Выбрать главу

Ella decidió no discutir e hizo lo que le pedían.

– Ahora nos iremos -anunció el moreno mientras se metía la moneda en un bolsillo. El aliento le olía a cerveza-. No os mováis de aquí.

Stephanie no tenía intención de desafiarlos: sabía respetar las armas cuando le apuntaban.

Los dos tipos se dirigieron hacia la puerta y salieron del café.

– Se han llevado mi moneda -dijo Klaus, alzando la voz-. Voy a por ellos.

Ella no supo si lo que hablaba era la insensatez o las drogas.

– ¿Y si deja que yo me ocupe?

Él le lanzó una mirada suspicaz.

– Le aseguro que he venido preparada -afirmó Stephanie.

VEINTIDÓS

Copenhague 19.45 horas

Malone terminó de cenar en el café Norden, un restaurante de dos plantas con vistas al corazón de la Höjbro Plads. La tarde era desapacible y un intenso chaparrón de abril mojaba la casi desierta plaza. Estaba ubicado junto a una ventana de la segunda planta, disfrutando de la lluvia.

– Te agradezco que nos hayas echado una mano hoy -dijo Thorvaldsen desde el otro lado de la mesa.

– ¿Que casi salto por los aires? ¿Dos veces? ¿Para qué están los amigos?

Apuró su crema de tomate. En el café servían una de las mejores que había tomado nunca. Tenía un montón de preguntas, pero sabía que las respuestas, como solía ocurrir con Thorvaldsen, le llegarían racionadas.

– En la casa, Cassiopeia y tú dijisteis algo acerca del cuerpo de Alejandro Magno, que sabéis dónde está. ¿Cómo es posible?

– Hemos logrado averiguar muchas cosas al respecto.

– ¿El amigo de Cassiopeia, el del museo de Samarcanda?

– Era más que un amigo, Cotton.

Eso él ya lo suponía.

– ¿Quién era?

– Ely Lund. Creció aquí, en Copenhague. Él y mi hijo, Cal, eran amigos.

Malone captó la tristeza cuando el danés mencionó el nombre de su difunto hijo, y a él le dio un vuelco el estómago al recordar aquel día de hacía dos años, en Ciudad de México, cuando el joven fue asesinado. Malone se encontraba allí, en una misión de Magellan Billet, y abatió a los pistoleros, pero también recibió un balazo. Perder a un hijo… Le resultaba inconcebible que Gary, su propio hijo, de quince años, pudiese morir.

– Mientras que Cal quería trabajar para el gobierno, a Ely le encantaba la historia. Se doctoró y se especializó en la Grecia antigua, trabajó en varios museos europeos antes de acabar en Samarcanda. El Museo de Cultura de allí posee una colección soberbia, y la Federación de Asia Central fomentaba la ciencia y el arte.

– ¿Cómo lo conoció Cassiopeia?

– Los presenté yo, hace tres años. Creí que sería bueno para ambos.

Malone dio un sorbo a su bebida.

– ¿Qué pasó?

– Él murió, hace algo menos de dos meses; fue un duro golpe para ella.

– ¿Lo quería?

Su amigo se encogió de hombros.

– Con ella es difícil saberlo. Rara vez muestra sus sentimientos.

Sin embargo, lo había hecho antes. Su tristeza al ver arder el museo, los ausentes ojos clavados en el otro lado del canal, su negativa a mirarlo a él. Nada expresado, tan sólo sentido.

Cuando llegaron con la motora a Christiangade, Malone pidió respuestas, pero Thorvaldsen le prometió explicárselo todo en la cena. Así que él había vuelto a Copenhague, dormido un poco y trabajado el resto de la jornada en la librería. En un par de ocasiones sus pies lo llevaron a la sección de historia, donde encontró algunos volúmenes sobre Alejandro Magno y Grecia. Pero a lo que más le daba vueltas era a una frase de Thorvaldsen: «Cassiopeia necesita tu ayuda.»

Ahora empezaba a entender.

Al otro lado de la plaza, por la ventana, vio salir a Cassiopeia de su librería, corriendo bajo la lluvia con algo bajo el brazo en una bolsa de plástico. Hacía media hora, él le había entregado la llave de la tienda para que pudiera utilizar el ordenador y el teléfono.

