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El vuelo desde Samarcanda duraba poco más de una hora en el veloz helicóptero. Zovastina había hecho ese recorrido muchas veces y, como siempre, contemplaba el accidentado terreno imaginando las antiguas caravanas que un día viajaron al este y al oeste por la famosa ruta de la seda. Jade, coral, hilo, vidrio, oro, hierro, ajo, té -incluso enanos, mujeres núbiles y caballos tan fieros que se decía que sudaban sangre- eran objeto de intercambio. Alejandro Magno nunca llegó tan al este, pero Marco Polo sí había caminado por esas tierras.

Ante sí divisó Kashgar.

La ciudad se asentaba en el filo del desierto de Taklamakán, a ciento veinte kilómetros al este de la frontera con la Federación, entre las sombras de las nevadas montañas del Pamir, una de las más altas y áridas del mundo. Una joya de oasis, la metrópoli más occidental de China existía, igual que Samarcanda, desde hacía más de dos mil años. Antaño un lugar de bulliciosos mercados al aire libre y concurridos bazares, en la actualidad era pasto del polvo, los lamentos y los falsetes de los muecines que llamaban a la oración a los hombres en sus cuatrocientas mezquitas. Trescientas cincuenta mil almas vivían entre sus hoteles, almacenes, negocios y lugares sagrados. Las murallas habían desaparecido hacía tiempo, y ahora una autopista, otro componente de la gran expansión económica, ceñía la ciudad y encauzaba a los verdes taxis en todas las direcciones.

El helicóptero se escoró al norte allí donde se combaba el paisaje. El desierto, hacia el este, no quedaba muy lejos. Taklamakán significa literalmente «irás y no regresarás», una buena descripción para un lugar barrido por unos vientos tan calientes que podían aniquilar -y de hecho lo hacían- caravanas enteras en cuestión de minutos.

Vio su destino: un edificio de cristal negro en medio de un pedregal, el inicio de un bosque a medio kilómetro por detrás. Nada identificaba aquella estructura de dos plantas, que ella sabía propiedad de Philogen Pharmaceutique, una empresa luxemburguesa con sede en Italia cuyo mayor accionista era un americano expatriado con nombre italiano: Enrico Vincenti.

Zovastina se había encargado de averiguar la historia personal de Vincenti.

Virólogo de profesión, contratado por los iraquíes en la década de los setenta para tomar parte en un programa de armamento biológico que el por aquel entonces nuevo dirigente, Saddam Hussein, quería desarrollar. Hussein vio en la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972, que prohibió la guerra bacteriológica en todo el mundo, una gran oportunidad. Vincenti trabajó con los iraquíes hasta justo antes de que estallara la primera guerra del Golfo, momento en que Hussein se apresuró a poner fin a la investigación. La paz trajo consigo a los inspectores de la ONU, que forzaron un abandono casi permanente, así que Vincenti se marchó y montó una compañía farmacéutica que creció a un ritmo sin precedentes durante la década de 1990. Ahora era la mayor de Europa, con una impresionante colección de patentes, un enorme grupo de empresas multinacional. Todo un logro para un científico mercenario surgido de la nada. Algo a lo que ella llevaba mucho tiempo dándole vueltas.

El helicóptero aterrizó y Zovastina entró en el edificio de prisa.

Las paredes de cristal exteriores no eran más que una fachada. Cual mesas apiladas, dentro se alzaba otra estructura. Una pasarela de pizarra pulida rodeaba esta construcción, flanqueada por frondosas plantas de interior. Los muros de piedra de dentro se veían interrumpidos por tres puertas de doble hoja. Zovastina sabía que esa disposición única tenía por objeto garantizar discretamente la seguridad. Nada de setos exteriores terminados en alambre de espino, nada de vigilancia, cámaras ni cualquier cosa que pusiera sobre aviso a alguien de que el edificio era especial.

Zovastina atravesó el perímetro exterior y se aproximó a una de las entradas, el paso cortado por una verja metálica. Tras un mostrador de mármol había un guardia jurado. La verja estaba controlada por un escáner de mano, pero ella no tuvo que detenerse.

