Él acababa de resolver un problema.
Y estaba a punto de meterse en otro.
Durante los dos últimos años había presidido el Consejo de los Diez, que regía la Liga Veneciana. Cuatrocientos treinta y dos hombres y mujeres cuyas ambiciones se veían frustradas por una excesiva reglamentación gubernamental, una legislación mercantil restrictiva y unos políticos que iban reduciendo las ganancias de las empresas. Estados Unidos y la Unión Europea eran, con mucho, los peores sitios: cada día surgía un nuevo impedimento que mermaba los beneficios. Los miembros de la Liga gastaban miles de millones en intentar impedir la promulgación de más leyes. Y mientras unos políticos se dejaban influir calladamente y colaboraban, otros trataban de hacerse un nombre sancionando a los colaboradores.
Un frustrante círculo de nunca acabar.
Por esta razón, la Liga había decidido crear un espacio donde los negocios no sólo prosperaran, sino que rigieran. Un lugar similar a la república veneciana primigenia, la cual, durante siglos, estuvo gobernada por hombres que poseían la capacidad mercantil de los griegos y la audacia de los romanos: empresarios que eran a un tiempo hombres de negocios, soldados, gobernadores y estadistas. Una ciudad-Estado que acabó siendo un imperio. Periódicamente, la república de Venecia constituía ligas con otras ciudades-Estado -alianzas que garantizaban considerablemente la supervivencia- y la idea funcionaba bien. Su moderna encarnación exponía una filosofía similar. Él había trabajado mucho para reunir su fortuna y estaba de acuerdo con algo que Irina Zovastina le había dicho una vez: «A todo el mundo le gusta más algo si le ha costado ganarlo.»
Cruzó la plaza y se aproximó al café, que abría a diario a las seis de la mañana sólo para él. La mañana era su momento preferido del día. Su mente parecía más despierta antes de las doce. Entró en el ristorante y saludó a su propietario. «Emilio, ¿podrías hacerme un favor? Diles a mis invitados que volveré en breve. Antes he de hacer algo, pero no me llevará mucho.»
El hombre sonrió y asintió, asegurándole que no habría ningún problema.
Eludió a sus directivos, que lo esperaban en el comedor contiguo, y se dirigió a la cocina. El olor a pescado a la parrilla y huevos fritos se le antojó tentador. Se detuvo un instante a admirar lo que se estaba cocinando y a continuación salió por una puerta trasera a otro de los innumerables callejones de Venecia, éste oscurecido por altos edificios de ladrillo llenos de excrementos de aves.
Tres inquisidores aguardaban a unos metros. A una señal suya echaron a andar en fila india. Al llegar a una intersección torcieron a la derecha y enfilaron otro callejón. Él reparó en un tufo familiar -una mezcla de desagüe y piedra podrida-, el mal de Venecia. Pararon ante la puerta trasera de un edificio que albergaba una tienda de moda en la planta baja y apartamentos en las tres restantes. Sabía que estaban al otro lado de la plaza, en diagonal al café.
Otro inquisidor los esperaba en la puerta.
– ¿Está ahí? -preguntó Vincenti.
El interpelado asintió con la cabeza.
Vincenti hizo un gesto y tres de los hombres entraron en el edificio mientras el cuarto aguardaba fuera. Vincenti subió tras ellos una escalera de metal. En la tercera planta se detuvieron ante la puerta de uno de los apartamentos. Él permaneció en el pasillo mientras los hombres sacaban las armas y uno de ellos se disponía a abrir de una patada.
Vincenti asintió.
El zapato se estrelló contra la madera y la puerta se abrió violentamente hacia adentro.
Los hombres irrumpieron en el piso.
A los pocos segundos, uno de ellos hizo una señal y él entró en el apartamento y cerró la puerta.
Dos inquisidores tenían agarrada a una mujer. Delgada, rubia y atractiva. Una mano tapaba su boca, el cañón de un arma en su sien izquierda. Estaba asustada, pero tranquila. Era de esperar, al tratarse de una profesional.
