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Se apoyó en una vitrina de cristal para mantener el equilibrio y volvió a notar los dedos viscosos y malolientes, con el mismo olor repugnante.

Se percató de que tenía la camisa y los pantalones mojados, al igual que el cabello, el rostro y los brazos. Fuera lo que fuese lo que impregnaba el interior del museo también lo bañaba a él.

Fue dando tumbos hasta la entrada principal y probó a abrir la puerta: cerrada. Con un cerrojo de seguridad doble. Necesitaría una llave para abrirlo desde dentro.

Echó un vistazo al lugar: el techo debía de tener unos nueve metros de altura, y una escalera de madera y cromo llevaba a una segunda planta que se desvanecía en la negrura, el primer piso extendiéndose debajo de ella.

Encontró un interruptor: nada. Se acercó como pudo hasta un teléfono que vio en un mostrador: no daba tono.

Un ruido quebró el silencio: un clic y unos silbidos, como unos engranajes en funcionamiento. Provenía de la segunda planta.

Su adiestramiento como agente del Departamento de Justicia le advertía que no se moviera, pero también lo instaba a investigar.

De modo que subió la escalera sin hacer ruido.

El pasamanos cromado estaba húmedo, como también lo estaban cada uno de los peldaños de contrachapado. Quince escalones más arriba, otras vitrinas de cristal y cromo salpicaban el piso de madera. Relieves en mármol y bronces incompletos sobre pedestales acechaban como fantasmas. Un movimiento captó su atención a unos seis metros: un objeto que rodaba por el suelo, de unos sesenta centímetros de ancho y con los lados redondeados, de color claro, pegado al suelo como uno de esos cortacéspedes robotizados que había visto anunciar una vez. Cuando se topaba con un expositor o una estatua, el chisme se detenía, retrocedía y avanzaba en otra dirección. De la parte superior sobresalía una boquilla que, cada pocos segundos, lanzaba una rociada de aerosol.

Se acercó a él.

El movimiento se detuvo, como si el cachivache notara su presencia. La boquilla giró hacia él y una bruma le mojó los pantalones.

¿Qué era aquello?

El aparato pareció perder interés y se adentró en la oscuridad, arrojando más líquido oloroso en su avance. Malone se asomó a la barandilla y divisó otro artilugio aparcado junto a una vitrina en el piso de abajo.

Aquello le daba mala espina.

Tenía que marcharse. El hedor empezaba a revolverle el estómago.

Entonces, el aparato dejó de moverse y él percibió un sonido nuevo.

Hacía dos años, antes de que se divorciara, dejara de trabajar para el gobierno y se mudara de repente a Copenhague, cuando vivía en Atlanta, se había gastado unos cientos de dólares en una barbacoa de acero inoxidable. El utensilio tenía un botón rojo que, al pulsarlo, encendía una llama de gas. Recordaba el sonido que hacía el dispositivo de encendido cada vez que se apretaba el botón.

El mismo clic que estaba oyendo en ese mismo instante.

Saltaron chispas.

El suelo cobró vida, primero de un amarillo intenso, luego anaranjado oscuro, finalmente decidiéndose por un azul claro a medida que las llamas se extendían, devorando la madera. Al mismo tiempo, otras llamas treparon por las paredes. La temperatura subió de prisa, y él levantó un brazo para protegerse el rostro. El techo se unió a la conflagración y, en menos de quince segundos, la segunda planta ardía por completo.

Los aspersores de los detectores de humo se activaron.

Malone bajó parte de la escalera para esperar a que se apagara el fuego.

Pero entonces reparó en algo: el agua avivaba las llamas.

De pronto el cachivache que había desencadenado el desastre se desintegró en un silencioso abrir y cerrar de ojos, las llamas saliendo despedidas en todas las direcciones, como olas en busca de la orilla.

Una bola de fuego subió hasta el techo y pareció ser bien recibida por el agua. El vapor espesó el aire llenándolo no de humo, sino de una sustancia química que lo mareó.

Bajó los peldaños de dos en dos. Otro silbido recorrió la segunda planta, seguido de dos más. El cristal se hizo añicos, algo se estrelló.