Al otro lado aguardaba un hombre con expresión maliciosa, de cincuenta y tantos años, cabello cano y ralo y rostro ratonil. Unas gafas con montura metálica protegían unos ojos inexpresivos. Llevaba una bata de laboratorio negra y dorada sin abotonar, un distintivo de seguridad afianzado a la solapa anunciaba: «Grant Lyndsey.»

– Bien venida, ministra -la saludó él en inglés.

Zovastina respondió al saludo con una mirada que pretendía reflejar enfado. Su correo electrónico transmitía urgencia, y aunque a ella no le había hecho ninguna gracia la orden, había cancelado las actividades de esa tarde para ir allí.

Entraron en el edificio interior.

Al otro lado de la entrada principal, el camino se bifurcaba. Lyndsey dobló a la izquierda y la condujo a través de un laberinto de corredores sin ventanas. Todo estaba limpio como en un hospital y olía a cloro, y las puertas disponían de cerraduras electrónicas. Al llegar a una en la que se leía «Científico jefe», Lyndsey cogió el distintivo de la solapa y deslizó la tarjeta por una ranura.

En el despacho sin ventanas predominaba la decoración moderna. Cada vez que Zovastina acudía allí le llamaba la atención lo mismo: no había fotos familiares, diplomas en las paredes ni tampoco recuerdos. Era como si aquel hombre no tuviera vida, lo cual probablemente no se alejara mucho de la verdad.

– Tengo que enseñarle una cosa -afirmó Lyndsey.

La trataba de igual a igual, cosa que ella despreciaba, y su tono siempre dejaba claro que él vivía en China y no estaba sometido a ella.

Encendió un monitor que, desde una cámara instalada en el techo, mostró a una mujer de mediana edad sentada en una silla, viendo la televisión. Zovastina sabía que la estancia se hallaba en la segunda planta del edificio, en la sala de pacientes, pues ya había visto imágenes de allí antes.

– La semana pasada solicité que me enviaran una docena de la cárcel -explicó Lyndsey-, tal como hemos venido haciendo.

Zovastina ignoraba que se hubiera realizado otro ensayo clínico.

– ¿Por qué no se me ha informado?

– No sabía que tuviera que hacerlo.

Ella escuchó lo que Lyndsey no decía: Vincenti está al mando. Éste es su laboratorio, su gente, sus mejunjes. Antes le había mentido a Enver: no había sido ella quien lo había curado, sino Vincenti. Un técnico de ese laboratorio le había administrado el antígeno. Aunque ella poseía los patógenos biológicos, Vincenti controlaba los remedios. Un mecanismo de equilibrio de poder nacido de la desconfianza que existía desde el principio para garantizar que su capacidad de negociación permaneciera igualada.

Lyndsey apuntó con un mando a distancia y la pantalla cambió a otras habitaciones de pacientes, ocho en total, cada una de las cuales estaba ocupada por un hombre o una mujer. A diferencia de la primera, esos pacientes yacían boca arriba y con gotero.

No se movían.

El científico se quitó las gafas.

– Sólo utilicé a doce, dado que estaban disponibles sin necesidad de avisar con mucha antelación. Necesitaba elaborar un estudio rápido sobre el antígeno para el nuevo virus. Lo que le dije hace un mes: es de cuidado.

– Y, ¿dónde lo encontró?

– Es una especie de roedor que se encuentra al este de aquí, en la provincia de Heilongjiang. Habíamos oído que la gente enfermaba después de comerlos. Está claro que en la sangre de esas ratas hay un complejo virus. Con una pequeña modificación, el bichejo tiene garra: la muerte sobreviene al cabo de menos de un día. -Señaló la pantalla-. Ésa es la prueba.

Lo cierto es que Zovastina había pedido un agente más agresivo,, algo que fuese más rápido incluso que los veintiocho que ya tenía.

– Todos están con respiración asistida. Llevan días clínicamente muertos. Necesito practicar las autopsias para verificar los parámetros infecciosos, pero quería que los viera antes de abrirlos.

– ¿Y el antígeno?