– El historiador oficial, un hombre que también había perdido a un ser querido cuando Alejandro ordenó ejecutar a Calístenes cuatro años antes, dejó constancia del episodio -explicó Cassiopeia-. Calístenes era sobrino de Aristóteles, y ejerció de historiador personal de Alejandro hasta la primavera de 327 a. J.C, momento en que se vio enredado en una trama de asesinato. Para entonces, la paranoia de Alejandro ya alcanzaba cotas peligrosas, de manera que decretó la muerte de Calístenes. Dicen que Aristóteles nunca perdonó a Alejandro.
Malone asintió.
– Hay quien afirma que fue Aristóteles quien envió el veneno que supuestamente mató a Alejandro.
Thorvaldsen se mofó del comentario.
– El rey no fue envenenado, el manuscrito lo demuestra. Alejandro murió de una infección, probablemente de malaria. Semanas antes había estado marchando por unos pantanos. Sin embargo, no se sabe a ciencia cierta. Y esa pócima, el «bebedizo», lo había curado antes y curó al ayudante.
– ¿Recuerdas los síntomas? -preguntó Cassiopeia-. Fiebre, hinchazón del cuello, mucosidad, fatiga, lesiones. Suena a algo vírico. Pero el líquido restableció por completo al ayudante.
Él no estaba convencido.
– No se puede dar mucho crédito a un manuscrito de más de dos mil años de antigüedad. No sabes si es auténtico.
– Lo es -aseveró ella.
Malone esperó a que se explicara.
– Mi amigo era un experto, y la técnica que utilizó para descubrir la escritura es la más moderna, no se presta a falsificaciones. Estamos hablando de leer palabras en un ámbito molecular.
– Cotton, Alejandro sabía que su cuerpo sería objeto de disputas -dijo Thorvaldsen-. Se sabe que, días antes de morir, aseguró que «sus prominentes amigos se embarcarían en grandes juegos funerarios» cuando él hubiese desaparecido; un comentario curioso que ahora empezamos a entender.
Malone se había quedado con algo más y le preguntó a Cassiopeia:
– Has dicho que tu amigo del museo era un experto. ¿Era?
– Ha muerto.
Ahora sabía el porqué de su dolor.
– ¿Erais íntimos?
Cassiopeia no contestó.
– Podrías habérmelo dicho -le reprochó él.
– No, no podía.
Sus palabras lo hirieron.
– Basta con decir que toda esta intriga gira en torno a encontrar el cuerpo de Alejandro -intervino Thorvaldsen.
– Buena suerte. Lleva mil quinientos años desaparecido.
– Ésa es la cuestión -dijo con frialdad Cassiopeia-. Tal vez nosotros sepamos dónde se encuentra y el hombre que viene a matarnos no.
Samarcanda
12.20 horas
Tras observar los impacientes rostros de los estudiantes, Zovastina preguntó:
– ¿Cuántos de vosotros habéis leído a Homero?
Sólo se alzaron un puñado de manos.
– Al igual que vosotros, la primera vez que leí su épica estaba en la universidad.
Había acudido al Centro de Enseñanza Superior del Pueblo en una de sus numerosas apariciones semanales. Intentaba programar al menos cinco ocasiones para que la prensa y las gentes la vieran y la oyeran. Antaño un instituto ruso sin apenas fondos, en la actualidad el centro era un lugar digno destinado a la enseñanza académica. Se había ocupado de ello porque los griegos tenían razón: un Estado analfabeto acaba por no ser un Estado.
Leyó un párrafo del ejemplar de la Ilíada que tenía abierto delante:
– «La piel del cobarde se muda y se pone de todos los colores y su corazón no se le contiene en el pecho quieto y sin temblor, sino que él se agacha aquí y allá, sentándose sobre sus talones, y el corazón le palpita fuertemente en el pecho, pensando en las diosas de la muerte, y es un crujir de dientes. En cambio, no se muda la piel del valiente ni se turba demasiado, una vez que se ha apostado ya en emboscada, y sólo desea verse metido cuanto antes en la penosa refriega.»Los estudiantes parecieron disfrutar el recitado.
– Las palabras de Homero, hace más de dos mil ochocientos años, todavía tienen sentido.
Cámaras y micrófonos apuntaban hacia ella desde el fondo del aula. Estar allí la hizo retroceder veintiocho años en el tiempo. Al norte de Kazajistán, a otra clase.
Y a su profesor.
– No hay nada malo en llorar -le dijo Sergej.
Las palabras la habían conmovido, más de lo que creía posible. Miraba con fijeza al ucraniano, poseedor de una visión única del mundo.
– Sólo tienes diecinueve años -añadió-. Recuerdo la primera vez que leí a Homero. También me afectó.
– Aquiles es un alma tan atormentada…
– Todos somos almas atormentadas, Irina.
Le gustaba que él pronunciase su nombre. Él sabía cosas que ella ignoraba, comprendía cosas que ella todavía no había vivido. Y ella quería conocer esas cosas.
– No llegué a conocer a mi madre ni a mi padre. Ni a nadie de mi familia.
– No son importantes.
Ella se mostró sorprendida.
– ¿Cómo puede decir eso?
Él le señaló el libro.
– El destino del hombre es sufrir y morir. Lo que ha desaparecido carece de importancia.
Ella se había preguntado durante años por qué parecía condenada a vivir en soledad. Tenía pocos amigos, ninguna relación; para ella la vida era un eterno desafío de deseos y carencias. Igual que Aquiles.
– Irina, un día conocerás la dicha del desafío. La vida es un reto tras otro, una batalla tras otra. Siempre, como Aquiles, en pos de la excelencia.
– Y, ¿qué hay del fracaso?
Él se encogió de hombros.
– Es la consecuencia de no haber triunfado. Recuerda lo que dijo Homero: «Son las circunstancias las que gobiernan al hombre, no el hombre las circunstancias.»A ella se le pasó por la cabeza otro verso del poema.
– «Constantemente, por voluntad de unos y otros, estamos sufriendo los dioses los más terribles males por complacer a los hombres.»Su profesor asintió.
– No lo olvides nunca.
– Menuda historia -le dijo a la clase-. La Ilíada. Una guerra que se prolongó durante nueve largos años. Luego, en el décimo, una disputa hizo que Aquiles abandonara la lucha. Un héroe griego henchido de orgullo, un guerrero cuya humanidad nacía de su gran pasión, invulnerable salvo en los talones.