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– Una dosis y los doce empezaron a recuperarse. En cuestión de horas la situación cambió por completo. Luego les suministré un placebo a todos salvo a la primera mujer, que es el control. Como era de esperar, los otros no tardaron en recaer y morir. -Volvió a la imagen de la primera mujer-. Pero ella no tiene el virus, está perfectamente bien.

– ¿Por qué era necesario el estudio?

– Usted quería un virus nuevo y yo necesitaba ver si los ajustes funcionaban. -Lyndsey le dirigió una sonrisa-. Y, como le he dicho, debía comprobar el antígeno.

– ¿Cuándo tendré el nuevo virus?

– Puede llevárselo hoy mismo, por eso la llamé.

A Zovastina no le gustaba transportar los virus, pero sólo ella conocía la ubicación del laboratorio. Su trato era con Vincenti, un arreglo personal entre ambos. De ninguna manera le confiaría a nadie los frutos de ese trato. Y los chinos nunca detendrían el helicóptero.

– Prepare el virus -dijo.

– Todo está congelado y envasado.

Ella señaló la pantalla.

– ¿Y ésa?

Él se encogió de hombros.

– Volveremos a infectarla. Habrá muerto antes de mañana.

Zovastina seguía con los nervios de punta. Pisoteando al aprendiz de asesino había descargado parte de su frustración, pero en ese intento de asesinato quedaban preguntas sin responder. ¿Cómo lo había sabido Vincenti? ¿Quizá porque había sido él quien lo había ordenado? Era difícil de decir. Sin embargo, la habían pillado desprevenida, Vincenti había ido un paso por delante, y a ella eso no le hacía ninguna gracia.

Como tampoco se la hacía Lyndsey.

Indicó la pantalla.

– Que la dispongan también para partir. Inmediatamente.

– ¿Lo cree prudente?

– Eso es asunto mío.

El otro sonrió.

– ¿Una pequeña diversión?

– ¿Le gustaría venir a verla?

– No, gracias. Prefiero quedarme aquí, en el lado chino de la frontera.

Zovastina se puso en pie.

– Yo, en su lugar, no me movería de él.

DIECINUEVE

Dinamarca

Malone permanecía con el arma a punto mientras Thorvaldsen cerraba el trato con Viktor.

– Podemos realizar el intercambio aquí -propuso el danés-. Mañana.

– No me parece usted de los que necesitan dinero -comentó Viktor.

– Soy de los que opinan que cuanto más, mejor.

Malone reprimió una sonrisa: su amigo destinaba millones de euros a causas del mundo entero. Él a menudo se preguntaba si no sería una de esas causas, dado que, hacía dos años, Thorvaldsen se había empeñado en ir a Atlanta para ofrecerle la oportunidad de cambiar de vida en Copenhague, oportunidad que había aprovechado y de la que nunca se había arrepentido.

– Siento curiosidad -afirmo Viktor-. La calidad de la falsificación era extraordinaria. ¿Quién fue el artífice?

– Alguien con talento que se enorgullece de su trabajo.

– Felicítelo de mi parte.

– Parte de sus euros irán a parar a él. -Thorvaldsen hizo una pausa-. Me gustaría hacerle yo una pregunta: ¿va a ir tras los otros dos medallones que quedan en Europa?

– ¿Usted qué cree?

– ¿Qué hay del tercero, en Samarcanda?

Viktor no contestó, pero sin duda recibió el mensaje del danés: «Sé perfectamente lo que se trae entre manos.»Viktor se dispuso a marcharse.

– Llamaré mañana.

Thorvaldsen no se levantó cuando el otro se fue.

– Espero tener noticias suyas.

La puerta delantera se abrió y se cerró.

– Cotton -dijo Thorvaldsen al tiempo que se sacaba una bolsa de papel del bolsillo-, tenemos poco tiempo. Mete aquí con cuidado la caja con el medallón.

Él comprendió en el acto.

– ¿Las huellas? ¿Por eso le diste la moneda?

– Ya viste que no tocó nada, pero tenía que coger el medallón para darnos el cambiazo.

