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– Eres mi médico -susurró Alejandro-. Mi vida está en tus manos, la vida de todos a quienes aprecio está en tus manos. Y, sin embargo, me has fallado. -El dominio de sí mismo sucumbió al dolor, y reprimió el deseo de llorar de nuevo-. Con un accidente.

Apoyó la espada de plano en las tensas cuerdas.

– Por favor, mi rey, te lo suplico. No fue culpa mía. No merezco esto.

Alejandro clavó la vista en el médico.

– ¿Que no fue culpa tuya? -El dolor dio paso en el acto a la ira-. ¿Cómo puedes decir tal cosa? -Alzó la espada-. Tu deber era ayudar.

– Mi rey, me necesitas. Soy el único, salvo tú mismo, que sabe del líquido. Si llegara a necesitarse y tú te vieses imposibilitado, ¿cómo lo obtendrías?

El hombre hablaba de prisa, probando cualquier cosa que pudiera funcionar.

– Se puede enseñar a otros.

– Pero requiere destreza, conocimientos.

– Tu destreza de nada le sirvió a Hefestión. Y tampoco se benefició de tus grandes conocimientos. -Las palabras tomaron forma, pero a él le costaba pronunciarlas. Finalmente se armó de valor y dijo, más para sí que para su víctima-: Está muerto.

El último otoño en Ecbatana iba a ser testigo de un gran espectáculo: un festival en honor de Dioniso con competiciones atléticas, música y tres mil actores y artistas recién llegados de Grecia para entretener a las tropas. La bebida y la diversión deberían haber durado semanas, pero los festejos cesaron cuando Hefestión cayó enfermo.

– Le dije que no comiera -afirmó Glaucias-, pero no me escuchó. Comió ave y bebió vino. Le dije que no lo hiciera.

– Y tú, ¿dónde estabas? -No esperó a que le respondiera-. En el teatro, viendo una función. Mientras mi Hefestión agonizaba.

Sin embargo, Alejandro se hallaba en el estadio, presenciando una carrera, y esa sensación de culpa aumentaba su ira.

– La fiebre, mi rey. Conoces su fuerza. Llega de prisa y se apodera de uno. Nada de comida. No se puede comer. Lo sabíamos por la última vez. Si se hubiese abstenido habría dado tiempo a que llegara el bebedizo.

– Deberías haber estado allí -gritó Alejandro, y vio que sus tropas lo oían. Se tranquilizó y añadió casi en un susurro-: El bebedizo debería haber estado disponible.

Reparó en que sus hombres estaban inquietos. Necesitaba recuperar el control. ¿Qué había dicho Aristóteles? «Un rey habla sólo a través de sus actos.» Ése era el motivo por el que había roto con la tradición ordenando embalsamar el cuerpo de Hefestión. Siguiendo más aún la prosa de Homero, al igual que Aquiles había hecho con su caído Patroclo, él había ordenado cortar las crines y la cola de todos los caballos. Prohibió que se tocase cualquier instrumento musical y envió emisarios al oráculo de Amón para averiguar cuál sería el mejor modo de recordar a su amado. Después, para aliviar su dolor, cayó sobre los casitas y pasó a cuchillo a la nación entera: su ofrenda a la desdibujada sombra de su amado Hefestión.

La ira lo dominó.

Y así seguía siendo.

Describió un molinete con la espada y detuvo el arma cerca del barbado rostro de Glaucias.

– La fiebre ha vuelto a apoderarse de mí -musitó.

– En tal caso, mi rey, me necesitarás. Puedo ayudarte.

– ¿Como ayudaste a Hefestión?

Todavía veía, de tres días antes, la pira funeraria de su amigo: cinco plantas de altura, un estadio cuadrado de base, decorada con águilas, proas de naves, leones, toros y centauros dorados. Habían llegado mensajeros de todo el Mediterráneo para verla arder.

Y todo ello debido a la incompetencia de aquel hombre.

Hizo girar la espada y la situó tras el médico.

– No necesitaré tu ayuda.

– ¡No, por favor! -chilló Glaucias.

