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– ¿Qué quieres esta noche? -musitó Karyn, la voz quebradiza y forzada. Los tubos de la nariz liberaban oxígeno con cada respiración-. ¿Has venido a comprobar si me había muerto?

Irina se acercó a la cama. El olor de la estancia se intensificó; una nauseabunda mezcla de desinfectante, enfermedad y deterioro.

– ¿No tienes nada que decir? -dijo la enferma a duras penas.

Zovastina miró a la mujer con fijeza. Cosa rara en ella, su relación había sido bastante impulsiva. Después de entrar a trabajar para ella, Karyn fue su secretaria personal y finalmente su concubina. Habían estado cinco años juntas y otros cinco separadas, hasta el año anterior, cuando Karyn regresó a Samarcanda de improviso, enferma.

– La verdad es que he venido a ver cómo estabas.

– No, Irina. Has venido a ver cuándo voy a morir.

Le entraron ganas de decir que eso era lo último que quería, pero pensar en la traición de Michele y Karyn le impedía hacer ninguna concesión emocional. En su lugar, preguntó:

– ¿Mereció la pena?

Zovastina sabía que los años de sexo sin protección, yendo de hombre en hombre y de mujer en mujer, asumiendo riesgos, finalmente habían podido más que Karyn. Por el camino alguien le había transmitido el VIH. Sola, asustada y sin blanca, el año anterior Karyn se había tragado el orgullo y había vuelto al único sitio que creía que podría proporcionarle cierto consuelo.

– ¿Por eso sigues viniendo? -preguntó ésta-. ¿Para comprobar que me equivoqué?

– Te equivocaste.

– Tu amargura te consumirá.

– Mira quién fue a hablar: alguien consumida literalmente por la suya.

– Ten cuidado, Irina, no sabes cuándo me contagié. Puede que comparta mi miseria.

– Me he hecho las pruebas.

– ¿Y qué médico fue lo bastante idiota para hacerlo? -La tos sacudió las palabras de Karyn-. ¿Aún vive para contar lo que sabe?

– No has respondido a mi pregunta. ¿Mereció la pena?

Una sonrisa arrugó el retraído rostro.

– Ya no puedes darme órdenes.

– Has vuelto. Querías ayuda y te la estoy dando.

– Estoy prisionera.

– Puedes irte cuando quieras. -Irina hizo una pausa-. ¿Por qué no dices la verdad?

– Y, ¿cuál es la verdad, Irina? ¿Que eres lesbiana? Tu querido esposo lo sabía, por fuerza. Nunca hablas de él.

– Está muerto.

– Un oportuno accidente de coche. ¿Cuántas veces has jugado esa compasiva baza con los tuyos?

Aquella mujer sabía demasiadas cosas de sus asuntos, lo que la atraía y la repugnaba al mismo tiempo. El sentimiento de la intimidad, de comunión, había formado parte del vínculo que ambas compartieron. Allí era donde, en su día, podía ser de verdad ella misma.

– Sabía dónde se metía cuando accedió a casarse conmigo. Pero era ambicioso, como tú. Le iba la ceremonia, y yo vengo con esa ceremonia.

– Qué difícil debe de ser vivir una mentira.

– Tú lo haces.

Karyn negó con la cabeza.

– No, Irina. Yo sé quién soy. -Las palabras parecieron agotar sus fuerzas, y se detuvo para respirar hondo unas cuantas veces antes de añadir-: ¿Por qué no me matas?

El amargo tono hizo aflorar algo de la Karyn de antes. Matarla era impensable. Salvarla…, ése era el objetivo. El destino le negó a Aquiles la oportunidad de salvar a su Patroclo, y la incompetencia le costó el amor a Alejandro Magno con la muerte de Hefestión. Ella no sucumbiría a esos mismos errores.

– ¿De veras crees que alguien merece esto? -Karyn se arrancó el camisón; minúsculos botones perlados salieron despedidos a las sábanas-. Mira mis pechos, Irina.