– ¿Le sorprende verme? -le preguntó él-. Lleva casi un mes vigilando.
Los ojos de ella no respondieron.
– No soy idiota, aunque es evidente que su gobierno no debe de opinar lo mismo.
Sabía que trabajaba para el Departamento de Justicia de Estados Unidos, era una agente de una unidad internacional especial llamada Magellan Billet. La Liga Veneciana ya se había topado antes con dicha unidad, hacía unos años, cuando la Liga comenzó a invertir en Asia Central. Lo cierto es que era de esperar: Norteamérica recelaba. De esas pesquisas no había salido nada, pero ahora Washington parecía volver a fijarse en su organización.
Examinó el equipo de la espía: una cámara de largo alcance montada en un trípode, un teléfono móvil, una libreta. Sabía que preguntarle sería inúticlass="underline" ella podía decirle poco, o nada, que él no supiera ya.
– Ha interrumpido mi desayuno.
Hizo otro gesto y uno de los hombres confiscó los juguetes.
Vincenti se acercó a la ventana y miró al aún desierto campo. Su siguiente decisión bien podría determinar su futuro. Estaba a punto de entrar en un juego peligroso que no agradaría ni a la Liga Veneciana ni a Irina Zovastina, mucho menos a los norteamericanos. Tenía planeado tan osado paso desde hacía mucho.
Como su padre le había dicho en repetidas ocasiones, los mansos no merecen nada.
Sin dejar de mirar por la ventana, alzó el brazo derecho e hizo un rápido movimiento de muñeca. Un chasquido le indicó que el cuello de la mujer se había roto limpiamente. Matar le daba igual; mirar era otra cosa.
Sus hombres sabían qué hacer.
Un coche esperaba abajo para llevarse el cuerpo al otro lado de la ciudad, donde aguardaba el ataúd de la noche anterior. Dentro había sitio de sobra para uno más.
Dinamarca
Malone escrutó al hombre que acababa de llegar, solo, conduciendo un Audi con una viva pegatina en el parabrisas que indicaba que el vehículo era de alquiler. El tipo era bajo y fornido, con una mata de pelo despeinado, ropas amplias y unos hombros y unos brazos que apuntaban a que estaba acostumbrado al trabajo duro. Debía de rondar la cuarentena y sus rasgos sugerían una influencia eslava: nariz ancha, ojos hundidos.
El hombre subió al porche delantero y anunció:
– No voy armado, pero, si quiere, puede comprobarlo.
Malone lo apuntaba con su arma.
– Da gusto tratar con profesionales.
– Usted es el del museo.
– Y usted el que me dejó dentro.
– No fui yo, pero di mi aprobación.
– Cuánta sinceridad para ser un hombre que tiene una arma apuntándolo.
– Las armas me dan igual.
Malone lo creyó.
– No veo el dinero.
– Yo no he visto el medallón.
Se hizo a un lado y dejó entrar al hombre.
– ¿Cómo se llama?
Su invitado se detuvo en el umbral y lo miró con dureza.
– Viktor.
Cassiopeia, que observaba desde los árboles, vio que Malone y el del coche entraban en la casa. Que hubiese acudido solo o no, no supondría ningún problema.
La representación estaba a punto de empezar.
Y Cassiopeia esperaba, por el bien de Malone, que ella y Thorvaldsen hubieran calculado bien.
Malone se apartó mientras Thorvaldsen y el tal Viktor hablaban. Seguía alerta, vigilando con la intensidad de quien había pasado una docena de años siendo agente del gobierno. También él se había enfrentado a menudo a un adversario desconocido con su sola inteligencia y sabiduría, rezando para que nada fuese mal y él pudiera salir de una pieza.
– Ha estado robando estos medallones por todo el continente -aseveró Thorvaldsen-. ¿Por qué? No tienen mucho valor.