.

Al mirar fijamente al rebelde, Zovastina se preguntó cómo ese cráneo pelado y esos ojos insulsos le granjeaban las simpatías de nadie; sin embargo, los informes aseguraban que era listo, elocuente y persuasivo. Lo habían llevado al palacio hacía dos días, tras enfermar de súbito de una fiebre altísima que lo hacía sangrar por la nariz y le provocaba accesos de tos que lo dejaban exhausto y un dolor en las caderas que él describía como martillazos. Su médico le había diagnosticado una infección vírica con posible neumonía, pero los tratamientos convencionales no habían dado resultado.

Ese día, sin embargo, parecía encontrarse bien.

Descalzo, lucía uno de los albornoces de color marrón rojizo del palacio.

– Tiene buen aspecto, Enver. Mucho mejor.

– ¿Por qué me encuentro aquí? -inquirió él en un tono inexpresivo en el que no había ni rastro de agradecimiento.

Antes había estado preguntando al personal, el cual, siguiendo órdenes de ella, había dado a entender su traición. Curiosamente, el coronel no parecía tener miedo. Es más, se mostraba desafiante evitando el ruso y habiéndole en kazajo, de manera que Zovastina decidió complacerlo y empleó la antigua lengua.

– Ha estado enfermo de muerte. Ordené que lo trajeran aquí para que mis médicos pudieran ocuparse de usted.

– No recuerdo nada de ayer.

Ella le indicó que tomara asiento y sirvió té de un juego de plata.

– Se encontraba usted mal y yo estaba preocupada, así que decidí ayudar.

Él la miraba con claro recelo. Zovastina le entregó una taza con su plato.

– Té verde con un toque de manzana. Tengo entendido que le gusta.

El hombre no lo aceptó.

– ¿Qué es lo que quiere, ministra?

– Me ha traicionado y ha traicionado a esta Federación. Ese partido político suyo ha estado instigando a la gente a la desobediencia civil.

Él no reflejó sorpresa.

– No deja usted de repetir que tenemos derecho a decir lo que pensamos.

– ¿Y me cree?

Zovastina depositó la taza sobre la mesa y decidió dejar de ejercer de anfitriona.

– Hace tres días fue expuesto a un agente viral, uno que mata entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas después. La muerte sobreviene por una fiebre fulminante, líquido en los pulmones y un debilitamiento de las paredes arteriales que causa una gran hemorragia interna. Su infección no había evolucionado hasta ese punto, pero a estas alturas debería haber sido así.

– ¿Y cómo es que me he curado?

– Yo la detuve.

– ¿Usted?

– Quería que experimentara lo que soy capaz de infligir.

El militar guardó silencio, al parecer asimilando la realidad.

– Es usted coronel de nuestra fuerza aérea. Juró defender esta Federación con su vida.

– Y lo haría.

– Sin embargo, no parece causarle ningún problema instar a cometer traición.

– Se lo preguntaré de nuevo: ¿qué quiere?

Su tono había perdido toda cortesía.

– Su lealtad.

Él no dijo nada, y Zovastina cogió de la mesa un mando a distancia. De repente, una pantalla plana que descansaba en un rincón del escritorio cobró vida: mostraba a cinco hombres que pululaban entre una multitud examinando puestos bajo unos vivos toldos rebosantes de productos frescos.

Su invitado se puso en pie.

– Este vídeo lo grabó una de las cámaras del mercado de Navoi. Resultan bastante útiles para mantener el orden y combatir la delincuencia, pero también nos permiten seguirles la pista a nuestros enemigos. -Vio que él reconocía los rostros-. Sí, Enver. Son sus amigos luchando contra esta Federación. Estoy al tanto de sus planes.

Ella conocía bien la filosofía del partido del coronel. Antes de que llegaran los comunistas, cuando la mayoría de los kazajos vivían en yurtas, las mujeres formaban parte integrante de la sociedad y ocupaban más de una tercera parte de los cargos políticos. Sin embargo, los soviéticos y el islam las habían apartado. En la década de 1990 la independencia no sólo trajo consigo una depresión económica, sino que además permitió que las mujeres regresaran a la vanguardia, donde poco a poco habían vuelto a adquirir relevancia política. La Federación consolidó esa resurrección.

– En realidad no quiere que todo vuelva a ser como antes, Enver. ¿Regresar a la época en que recorríamos las estepas? Por aquel entonces las mujeres dirigían esta sociedad. No, usted sólo quiere poder político. Y si es capaz de encender a la gente con ideas de un pasado glorioso, lo usará en nuestro beneficio. Es usted igual de malo que yo.

Él le escupió a los pies.

– Esto es lo que opino de usted.

Zovastina se encogió de hombros.

– No cambia nada. -Señaló la pantalla-. Antes de que se ponga el sol, cada uno de esos hombres será infectado como lo fue usted. No se darán cuenta de nada hasta que un moqueo, una irritación de garganta o un dolor de cabeza les indique que tal vez se estén resfriando. Recuerda esos síntomas, ¿verdad, Enver?

– Es usted el mal bicho que siempre he creído que era.

– Si fuese un mal bicho lo habría dejado morir.

– ¿Por qué no lo hizo?

Zovastina apuntó con el mando y cambió de canal. Apareció un mapa.

– Esto es lo que hemos conseguido: una nación asiática unificada que cuenta con la aceptación de todos los líderes.

– No le preguntó al pueblo.

– ¿De veras? Hace quince años que hicimos posible esta realidad, y la economía de las antiguas naciones ha experimentado una mejora considerable. Hemos construido colegios, casas, carreteras. La sanidad es notablemente mejor, nuestras infraestructuras se han modernizado. La electricidad, el agua, el tratamiento de aguas residuales (nada de lo cual existía con los soviéticos) funcionan ahora. El expolio ruso de nuestra tierra y nuestros recursos ha cesado. Empresas internacionales invierten miles de millones aquí, el turismo está creciendo, el producto interior bruto se ha incrementado en un mil por ciento. La gente es feliz, Enver.