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– Eso no lo sé. Usted quiere cincuenta mil euros por el suyo, que es cinco veces más de lo que vale.

– Y, por increíble que parezca, usted está dispuesto a pagar, lo que significa que lo suyo no es el coleccionismo. ¿Para quién trabaja?

– Para mí.

Thorvaldsen soltó una risita.

– Sentido del humor. Me gusta. Percibo un acento de Europa del Este en su inglés. ¿La antigua Yugoslavia? ¿Croacia?

Viktor guardaba silencio, y Malone reparó en que el visitante no había tocado una sola cosa de la casa.

– Supongo que no va a contestar a esa pregunta -prosiguió Thorvaldsen-. ¿Cómo quiere que cerremos el trato?

– Me gustaría examinar el medallón. Si me satisface, tendré el dinero listo mañana. Hoy es imposible, es domingo.

– Depende de dónde esté su banco -puntualizó Malone.

– El mío está cerrado.

Y la mirada vacía de Viktor le dijo que no añadiría más.

– ¿Cómo supo lo del fuego griego? -le preguntó Thorvaldsen.

– Está usted bien informado.

– Tengo un museo grecorromano.

A Malone se le erizó el vello de la nuca. La gente como Viktor, que no parecía muy parlanchina, sólo hacía concesiones cuando sabía que su interlocutor no viviría lo bastante para repetirlas.

– Sé que va tras los medallones de los elefantes -afirmó Thorvaldsen-, y los tiene todos salvo el mío y otros tres. Me atrevería a decir que es usted un sicario, no tiene ni la menor de idea de por qué son tan importantes y además le da igual. Un fiel servidor.

– Y, ¿quién es usted? Sin duda no es sólo el propietario de un museo grecorromano.

– Se equivoca: el museo es mío, y quiero que me paguen los destrozos. Por eso el precio es tan alto.

Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de plástico transparente, que le lanzó a Viktor. Éste la atrapó con ambas manos. Malone vio que su invitado depositaba el medallón en la palma de la mano. Era del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, color peltre, con símbolos grabados en ambas caras. Viktor sacó del bolsillo una lupa de joyero.

– ¿Es usted un experto? -quiso saber Malone.

– Sé lo bastante.

– Están los micrograbados -aseguró Thorvaldsen-. Unas letras griegas: ZH. Zeta y eta. Es increíble que aquellos hombres pudieran grabarlas.

Viktor continuaba con su examen.

– ¿Satisfecho? -inquirió Malone.

Viktor escudriñó el medallón y, aunque no tenía el microscopio ni la balanza, le parecía auténtico.

A decir verdad, era el mejor hasta el momento.

Había ido desarmado porque quería que esos hombres se creyeran al mando. Lo que hacía falta allí era sutileza, no fuerza. Sin embargo, le preocupaba una cosa: ¿dónde estaba la mujer?

Alzó la vista y dejó caer la lupa en la mano derecha.

– ¿Le importa que lo examine más a fondo, junto a la ventana? Necesito más luz.

– Naturalmente que no -concedió Thorvaldsen.

– ¿Cómo se llama? -quiso saber Viktor.

– ¿Qué le parece Ptolomeo?

Viktor sonrió.

– Hubo muchos. ¿Cuál es usted?

– El primero, el general más oportunista de Alejandro. A la muerte de éste reclamó Egipto como recompensa. Un tipo listo. Sus herederos lo conservaron durante siglos.

El otro sacudió la cabeza.

– Al final los derrotaron los romanos.

– Igual que mi museo, nada permanece.

Viktor se aproximó al empañado cristal. El del arma montaba guardia junto a la puerta. Él sólo necesitaría un instante. Mientras se ponía de cara a la luz, dándoles la espalda un momento, hizo su jugada.

Cassiopeia vio salir a un hombre de entre los árboles, por el otro extremo de la casa. Era joven, delgado y ágil. Aunque la noche anterior no había visto la cara de ninguno de los dos que incendiaron el museo, reconoció el caminar ligero y los ademanes cautelosos: era uno de los ladrones.

