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La mujer desapareció en el interior de la casa.

Viktor contó en silencio hasta diez y se preparó para levantar la mano del brazo de Rafael.

Malone estaba de pie en la lancha, con Thorvaldsen a su lado.

– ¿Cómo que Cassiopeia está en aprietos?

– La casa está repleta de fuego griego. Esos dos se nos adelantaron y lo dispusieron todo. Ahora que está en posesión del medallón, Viktor no tiene intención de dejarnos salir con vida.

– Y están esperando para asegurarse de que Cassiopeia se encuentra dentro.

– Eso creo. Pero estamos a punto de ver si es así.

Cuando la puerta se cerró, Cassiopeia cruzó la casa a todo correr. La maniobra era arriesgada. Su única esperanza residía en que los ladrones le diesen unos segundos antes de hacer detonar la mezcla. Los nervios le hormigueaban, su cerebro funcionaba a mil por hora, la melancolía sustituida por una descarga de adrenalina.

En el museo, Malone había notado su nerviosismo, había intuido que algo iba mal.

Y así era.

Sin embargo, en ese momento no podía preocuparse por ello. Ya había malgastado bastante energía en cosas que no podía cambiar. En ese preciso instante encontrar la puerta trasera era lo único importante.

Salió de sopetón al apagado día.

Malone y Thorvaldsen esperaban en la motora.

La casa impedía que los matones viesen cómo escapaban desde el camino de delante. Ella aún sostenía la pantalla compacta.

Quedaban sesenta metros hasta el agua.

Saltó desde la terraza de madera.

Malone vio que Cassiopeia abandonaba la casa y corría hacia ellos.

Quince metros.

Nueve.

Se oyó un tremendo silbido y la casa se incendió de repente. Si un segundo antes estaba intacta, ahora las llamas asomaban por las ventanas y por la parte inferior y se alzaban hacia el cielo por el tejado. Como el papel flash que utilizaban los magos, pensó él. Ninguna explosión; combustión instantánea. Total. Absoluta. Y, dada la ausencia de agua salada, imparable.

Cassiopeia llegó al muelle y subió a la lancha.

– Por los pelos -dijo Malone.

– Agáchate -pidió ella.

Se agazaparon en la lancha y Malone vio que ella ajustaba un receptor de vídeo y aparecía la imagen de un coche.

A él subieron dos hombres, y Malone reconoció a Viktor. El vehículo se alejó y desapareció de la pantalla. Cassiopeia pulsó un interruptor y otra imagen les mostró que el coche entraba en la carretera.

Thorvaldsen daba la impresión de estar satisfecho.

– Parece que la treta ha funcionado.

– ¿No crees que podrías haberme dicho lo que estaba pasando? -espetó Malone.

Cassiopeia le dirigió una sonrisa burlona.

– ¿Y dónde habría estado la gracia?

– El tipo ese tiene el medallón.

– Que es exactamente lo que queríamos -apuntó Thorvaldsen.

La casa seguía ardiendo, nubes de humo subiendo hacia el cielo. Cassiopeia arrancó el motor fuera borda y dirigió la embarcación hacia mar abierto. La mansión de la costa del danés se hallaba a escasos kilómetros al norte.

– Pedí que me mandaran la lancha nada más llegar -explicó éste mientras agarraba a Malone por el brazo y lo llevaba a popa. Un rocío de agua fría y salada salpicaba la proa-. Te agradezco que hayas venido. Íbamos a pedirte que nos ayudaras hoy, después de que acabaran con el museo. Por eso Cassiopeia quedó contigo. Necesita tu ayuda, pero dudo que vaya a pedírtela ahora.

Malone quería hacer más preguntas, pero sabía que no era el momento. Su respuesta, no obstante, se hallaba fuera de toda duda:

– La tiene. -Hizo una pausa-. Ambos la tenéis.

Thorvaldsen le apretó el brazo en señal de reconocimiento. Cassiopeia miraba concentrada al frente, guiando la lancha entre el oleaje.

– ¿Es malo? -quiso saber Malone.