Malone se sirvió del cañón del arma para empujar el estuche de plástico, procurando que cayera de plano en el receptáculo. Luego arrebujó la parte superior de éste, dejando una bolsa de aire. Conocía el procedimiento. A diferencia de lo que se veía en televisión, el papel, y no el plástico, era el mejor material para guardar unas huellas, ya que la probabilidad de que éstas se desdibujaran era mucho menor.

El danés se puso en pie.

– Vámonos. -Vio que su amigo se paseaba por la habitación con la cabeza gacha-. Hemos de darnos prisa.

Malone reparó en que Thorvaldsen se dirigía a la parte posterior de la casa.

– ¿Adónde vas?

– A salir de aquí.

Él echó a andar en pos de su amigo y ambos salieron por la puerta de la cocina a una terraza con barandilla que daba al mar. A unos cuarenta y cinco metros se veía un muelle entre la rocosa costa donde aguardaba una motora. El cielo matinal se había encapotado. Acechaban unos nubarrones plomizos y un viento fresco procedente del norte azotaba el estrecho, arremolinando las espumosas aguas pardas.

– ¿Nos vamos? -preguntó él cuando Thorvaldsen hubo bajado de la terraza.

El danés seguía moviéndose con asombrosa rapidez, teniendo en cuenta su espalda deforme.

– ¿Dónde está Cassiopeia? -se interesó Malone.

– En aprietos -contestó su amigo-. Pero es nuestra única salvación.

Cassiopeia vio que el hombre salía de la casa, se subía a su coche de alquiler y bajaba a toda velocidad el sendero bordeado de árboles que enlazaba con la carretera. Acto seguido encendió una pantalla de cristal líquido portátil que estaba conectada por radio a dos cámaras de vídeo que ella misma había instalado la semana anterior: una en la entrada a la carretera y la otra en lo alto de un árbol, a cincuenta metros de la casa.

En el minúsculo monitor, el vehículo se detuvo. Rajarruedas salió del bosque, y el conductor abrió la portezuela y salió. Ambos hombres echaron a correr unos metros por el sendero, hacia la casa.

Cassiopeia sabía exactamente a qué esperaban, así que apagó el dispositivo y abandonó su escondite.

Viktor aguardó para comprobar si tenía razón. Había aparcado el coche a la vuelta de un recodo, en el camino de tierra apisonada, y observaba la casa al amparo del tronco de un árbol.

– Ésos no irán a ninguna parte -aseguró Rafael-. Tienen dos ruedas pinchadas.

Viktor sabía que la mujer debía de haber estado vigilando.

– No fingí en ningún momento -aseguró Rafael-. Actué como si estuviera en guardia y no me percatara de nada.

Eso era lo que Viktor le había ordenado hacer.

Se sacó del bolsillo el medallón que había conseguido robar. Las órdenes de la ministra Zovastina eran claras: recuperarlos y devolverlos intactos. Ya tenían cinco; sólo faltaban tres.

– ¿Cómo eran? -quiso saber Rafael.

– Desconcertantes.

Lo decía en serio: había previsto sus movimientos, casi demasiado bien, lo cual le preocupaba.

La misma mujer delgada de movimientos felinos salió del bosque. Seguro que había visto las ruedas rajadas y corría a informar a los suyos. Lo complació saber que estaba en lo cierto. Sin embargo, ¿por qué la mujer no lo había impedido? Tal vez su cometido sólo fuese observar. Se percató de que llevaba algo pequeño y rectangular, y deseó haber traído unos prismáticos.

Rafael se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo el control remoto. Viktor apoyó una mano en el brazo de su compañero y advirtió:

– Aún no.

La mujer se detuvo, examinó las ruedas y corrió hacia la puerta principal.

– Dale tiempo.

Tres horas antes, después de fijar el encuentro, habían ido directamente allí. Un reconocimiento a fondo confirmó que la casa estaba vacía, de manera que escondieron bolsas de fuego griego bajo la elevada base y en el desván. En lugar de que una de las tortugas prendiera fuego a la mezcla, habían manipulado una batería de radio.