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Malone apartó la vista de la pantalla. Fuera, la lluvia arreciaba.

– ¿Adonde lo llevaron?

– La cosa se complica -replicó Cassiopeia-. Ely fechó ese manuscrito en torno a cuarenta años después de la muerte de Alejandro. -Echó mano del ordenador y fue bajando por las páginas de la pantalla-. Lee esto. También de Jerónimo de Cardia.

Qué gran error que el más grande de todos los reyes, Alejandro de Macedonia, yaciera por siempre jamás en un lugar ignoto. Aunque buscó un sitio tranquilo para descansar, uno que él mismo dispuso, tan silente destino no parece apropiado. Alejandro no se equivocaba con sus Compañeros: los generales riñeron, se mataron los unos a los otros y asesinaron a todo el que suponía una amenaza a sus reivindicaciones. Tal vez Ptolomeo fuese el más afortunado. Gobernó Egipto durante treinta y ocho años. En el último año de su reinado supo de mis esfuerzos por escribir este relato y me instó a abandonar la biblioteca de Alejandría para acudir a su palacio. Sabía de mi amistad con Eumenes y había leído con interés lo que había escrito hasta el momento. Entonces confirmó que el cuerpo que estaba enterrado en Menfis no era el de Alejandro. Ptolomeo dejó claro que lo sabía desde que había atacado el cortejo fúnebre. Años después le despertó la curiosidad y envió a unos investigadores. Eumenes fue llevado a Egipto y le dijo a Ptolomeo que los verdaderos restos de Alejandro se hallaban escondidos en un lugar que sólo él conocía. A esas alturas, la tumba de Menfis, donde supuestamente descansaba Alejandro, ya era un lugar sagrado. «Ambos luchamos a su lado y con gusto habríamos muerto por él -le dijo Ptolomeo a Eumenes-. No debería yacer oculto para siempre». Presa de los remordimientos, y sintiendo que Ptolomeo era sincero, Eumenes reveló el lugar de descanso, que se hallaba muy lejos, en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida. Eumenes falleció poco después. Ptolomeo recordaba que cuando le preguntaron a quién legaba su reino Alejandro había contestado: «Al más brillante.» Así pues, Ptolomeo me confió estas palabras:

Y tú, aventurero, ya que mi voz inmortal,

aunque lejana, inunda tus oídos, escucha mis palabras.

Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro,

donde los sabios montan guardia.

Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.

Divide el fénix.

La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.

Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad.

Asciende por las paredes que esculpieron los dioses.

Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino

y atrévete a hallar el refugio remoto.

A continuación, Ptolomeo me entregó un medallón de plata que mostraba a Alejandro enfrentado a los elefantes. Me dijo que había acuñado las monedas en honor a esas batallas. Asimismo me pidió que volviera cuando hubiese resuelto su enigma. Pero un mes después, Ptolomeo moría.

VEINTI CINCO

Samarcanda

Federación de Asia Central

23.50 horas

Zovastina llamó con suavidad a una puerta lacada de color blanco. Abrió una mujer elegante y bien arreglada que debía de rondar los sesenta, el entrecano cabello negro apagado. Como de costumbre, Zovastina no esperó a que la invitara a pasar.

– ¿Está despierta?

La mujer asintió, y Zovastina enfiló el pasillo.

La casa dominaba un terreno arbolado de las afueras de la ciudad, al este, más allá de la sucesión de edificios bajos y vistosas mezquitas, en una zona donde se habían levantado muchas de las viviendas más recientes, el accidentado suelo un día repleto de torres vigía de la era soviética. La prosperidad de la Federación había propiciado la aparición de una clase media y alta, y quienes disponían de medios habían empezado a alardear de ellos. Esa casa, construida hacía una década, era de Zovastina, aunque nunca había vivido en ella. Había preferido regalársela a su amante.

Inspeccionó el lujoso interior. Una consola Luis XV profusamente labrada exhibía una colección de figuritas de porcelana blanca que le había regalado el presidente francés. En la habitación contigua, el artesonado del techo ponía la nota de distinción, el piso entarimado protegido por una alfombra ucraniana. Otro regalo. Un espejo alemán presidía un extremo de la larga estancia y cortinas de tafetán adornaban tres imponentes ventanas.

Cada vez que recorría ese pasillo revestido de mármol su mente retrocedía seis años, a una tarde en que se aproximó a la misma puerta cerrada. En el dormitorio encontró a Karyn desnuda, sobre ella un hombre de torso estrecho, cabello rizado y brazos musculosos. Aún podía oír sus gemidos, su voraz exploración mutua sorprendentemente excitante. Permaneció allí plantada un minuto entero, mirando, hasta que se separaron.

– Irma -dijo con calma Karyn-. Éste es Michele.

Karyn se bajó de la cama y se echó hacia atrás el largo cabello ondulado, dejando a la vista unos pechos que Irma había disfrutado numerosas veces. Enjuta como un chacal, cada centímetro de la perfecta piel de Karyn brillaba con el color de la canela. Unos labios finos que dibujaban una curva desdeñosa, una nariz respingona de delicados orificios, las mejillas como la porcelana. Zovastina se olía que su amante la engañaba, pero presenciar el acto directamente era harina de otro costal.

– Tienes suerte de que no te haga matar.

Karyn ni se inmutó.

– Míralo. A él le importa cómo me siento, da sin pedir nada. Tú sólo tomas. Es lo único que sabes hacer: dictar órdenes y esperar que sean obedecidas.

– No recuerdo haber oído ninguna queja tuya.

– Ser tu puta cuesta caro. He renunciado a cosas más preciosas que el dinero.

La mirada de Zovastina se dirigió sin querer al desnudo Michele.

– Te gusta, ¿eh? -dijo Karyn.

Ella no respondió. Se limitó a ordenar:

– Te quiero fuera de aquí antes de esta noche.

Karyn se acercó, precedida por el dulce aroma de un perfume caro.

– ¿De verdad quieres que me vaya? -Su mano se posó en el muslo de Zovastina-. ¿No te gustaría quitarte la ropa y unirte a nosotros?

Ella abofeteó a su amante con el dorso de la mano. No era la primera vez, aunque sí la primera con ira. Un hilo de sangre manó del labio de Karyn, que le lanzó una mirada rebosante de odio.

– Fuera. Antes de esta noche, o te prometo que no verás la mañana.

Hacía seis años. Mucho tiempo.

O al menos eso le parecía.

Giró el pomo y entró.

El dormitorio conservaba un exquisito mobiliario francés provinciano. Una chimenea de bronce y mármol custodiada por una pareja de leones de pórfido egipcio decoraba una de las paredes. Junto a la cama con dosel, aparentemente fuera de lugar, se hallaba el respirador, al otro lado la botella de oxígeno y una bolsa suspendida de un soporte de acero inoxidable, sus transparentes tubos culebreando hasta uno de los brazos de la enferma.

Karyn estaba recostada sobre unas almohadas en el centro de una gran cama, una colcha de seda en tono coral por la cintura. Su piel era color ceniza parda, la pátina como papel encerado. La otrora cabellera rubia era una maraña despeinada, rala como la neblina. Sus ojos, que solían brillar con un intenso azul, ahora miraban desde unas hundidas cuencas cual criaturas escondidas en cuevas. Las angulosas mejillas se habían esfumado, sustituidas por una escualidez cadavérica que había tornado su nariz chata en aguileña. Un camisón de encaje cubría su descarnado cuerpo como una bandera que colgara lacia de una asta.