El rugido del motor y el viento hicieron que sólo Thorvaldsen oyera la pregunta.

– Bastante. Pero ahora hay esperanza.

VEINTE

Provincia de Xinjiang, China

15.30 horas

En la parte posterior del helicóptero, Zovastina permanecía en su asiento con el cinturón abrochado. Por regla general viajaba de manera más lujosa, pero ese día había preferido el aparato militar, más rápido. Lo pilotaba un miembro de su Batallón Sagrado. La mitad de su guardia personal, incluido Viktor, tenía licencia de piloto. Iba sentada frente a la presa del laboratorio y junto a ella había otro de sus guardaespaldas. La habían subido a bordo esposada, pero Zovastina había ordenado que la soltaran.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó a la mujer.

– ¿Acaso importa?

Hablaban a través de los auriculares en jakasio, idioma que ella sabía que ninguno de los otros pasajeros entendía.

– ¿Cómo te encuentras?

La mujer vaciló antes de responder, como si se planteara si mentir o no.

– Hacía años que no me sentía tan bien.

– Me alegro. Nuestro objetivo es mejorar la vida de nuestros ciudadanos. Tal vez cuando salgas de prisión sepas apreciar más nuestra nueva sociedad.

Una mirada de desprecio se dibujó en el rostro marcado de la mujer. Nada en ella era atractivo, y Zovastina se preguntó cuántas derrotas habrían hecho falta para despojarla de todo amor propio.

– Dudo que vaya a formar parte de su nueva sociedad, ministra. Mi condena es larga.

– Me han dicho que te viste envuelta en una operación de tráfico de cocaína. Si los soviéticos siguieran aquí, te habrían ejecutado.

– ¿Los rusos? -La mujer rió-. Ellos eran quienes compraban la droga.

A Zovastina no le extrañó.

– Así es la nueva vida.

– ¿Qué ha sido de los otros que fueron conmigo?

Zovastina decidió ser sincera.

– Han muerto.

Aunque era evidente que la mujer estaba acostumbrada a las dificultades, ella notó cierta inquietud. Comprensible, la verdad. Allí estaba ella, a bordo de un helicóptero con la ministra de la Federación de Asia Central, después de sacarla de la cárcel de prisa y corriendo y de someterla a una prueba médica desconocida de la cual era la única superviviente.

– Me ocuparé de que te reduzcan la condena. Aunque es posible que tú no nos aprecies, la Federación sí aprecia tu ayuda.

– ¿Se supone que debo mostrarme agradecida?

– Te ofreciste voluntaria.

– No recuerdo que nadie me diera otra opción.

La mujer miró por la ventanilla los silentes picos de la cordillera del Pamir, que señalaban la frontera y el territorio amigo, y Zovastina se percató de ello.

– ¿No quieres formar parte de lo que está a punto de suceder?

– Quiero ser libre.

A Zovastina se le pasó por la cabeza algo de sus años universitarios que Sergej había dicho hacía tiempo: la ira siempre parecía ir dirigida contra los individuos; el odio prefería a las clases. El tiempo curaba la ira, pero nunca el odio. De manera que preguntó:

– ¿Por qué albergas tanto odio?

La mujer la estudió con cara inexpresiva.

– Debería haber sido uno de los que murieron.

– ¿Por qué?

– Sus cárceles son sitios feos de los que pocos salen.

– Lógico, es para disuadir a la gente de ingresar en ellas.

– Muchos no tienen elección. -La mujer hizo una pausa-. A diferencia de usted, ministra.

El bastión montañoso aumentó de tamaño en la ventanilla.

– Hace siglos, los griegos vinieron al este y cambiaron el mundo. ¿Lo sabías? Conquistaron Asia, cambiaron nuestra cultura. Ahora los asiáticos están a punto de ir al oeste para hacer eso mismo. Tú estás contribuyendo a que sea posible.

– Me importan un bledo sus planes.

– Mi nombre, Irina, Eirene en griego, significa «paz». Eso es lo que buscamos.

– ¿Y matar a prisioneros traerá esa paz?