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Vincenti tomó asiento en un sillón de cuero repujado. Una rápida ojeada al reloj embutido en el mármol que se veía tras el mostrador de recepción confirmó que tenía que estar de vuelta en el restaurante antes de las nueve y cuarto. Nada más acomodarse, O'Conner le entregó unas hojas grapadas y dijo:

– Esto es lo que hay por ahora.

Vincenti echó un vistazo a las transcripciones de llamadas telefónicas y conversaciones cara a cara, todas ellas resultado de las escuchas que espiaban a Irina Zovastina. Cuando hubo terminado, preguntó:

– ¿Va tras esos medallones del elefante?

– Según nuestras pesquisas -respondió O'Conner-, ha enviado a algunos miembros de su guardia personal en busca de ellos. El mismísimo jefe, Viktor Tomas, encabeza uno de los equipos; otra pareja fue a Amsterdam. Han estado incendiando edificios por toda Europa para enmascarar los robos.

Vincenti lo sabía todo acerca del Batallón Sagrado de Zovastina; formaba parte de la obsesión de la ministra por todo lo griego.

– ¿Tienen los medallones?

– Por lo menos, cuatro. Ayer fueron en busca de dos, pero todavía no conozco el desenlace.

Vincenti estaba perplejo.

– Hemos de averiguar qué está haciendo.

– Estoy en ello. He conseguido sobornar a algunos empleados del palacio. Por desgracia, la vigilancia electrónica sólo funciona cuando ella está quieta, y esa mujer no para de moverse. Antes voló al laboratorio de China.

Grant Lyndsey, su científico jefe, ya le había informado de esa visita.

– Debería haberla visto con lo de ese intento de asesinato -dijo O'Conner-. Fue directa al matón, desafiándolo a disparar. Lo observábamos con una cámara de largo alcance. Naturalmente contaba con un tirador en el palacio listo para abatir a aquel tipo. Pero, así y todo, ella fue directa. ¿Está seguro de que no tiene un par de huevos entre las piernas?

Él soltó una risita.

– No pienso averiguarlo.

– Esa mujer está loca.

Y ésa era la razón por la cual Vincenti había cambiado de opinión con respecto al florentino. El Consejo de los Diez había ordenado colectivamente realizar una investigación preliminar por si se hacía necesario liquidar a Zovastina, y el florentino había sido contratado para llevarla a cabo. En un principio, Vincenti decidió aprovecharse del florentino sin pararse a pensar a fondo, ya que para conseguir lo que se proponía por su cuenta Zovastina tenía que morir. Así que le prometió al florentino unas sustanciosas ganancias si lograba deshacerse de ella.

Pero entonces se le ocurrió otra idea.

Si revelaba los planes de asesinato conseguiría disipar cualquier temor que albergara Zovastina sobre la honradez de la Liga, lo que le daría a él tiempo para tramar algo mejor, algo a lo que, de hecho, llevaba semanas dándole vueltas: más sutil, más limpio.

– También fue otra vez a la casa -informó O'Conner-. Hace un rato. Salió del palacio sola, en un coche. Tres cámaras fueron testigos de la visita. Se quedó una media hora.

– ¿Sabemos cuál es el estado actual de su ex amante?

– Va tirando. Escuchamos su conversación con ayuda de un equipo parabólico desde una casa cercana. Una extraña pareja. La típica relación de amor-odio.

A Vincenti le resultaba interesante que una mujer que se las había ingeniado para gobernar con infinita crueldad abrigara tamaña obsesión. Había estado casada unos años con un diplomático intermedio del antiguo Ministerio de Asuntos Exteriores kazajo. Sin duda, un matrimonio para guardar las apariencias, una forma de ocultar su cuestionable sexualidad. Sin embargo, los informes que Vincenti había reunido mencionaban una buena relación entre marido y mujer. Él había muerto repentinamente en un accidente de coche hacía diecisiete años, justo después de que ella fuera nombrada presidenta de Kazajistán y un par de años antes de que creara la Federación. Karyn Walde apareció unos años después y era la única relación personal duradera que se le conocía a Zovastina, una relación que había terminado mal. Sin embargo, hacía un año, cuando la mujer reapareció, Zovastina la acogió sin vacilar y se ocupó, a través de Vincenti, de conseguir la medicación necesaria para tratar el VIH.

