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– Cotton, deja que te explique qué fue lo que suscitó nuestro interés -dijo ella-. Ya te hemos contado algo antes, lo de la fluorescencia de rayos X. Un investigador del Museo de Cultura de Samarcanda fue el primero en aplicar la técnica, pero a Ely se le ocurrió la idea de examinar textos bizantinos medievales. Ahí fue donde encontró los escritos en un plano molecular.

– El pergamino reutilizado se llama palimpsesto -aclaró Thorvaldsen-. La verdad es que es bastante ingenioso. Después de que los monjes raspaban la tinta original y escribían en las páginas en blanco, cortaban las hojas y las ponían de lado, consiguiendo lo que vendrían a ser los libros de hoy en día.

– Es evidente que gran parte del pergamino original se perdía con tanto destrozo, porque rara vez se mantenían juntos pergaminos originales -prosiguió Cassiopeia-. Sin embargo, Ely encontró varios que estaban relativamente intactos. En uno de ellos descubrió algunos teoremas perdidos de Arquímedes. Extraordinario, dado que en la actualidad no se conserva casi nada de lo que él escribió. -Miró fijamente a Malone-. En otro dio con la fórmula del fuego griego.

– ¿Y a quién se lo contó? -quiso saber él.

– A Irina Zovastina -contestó Thorvaldsen-. Ministra de la Federación de Asia Central. Zovastina pidió que no desvelara lo que descubriera, al menos durante un tiempo. Y, dado que era ella la que pagaba las facturas, Ely difícilmente podía negarse. También lo animó a analizar más manuscritos del museo.

– Ely entendía esa necesidad de secretismo -intervino Cassiopeia-. Las técnicas eran novedosas y tenían que asegurarse de que lo que estaban encontrando era auténtico. No vio mal alguno en esperar. A decir verdad, quería examinar tantos manuscritos como pudiera antes de que el asunto se hiciera público.

– Pero te lo contó a ti -objetó Malone.

– Estaba entusiasmado y quería compartir su entusiasmo. Sabía que yo no diría nada.

– Hace cuatro meses, Ely tropezó con algo extraordinario en uno de los palimpsestos -contó el danés-: el relato de Jerónimo de Cardia. Jerónimo era amigo y compatriota de Eumenes, uno de los generales de Alejandro Magno, que además ejercía de secretario personal de éste. Hasta nosotros sólo han llegado fragmentos de las obras de Jerónimo, pero se sabe que son bastante fiables. Ely descubrió un relato completo, de la época de Alejandro, contado por un observador que gozaba de credibilidad. -Thorvaldsen hizo una pausa-. Es un señor relato, Cotton. Leíste algo antes sobre la muerte de Alejandro y el bebedizo.

Cassiopeia sabía que Malone estaba intrigado. En ocasiones le recordaba a Ely. Ambos hombres se servían del humor para burlarse de la realidad, eludir un tema, tergiversar un argumento o, lo más irritante, no implicarse. Pero si Malone destilaba seguridad física, dominio de su entorno, los puntos fuertes de Ely eran una inteligencia reflexiva y un corazón tierno. Menuda pareja formaban: ella, morena, de cabello oscuro, española y musulmana; él, de tez blanca, escandinavo y protestante. Sin embargo, le encantaba estar a su lado.

Toda una novedad para ella en mucho tiempo.

– Cotton, alrededor de un año después de la muerte de Alejandro, en el invierno del 321 a. J.C., su cortejo fúnebre finalmente salió de Babilonia -continuó Cassiopeia-. A esas alturas, Pérdicas ya había decidido enterrar a Alejandro en Macedonia, lo que se oponía al deseo que había manifestado el conquistador en su lecho de muerte de ser sepultado en Egipto. Ptolomeo, otro de los generales, había reivindicado su porción del Imperio egipcio, y ya se encontraba allí ejerciendo de sátrapa. Pérdicas, por su parte, actuaba de regente del infante, Alejandro IV. Según la constitución macedonia, era preciso que el nuevo gobernante enterrara debidamente a su predecesor…

– Y si Pérdicas permitía que Ptolomeo enterrara a Alejandro en Egipto, ello podría darle mayor derecho al trono a Ptolomeo.

Ella asintió.

