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A la mujer le daba igual el destino; por el contrario, la vida entera de Zovastina parecía haber estado predestinada. Por el momento había forjado un nuevo orden político, igual que Alejandro. En sus oídos resonó alto y claro otra lección de Sergej: «Recuerda, Irina, lo que Arriano dijo de Alejandro: que siempre fue su propio rival.» Sólo en los últimos años había llegado a entender ese mal. Miró con fijeza a la mujer que había echado a perder su vida por unos miles de rublos.

– ¿Sabes quién era Menandro?

– No, pero imagino que me lo va a decir usted.

– Era un dramaturgo griego del siglo IV a. J.C. Escribía comedias.

– Prefiero las tragedias.

Zovastina empezaba a hartarse de tanto derrotismo. No se podía cambiar a todo el mundo. A diferencia del coronel Enver, que había visto las posibilidades que ella le ofrecía y se había reformado por propia voluntad. Hombres como él resultarían útiles en años venideros, pero esa pobre alma no era más que la personificación del fracaso.

– Menandro escribió algo que siempre me ha parecido cierto: «Si quieres vivir una vida sin dolor, has de ser un dios o un cadáver.»Zovastina extendió la mano y le soltó los correajes. El guardaespaldas, sentado junto a la rea, abrió de golpe la portezuela de la cabina. La mujer pareció aturdida momentáneamente al sentir el gélido aire y oír el rugido del motor.

– Yo soy un dios -afirmó Zovastina-. Tú, un cadáver.

El guardaespaldas le arrancó el auricular a la mujer, que al parecer comprendió lo que estaba a punto de ocurrir y empezó a oponer resistencia.

Pero él le dio un empujón.

Zovastina vio cómo el cuerpo giraba en el aire cristalino y desaparecía en los picos más abajo.

El hombre cerró la portezuela y el aparato siguió rumbo hacia el oeste, de vuelta a Samarcanda.

Por vez primera desde esa mañana se sentía satisfecha.

Ahora todo estaba bien.

SEGUNDA PARTE

VEINTIUNO

Amsterdam, Países Bajos

19.30 horas

Stephanie Nelle salió del taxi con dificultad y se puso a toda prisa la capucha del abrigo. La lluvia de abril caía con fuerza y el agua se remansaba entre los rugosos adoquines, corriendo furiosa hacia los canales de la ciudad. La responsable, una intensa tormenta procedente del mar del Norte que se había desatado hacía un rato, se ocultaba ahora tras las nubes color añil, pero la luz de las farolas permitía ver un persistente calabobos.

Se abrió paso entre la lluvia, las desnudas manos en los bolsillos del abrigo. Cruzó un puente peatonal con arcadas, entró en la Rembrandtplein y se fijó en que la inclemente tarde no había enfriado los ánimos de los que atestaban peepshows, clubes de ligoteo, bares de ambiente y locales de striptease de la plaza.

Ahondando más aún en las entrañas del barrio chino, dejó atrás los burdeles, sus escaparates plagados de chicas que prometían placer envueltas en cuero y encaje. En uno de ellos, una asiática con ropa ceñida y parafernalia bondage ocupaba un asiento acolchado y ojeaba las páginas de una revista.

A Stephanie le habían dicho que la noche no era el momento más amenazador para visitar el famoso barrio. La desesperación matinal de los yonquis de paso y la crispación de primera hora de la tarde de los chulos, que esperaban a que se reanudara el negocio nocturno, solían resultar más impactantes. Sin embargo, le habían advertido que el extremo norte, cerca de la plaza Nieuwmarkt, en una zona no tan concurrida, desprendía continuamente una callada sensación de peligro, de manera que se puso en guardia al atravesar la invisible línea. Sus ojos se movían atrás y adelante como los de un gato que estuviera de ronda, sus pasos encaminados sin vacilar hacia el café que se encontraba al final de la calle.