Alejandro fue cortando las tirantes hebras de cuerda con el afilado acero. Parecía purgar su ira con cada golpe. Hundía el filo en el haz y las fibras se soltaban con un ruido seco, como huesos quebrados. Un golpe más y la espada acabó con el último atisbo de resistencia. Las dos palmeras, liberadas de sus ataduras, salieron disparadas hacia el cielo, una a la izquierda, la otra a la derecha, Glaucias en medio.

El médico gritó cuando su cuerpo detuvo momentáneamente el repliegue de los árboles, luego sus brazos se desencajaron y su pecho estalló en una cascada carmesí.

Las ramas de las palmeras repiquetearon como el agua al caer y los troncos se resintieron de su vuelta a la verticalidad.

El cuerpo de Glaucias golpeó la mojada tierra, los brazos y parte del pecho pendiendo de las ramas. El silencio regresó cuando los árboles volvieron a verse erguidos. Ni un solo soldado dijo nada.

Alejandro se encaró con sus hombres y chilló:

– ¡Alalalalai!

Ellos repitieron el canto de guerra macedonio, sus gritos resonando por la húmeda planicie y rebotando en las fortificaciones de Babilonia. Los que observaban desde lo alto de las murallas devolvieron el grito. Él aguardó a que el sonido se acallara y exclamó:

– ¡No lo olvidéis nunca!

Sabía que se preguntarían si se refería a Hefestión o al desventurado que acababa de pagar el precio de decepcionar a su rey.

Pero nada de ello importaba.

Ya no.

Hincó la espada en la blanda tierra y retrocedió hasta donde se encontraba su caballo. Lo que le había dicho al médico era cierto: volvía a ser presa de la fiebre.

Y ésta era bienvenida.

PRIMERA PARTE

UNO

Copenhague, Dinamarca

Sábado, 18 de abril, en la actualidad

23.55 horas

El olor hizo que Cotton Malone recobrara el sentido. Fuerte, acre, un tanto sulfúreo. Y algo más: dulzón y nauseabundo. Como la muerte.

Abrió los ojos.

Yacía boca abajo en el suelo, los brazos extendidos, las palmas contra la noble madera, que -reparó en el acto- estaba pegajosa.

¿Qué había ocurrido?

Había asistido a la asamblea de abril de la Sociedad Danesa de Libreros Anticuarios, a unas manzanas al oeste de su librería, cerca del alegre Tivoli. Le gustaban dichas reuniones mensuales, y ésa no había sido una excepción. Unas copas, un puñado de amigos y mucho hablar de libros. Al día siguiente, por la mañana, había quedado con Cassiopeia Vitt. Su llamada el día anterior pidiendo que se vieran lo había sorprendido. No sabía nada de ella desde Navidad, tiempo en que había pasado unos días en Copenhague. Él volvía a casa en bicicleta, disfrutando de la agradable noche primaveral, cuando decidió pasarse por el insólito lugar donde ella lo había citado: el Museo Grecorromano, una vieja costumbre heredada de su antigua profesión. Cassiopeia rara vez hacía nada de forma impulsiva, de modo que no era mala idea adelantarse un tanto a los acontecimientos.

Encontró el inmueble, que daba al canal de Frederiksholms, y reparó en que en el oscuro edificio había una puerta entreabierta, una puerta que por regla general debería estar cerrada y con la alarma activada. Aparcó la bicicleta. Lo menos que podía hacer era cerrar la puerta y llamar a la policía cuando llegara a casa.

Sin embargo, lo último que recordaba era haber agarrado el tirador.

Ahora se hallaba en el interior del museo.

Con la luz que se colaba por las ventanas con doble acristalamiento vio un espacio decorado con el típico estilo danés: una elegante mezcla de acero, madera, cristal y aluminio. Sentía la parte derecha de la cabeza a punto de estallar, y al palparla notó un bulto reciente.

Se sacudió la niebla que envolvía su cerebro y se puso en pie.

Había visitado el museo una vez y su colección de artefactos griegos y romanos no le había impresionado gran cosa. Sólo era una más de las cien o ciento y pico de colecciones privadas que había en Copenhague, de temática tan variada como la población de la ciudad.