– ¿Actuamos? -inquirió él.

O'Conner asintió.

– Si esperamos más, tal vez sea demasiado tarde.

– Encárguese. Estaré en la Federación a finales de semana.

– Podría complicarse.

– No importa. Pero nada de huellas, nada que me relacione con ella.

VEINTISIETE

Amsterdam

21.20 horas

Stephanie ya había visto una cárcel danesa por dentro el verano anterior, cuando ella y Malone fueron detenidos. Ahora visitaba una celda holandesa. No eran muy diferentes. Había tenido la prudencia de mantener la boca cerrada cuando la policía había irrumpido en el puente y había visto al hombre muerto. Los dos agentes del servicio secreto habían logrado escapar, y ella esperaba que el del agua hubiese recuperado el medallón. No obstante, sus sospechas se veían confirmadas: Cassiopeia y Thorvaldsen andaban metidos de lleno en algo, y no precisamente en el coleccionismo de monedas antiguas.

La puerta de la celda se abrió y apareció un hombre delgado de unos sesenta y pocos años, rostro alargado y anguloso y abundante cabello plateado: Edwin Davis, asesor de Seguridad Nacional del presidente. El sustituto del difunto Larry Daley. Y menudo cambio. A Davis habían ido a buscarlo al Estado, un hombre de carrera que tenía dos doctorados -uno en historia norteamericana y el otro en relaciones internacionales-, además de excelentes dotes organizativas y una capacidad diplomática innata. Cultivaba un estilo cortés y campechano, similar al del propio presidente Daniels, que la gente tendía a subestimar. Tres secretarios de Estado lo habían utilizado para meter en cintura a sus renqueantes ministerios. Ahora trabajaba en la Casa Blanca, ayudando a la Administración a concluir los últimos tres años de su segundo mandato.

– Estaba cenando con el presidente, en La Haya. Qué lugar, por cierto. Disfrutaba de la velada. La comida era excelente, y eso que a mí me da bastante igual la gastronomía. Me han pasado una nota que decía dónde estabas y me he dicho: ha de haber una explicación lógica al hecho de que la policía holandesa haya detenido a Stephanie Nelle al encontrarla con una arma junto a un cadáver en medio de la lluvia.

Ella fue a decir algo pero él alzó una mano para impedírselo.

– Todavía falta lo mejor.

Ella permaneció sentada en silencio, con la ropa mojada.

– Mientras decidía cómo dejarte aquí, ya que estaba bastante seguro de que no quería conocer los motivos que te habían traído a Amsterdam, el presidente me ha llevado aparte y me ha pedido que viniera. Al parecer, también se han visto implicados dos agentes del servicio secreto, sólo que a ellos no los han detenido. Uno estaba empapado por haberse arrojado a un canal para recuperar esto.

Stephanie agarró lo que él le tiró y volvió a ver el medallón del elefante, dentro de su funda de plástico.

– El presidente ha intercedido en tu favor ante los holandeses. Puedes irte.

Ella se puso en pie.

– Antes de marcharnos tengo que saber qué hay de esos hombres muertos.

– Dado que sabía que dirías eso, he averiguado que ambos tenían pasaporte de la Federación de Asia Central. Lo comprobamos. Pertenecían al equipo de seguridad personal de la ministra Irina Zovastina.

Stephanie captó algo en los ojos del asesor; Davis era mucho más transparente que Daley.

– Veo que no te sorprende.

– A estas alturas son pocas las cosas que me sorprenden. -Su voz se había tornado un susurro-. Tenemos un problema, Stephanie, y ahora, por suerte o por desgracia, lo mires como lo mires, formas parte de él.