Mirar era doloroso. Desde que Karyn había vuelto, Irina había estudiado el sida y sabía que la enfermedad afectaba de forma distinta a la gente. Unos sufrían internamente: ceguera, colitis, diarrea crónica, encefalitis, tuberculosis y, lo peor de todo, neumonía. Otros quedaban debilitados por fuera, la piel marcada con las huellas del sarcoma de Kaposi o destrozada por el herpes simple o desfigurada por la demacración, la epidermis inevitablemente pegada a los huesos. Lo de Karyn era mucho más habituaclass="underline" una combinación de ambos cuadros.

– ¿Recuerdas lo hermosa que era? ¿Mi preciosa piel? Tú adorabas mi cuerpo.

Irina lo recordaba, sí.

– Tápate.

– ¿No soportas verlo?

Ella no dijo nada.

– Cagas hasta que te duele el culo, Irina. No puedes dormir y siempre tienes un nudo en el estómago. Cada día espero a ver qué nueva infección se producirá dentro de mí. Esto es un infierno.

Ella había matado a la mujer del helicóptero, ordenado eliminar a un sinfín de adversarios políticos, forjado una Federación mediante una campaña encubierta de asesinatos con armas biológicas que se habían cobrado la vida de miles de personas. Ninguna de esas muertes le importaba. Que muriese Karyn, sin embargo, era distinto. Por eso le había permitido quedarse, porque ella le proporcionaba los fármacos necesarios para mantenerla con vida. Les había mentido a los estudiantes: ésa era su debilidad, tal vez la única.

Karyn sonrió débilmente.

– Cada vez que vienes lo veo en tus ojos: te preocupas. -Agarró el brazo de Irina-. Puedes ayudarme, ¿no? Esos gérmenes con los que jugabas hace años…, seguro que aprendiste algo. No quiero morir, Irina.

La ministra se esforzó por mantener la distancia emocional. Tanto Aquiles como Alejandro habían fracasado por no ser capaces de hacerlo.

– Rezaré por ti a los dioses.

Karyn rompió a reír, una risa gutural, bronca, mezclada con el ruido de la saliva que sorprendió e hirió a un tiempo a Zovastina.

Karyn no dejaba de reír, y ella salió de la habitación y corrió hacia la puerta.

Esas visitas eran un error. Cortaría con ellas, ése no era el momento. Estaban a punto de ocurrir demasiadas cosas.

Lo último que oyó antes de salir fue el espeluznante sonido de Karyn atragantándose con su propia saliva.

VEINTISÉIS

Venecia

20.45 horas

Vincenti pagó el taxi acuático, se situó de nuevo a la altura de la calle y entró en el San Silva, uno de los mejores hoteles de Venecia. Allí no había tarifas especiales de fin de semana ni descuentos promocionales, sino tan sólo cuarenta y dos lujosas suites con vistas al Gran Canal en lo que un día fue la residencia de un dogo. El imponente vestíbulo destilaba decadencia clásica: columnas romanas, mármol veteado, ornamentos de museo, el desahogado espacio rebosante de gente, actividad y ruido.

Peter O'Conner aguardaba pacientemente en un tranquilo recoveco. O'Conner no era antiguo militar ni ex agente del gobierno, sino tan sólo un hombre con talento para recabar información y una conciencia prácticamente inexistente.

Philogen Pharmaceutique gastaba millones anualmente en un amplio despliegue de seguridad interna destinada a proteger secretos industriales y patentes, pero O'Conner informaba directamente a Vincenti: unos ojos y unos oídos para él solo proporcionaban el lujo imprescindible de poder hacer lo que fuese necesario para defender sus intereses.

Y él estaba encantado de poder contar con aquel hombre.

Hacía cinco años había sido O'Conner quien detuvo una rebelión entre un nutrido grupo de accionistas de Philogen provocada por la decisión de Vincenti de que la compañía tuviese más presencia en Asia. Hacía tres años, cuando un gigante farmacéutico norteamericano lanzó una opa hostil, O'Conner aterrorizó al suficiente número de accionistas como para impedir una venta indiscriminada de acciones. Y, no hacía mucho, cuando Vincenti se enfrentó a un plante por parte de su consejo de administración, O'Conner descubrió los trapos sucios que sirvieron para conseguir los votos necesarios para que Vincenti no sólo mantuviera su cargo de director general, sino que además fuera reelegido presidente.