– La esperanza de dar con el cuerpo de Alejandro se cifra en Ely y en el manuscrito que descubrió -explicó Thorvaldsen-. En un principio, Ely le pidió a Cassiopeia que localizara los medallones con elefante, pero cuando empezamos a averiguar su paradero descubrimos que ya había alguien buscando.

– ¿Cómo relacionó Ely los medallones con el manuscrito?

– Examinó el de Samarcanda y encontró las microletras: ZH. Guardan relación con el manuscrito. Cuando Ely murió, Cassiopeia quiso saber qué estaba pasando.

– Así que vino a pedirte ayuda.

El danés asintió.

– No pude negarme.

Malone sonrió. ¿Cuántos amigos comprarían un museo entero y duplicarían todo cuanto había en su interior sólo para que pudiera quedar reducido a cenizas?

Cassiopeia desapareció bajo el alféizar de la ventana, y él oyó abrir y cerrar la puerta del café y luego pasos que subían a la segunda planta por la escalera metálica.

– Hoy te has mojado a más no poder -dijo Malone cuando ella llegó arriba.

Tenía el cabello recogido en una coleta, los pantalones vaqueros y el polo con manchones de lluvia.

– Así es difícil estar guapa.

– No lo creas.

Ella lo miró y dijo:

– Qué encantador estás esta noche.

– Tengo mis momentos.

Cassiopeia sacó el ordenador portátil de la bolsa de plástico y le dijo a Thorvaldsen:

– Me lo he bajado todo.

– De haber sabido que ibas a traerlo con esta lluvia te habría pedido algo en prenda -comentó Malone.

– Has de ver esto.

– Le he contado lo de Ely -dijo Thorvaldsen.

El comedor estaba poco iluminado y vacío. Malone comía allí tres o cuatro veces por semana, siempre en la misma mesa, casi a la misma hora. Disfrutaba con la soledad.

Cassiopeia lo miró y él dijo:

– Lo siento.

Y de veras lo sentía.

– Te lo agradezco.

– Y yo te agradezco que me salvaras el culo.

– Habrías salido de todas formas. Yo sólo aceleré las cosas.

Recordando el aprieto en que se había visto, Malone no estaba tan seguro de ello.

Quería hacer más preguntas sobre Ely Lund, sentía curiosidad por saber cómo había conseguido atravesar su coraza emocional. Al igual que en su caso, estaba debidamente blindado. Sin embargo, guardó silencio, como solía hacer cuando los sentimientos eran ineludibles.

Cassiopeia encendió el portátil e hizo aparecer en pantalla varias imágenes escaneadas. Palabras. De un gris espectral, borrosas en algunos lugares y todas ellas en griego.

– Alrededor de una semana después de que Alejandro Magno muriera, en el año 323 a. J.C., llegaron a Babilonia embalsamadores egipcios -explicó-. Aunque era verano y hacía un calor infernal, encontraron su cuerpo incorrupto, el macedonio parecía vivo, lo cual se consideró una señal divina de la grandeza de Alejandro.

Malone había leído acerca de eso mismo antes.

– Una señal… Probablemente aún siguiera con vida, en un coma terminal.

– Eso es lo que se cree hoy, pero por aquel entonces se desconocía ese estado, de manera que se pusieron manos a la obra y lo momificaron.

Malone sacudió la cabeza.

– Increíble. El mayor conquistador de su tiempo, muerto por unos embalsamadores.

Cassiopeia sonrió para indicar su conformidad.

– El proceso de momificación solía llevar varios días, pues la idea era secar el cuerpo para impedir su deterioro. Pero en el caso de Alejandro utilizaron un método distinto: lo sumergieron en miel blanca.

Él sabía que la miel era una sustancia que no se descomponía. El tiempo cristalizaría, pero no destruiría, su composición, que se podría reconstituir fácilmente aplicando calor.

– La miel habría conservado a Alejandro, por dentro y por fuera, mejor que la momificación -explicó ella-. Al cabo, el cuerpo fue envuelto en cartonaje de oro, introducido en un sarcófago también de oro, ataviado con túnicas y una corona y rodeado de más miel. Así permaneció, en Babilonia, durante un año mientras se construía un carruaje con joyas incrustadas. Después el cortejo fúnebre abandonó Babilonia.