El Jan Heuval ocupaba la planta baja de un almacén de tres pisos. Era un café marrón, uno de los cientos que tachonaban la Rembrandtplein. Abrió la puerta con decisión y percibió en el acto el tufo a cannabis junto con la ausencia de letreros en los que se leyera «Prohibido consumir drogas».

El café estaba abarrotado, el tibio aire saturado de una niebla alucinógena que olía a cuerda chamuscada. El olor a pescado frito y castañas asadas se mezclaba con aquella vaharada narcótica y hacía que le escocieran los ojos. Se quitó la capucha y se sacudió la lluvia en las mojadas baldosas de la entrada.

Entonces vio a Klaus Dyhr. Treinta y tantos, rubio, tez blanca y rostro curtido; justo como se lo habían descrito.

Stephanie se recordó por enésima vez la razón de que se encontrara allí: devolver un favor. Cassiopeia Vitt le había pedido que se pusiera en contacto con Dyhr, y dado que le debía a su amiga al menos un favor, difícilmente podría haberse negado. Antes de comunicarse con él había hecho averiguaciones y se había enterado de que Dyhr había nacido en Holanda, se había formado en Alemania y trabajaba de químico para un fabricante de plásticos local. Su obsesión eran las monedas -al parecer, tenía una colección impresionante-, y una en concreto había despertado el interés de su amiga musulmana.

El holandés estaba solo cerca de una mesa que le llegaba a la altura del pecho, disfrutando de una cerveza tostada y masticando pescado frito. Un cigarrillo liado se consumía en un cenicero, y las densas espirales de neblina verde que subían no eran de tabaco.

– Soy Stephanie Nelle -se presentó ella en inglés-. La que llamó.

– Dijo que estaba interesada en comprar.

Ella captó la brusquedad del tono, que advertía: dime lo que quieres, págame y me iré por donde he venido. También reparó en sus vidriosos ojos, que casi no tenían remedio. Hasta ella empezaba a sentirse colocada.

– Como le dije por teléfono, quiero el medallón con el elefante.

Él bebió un trago de cerveza.

– ¿Por qué? No es importante. Tengo muchas otras monedas que valen mucho más. A buen precio.

– No lo dudo, pero quiero el medallón. Usted dijo que estaba a la venta.

– Dije que dependía de lo que estuviera dispuesta a pagar.

– ¿Puedo verlo?

Klaus se metió la mano en el bolsillo. Stephanie cogió la oblonga moneda que él le tendió y la examinó a través de su funda de plástico: en una cara, un guerrero; en la otra, un elefante de guerra montado que desafiaba a un jinete. Del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, las imágenes casi borradas.

– No tiene ni idea de lo que es, ¿no? -preguntó Klaus.

Ella decidió ser franca.

– Estoy haciendo esto por alguien.

– Quiero seis mil euros.

Cassiopeia le había dicho que pagara lo que hiciera falta, el precio era irrelevante. Sin embargo, mientras observaba la enfundada pieza se preguntó por qué algo tan anodino podía revestir tanta importancia.

– Sólo se conocen ocho -explicó él-. Seis mil euros es una ganga.

– ¿Sólo ocho? Entonces, ¿por qué venderla?

Él cogió la colilla, dio una profunda calada y, tras retenerla, expulsó lentamente un humo denso.

– Necesito el dinero.

Sus aceitosos ojos volvieron a caer, fijos en la cerveza.

– ¿Tan mal están las cosas? -quiso saber ella.

– Como si a usted le importara.

En ese preciso instante, dos hombres flanquearon a Klaus: uno rubio y el otro moreno. Ambos rostros eran una contradictoria mezcla de rasgos árabes y asiáticos. Fuera seguía lloviendo, pero sus abrigos estaban secos. El rubio cogió a Klaus por el brazo y le puso de plano una navaja en el estómago; el moreno le pasó un brazo por los hombros a Stephanie, con aparente cordialidad, y le acercó la punta de otra navaja a las costillas, la hoja contra el abrigo.

– El medallón -ordenó el rubio, haciendo una señal con la cabeza-. Sobre la mesa.