E iba directo al coche de Thorvaldsen.

Concienzudos, había que reconocerlo, pero no necesariamente cuidadosos, teniendo en cuenta que sabían que alguien les llevaba un poco de ventaja.

Vio que hundía una navaja en ambas ruedas traseras y se retiraba.

Malone se percató del cambio: Viktor había dejado caer la lupa en su mano derecha mientras sostenía el medallón con la izquierda. Pero cuando la lupa volvió al ojo de Viktor y éste reanudó el examen, Malone notó que ahora el medallón estaba en la mano derecha, los dedos índice y pulgar de la izquierda doblados, escamoteando la moneda.

No estaba mal. Combinado hábilmente con el acto de dirigirse hacia la ventana para dar con la luz apropiada. Una distracción perfecta.

Su mirada se cruzó con la de Thorvaldsen, pero el danés asintió de prisa, dando a entender que él también lo había visto. Viktor sostenía la moneda en la luz, examinándola con la lupa. Thorvaldsen meneó la cabeza para indicarle que lo dejara estar.

– ¿Satisfecho? -volvió a preguntar Malone.

Viktor depositó la lupa de joyero en la mano izquierda y se la metió en el bolsillo junto con el medallón auténtico. A continuación levantó la moneda con la que acababa de dar el cambiazo, sin duda la falsa del museo.

– Es auténtica.

– ¿Vale cincuenta mil euros? -inquirió el danés.

Viktor asintió.

– Haré que me envíen el dinero. Díganme dónde.

– Llame mañana al número del medallón, como ha hecho antes, y organizaremos el canje.

– Ahora vuelva a meterla en su caja -recomendó Malone.

Viktor fue hacia la mesa.

– Menudo jueguecito se traen ustedes dos entre manos.

– No es ningún jueguecito -corrigió Thorvaldsen.

– ¿Cincuenta mil euros?

– Como le he dicho, acabaron con mi museo.

Malone vio la confianza reflejada en los prudentes ojos de Viktor. Se había metido en algo sin conocer a su enemigo, creyéndose más listo, y eso siempre era peligroso.

Sin embargo, Malone había cometido un error peor: se había ofrecido voluntario confiando únicamente en que sus dos amigos supieran lo que hacían.

DIECIOCHO

Provincia de Xinjiang, China

15.00 horas

Zovastina miraba por la ventanilla del helicóptero mientras dejaban el espacio aéreo de la Federación y se adentraban en la región más occidental de China. En su día, la zona había sido una puerta trasera cerrada a cal y canto a la Unión Soviética, custodiada por un enorme contingente de tropas. Ahora las fronteras estaban abiertas y había libertad de transporte y comercio. China había sido uno de los primeros países en reconocer formalmente la Federación, y tratados entre ambas naciones garantizaban el libre desplazamiento y el comercio.

La provincia de Xinjiang constituía el 16 por ciento de la superficie de China, montañas y desierto en su mayor parte, repleta de recursos naturales. Era completamente distinta del resto del país: menos comunista, más islámica. Antaño conocida como Turquestán Oriental, su identidad entroncaba más con Asia Central que con el Reino Medio.

La Liga Veneciana había desempeñado un papel decisivo en la formalización de unas relaciones cordiales con los chinos, otro motivo por el que Zovastina había decidido unirse al grupo. La gran expansión económica occidental había empezado hacía cinco años, cuando Pekín comenzó a invertir miles de millones en infraestructura y remodelación por todo Xinjiang. Los miembros de la Liga obtuvieron muchos de los contratos de los sectores petroquímico y minero, de fabricación de maquinaria, de obras públicas y de construcción. Sus amigos en la capital de China eran numerosos, ya que el dinero hablaba con tanta fuerza en el mundo comunista como en cualquier otra parte, y ella se había servido de esos contactos para sacar el máximo partido político.