– Además, por aquel entonces existía una profecía según la cual, si se dejaba de enterrar a los reyes en suelo macedonio, la estirpe real se extinguiría. Al final, Alejandro Magno no fue enterrado en Macedonia y la estirpe real se extinguió.

– He leído lo que pasó -afirmó Malone-. Ptolomeo asaltó el cortejo fúnebre en lo que actualmente es el norte de Siria y llevó el cuerpo a Egipto. Pérdicas intentó dos veces lanzar una invasión por el Nilo, pero sus oficiales acabaron rebelándose y lo mataron a puñaladas.

– Entonces Ptolomeo hizo algo inesperado -intervino Thorvaldsen-. Rehusó la regencia que le ofreció el ejército. Podía haber sido soberano de todo el imperio, pero dijo que no y centró toda su atención en Egipto. Extraño, ¿no?

– Puede que no quisiera ser rey. Por lo que he leído, la traición y el cinismo estaban tan a la orden del día que nadie vivía mucho tiempo. El asesinato sencillamente formaba parte del proceso político.

– O puede que Ptolomeo supiera algo que nadie más sabía. -Cassiopeia vio que Malone aguardaba su explicación-. Que el cuerpo que descansaba en Egipto no era el de Alejandro.

Él sonrió.

– Me sé esas historias. Supuestamente, después de asaltar el cortejo, Ptolomeo mandó crear un doble de Alejandro que sustituyó el cuerpo real. Después les dio a Pérdicas y a otros la oportunidad de llevárselo. Pero no son más que relatos, no existen pruebas que los corroboren.

Ella negó con la cabeza.

– Yo estoy hablando de algo completamente distinto. El manuscrito que encontró Ely nos dice exactamente lo que ocurrió: el cuerpo que partió hacia el oeste para ser inhumado en el 321 a. J.C. no era el de Alejandro. El año anterior, en Babilonia, habían dado el cambiazo, y Alejandro fue sepultado en un lugar conocido por muy pocos. Y esos pocos supieron guardar el secreto: nadie ha sabido nada en dos mil trescientos años.

Habían transcurrido dos días desde que Alejandro ejecutó a Glaucias. Lo que quedaba del cuerpo del médico permanecía fuera de las murallas de Babilonia, en la tierra y los árboles, los animales aún sacando carne de los huesos. La furia del rey continuaba siendo desenfrenada. Se mostraba irritable, suspicaz y desdichado. Eumenes fue llamado a su presencia y Alejandro le dijo a su secretario que pronto moriría. La afirmación asustó a Eumenes, pues no imaginaba el mundo sin Alejandro. El rey aseguró que los dioses estaban impacientes y sus días entre los vivos estaban a punto de concluir. Eumenes escuchó, pero no dio mucho crédito a la predicción. Alejandro creía desde hacía mucho tiempo que no era hijo de Filipo, sino el descendiente mortal de Zeus. Sin duda una afirmación fantástica, pero tras todas sus grandes conquistas muchos habían llegado a coincidir con él. Alejandro habló de Roxana y del hijo que ésta llevaba en su vientre. Si era varón, tendría legítimo derecho al trono, pero Alejandro era consciente del rencor que guardarían los griegos a un gobernante medio extranjero. Le confió a Eumenes que sus Compañeros se disputarían su imperio y él no quería ser partícipe de esa lucha. «Que sean ellos quienes se labren su propio destino», dijo. El suyo ya estaba decidido. Así pues, le dijo a Eumenes que quería ser enterrado con Hefestión. Igual que Aquiles, que pidió que sus cenizas fuesen mezcladas con las de su amante, Alejandro deseaba lo mismo. «Me aseguraré de que tus cenizas y las suyas se unan», aseveró Eumenes. Pero Alejandro negó con la cabeza. «No. Entiérranos juntos.» Dado que tan sólo unos días antes Eumenes había sido testigo de la gran pira funeraria de Hefestión, preguntó cómo podía ser. Alejandro repuso que el cuerpo que había ardido en Babilonia no era el de Hefestión. Había ordenado embalsamar a su amigo el pasado otoño para que fuese transportado a un lugar donde pudiera descansar en paz para siempre. Alejandro quería eso mismo para él. «Momifícame -ordenó-, y después llévame donde también yo pueda yacer en un aire límpido.» Obligó a Eumenes a prometerle que cumpliría su deseo en secreto, haciendo partícipes tan sólo a otras dos personas que el rey nombró.