Malone echó a correr hacia la parte delantera del edificio.

El otro artilugio, antes inactivo, revivió y comenzó a esquivar las vitrinas del primer piso, vomitando más aerosol al aire abrasador.

Tenía que salir de allí, pero la puerta principal se abría hacia adentro. Bastidor metálico, madera gruesa. No había forma de abrirla de una patada. Vio que el fuego devoraba la escalera, consumiendo cada peldaño, como si el demonio bajara a saludarlo. Hasta el mismísimo cromo era engullido.

Su respiración se volvió trabajosa debido a la bruma química y a un oxígeno que desaparecía rápidamente. Alguien llamaría a los bomberos, no cabía duda, pero a él no le serviría de mucho. Si una chispa tocaba sus empapadas ropas…

El fuego llegó al arranque de la escalera.

A tres metros de distancia de donde él se encontraba.

DOS

Venecia, Italia

Domingo, 19 de abril

0.15 horas

Enrico Vincenti miró fijamente al acusado y preguntó:

– ¿Tiene algo que decir a este Consejo?

Al de Florencia no pareció afectarle la pregunta.

– ¿Qué le parece esto: por qué no se callan, usted y su Liga?

Vincenti sentía curiosidad.

– Por lo visto, cree usted que se nos puede tomar a la ligera.

– Mire, gordinflón, tengo amigos. -A decir verdad, el florentino parecía orgulloso de ello-. Muchos.

– Sus amigos no nos interesan, pero su traición… Eso ya es otra cosa -dejó claro Vincenti.

El florentino se había vestido para la ocasión: lucía un caro traje de Zanetti, camisa de Charvet, corbata de Prada y, cómo no, zapatos de Gucci. Vincenti se dio cuenta de que el conjunto costaba más de lo que la mayoría de la gente ganaba en un año.

– Le propongo algo -empezó el florentino-: me iré y olvidaremos todo este asunto…, sea lo que fuere…, y ustedes podrán volver a hacer lo que quiera que hagan.

Ninguna de las nueve personas que había sentadas junto a Vincenti dijo una palabra. Él los había prevenido contra la arrogancia. Habían contratado al florentino para desempeñar un cometido en Asia Central, un trabajo que el Consejo juzgaba de vital importancia. Por desgracia, él había decidido jugar sucio para satisfacer su avaricia, pero, afortunadamente, el engaño fue descubierto y se adoptaron las medidas oportunas.

– ¿De verdad cree que sus socios lo apoyarán? -inquirió Vincenti.

– No es usted tan ingenuo, ¿no, gordinflón? Ellos fueron quienes me dijeron que lo hiciera.

El otro volvió a pasar por alto la alusión a su corpulencia.

– No es eso lo que han dicho.

Esos socios eran una banda internacional que había sido útil numerosas veces al Consejo. El florentino era un sicario, y el Consejo había hecho la vista gorda con respecto al engaño de la banda con el objeto de dar una lección al mentiroso que tenían delante, con lo cual también darían una lección a la propia banda. Y así había sido: ésta ya había renunciado a los honorarios que se debían y le había devuelto al Consejo un cuantioso depósito. A diferencia del florentino, los socios entendían a la perfección con quiénes estaban tratando.

– ¿Qué sabe usted de nosotros? -preguntó Vincenti.

El florentino se encogió de hombros.

– Que son un puñado de ricos a los que les gusta jugar.

La bravata divirtió a Vincenti. Tras el florentino había cuatro hombres armados, lo cual explicaba por qué el ingrato se creía a salvo: como condición a su comparecencia había insistido en que fueran.

– Hace setecientos años, el Consejo de los Diez controlaba Venecia -explicó Vincenti-. Se suponía que eran hombres demasiado maduros para dejarse influir por las pasiones o las tentaciones, y a ellos les fue encomendado mantener la seguridad pública y aplastar la oposición política. Y eso fue precisamente lo que hicieron durante siglos. Tomaban testimonio en secreto, pronunciaban sentencias y llevaban a cabo ejecuciones, todo en nombre del Estado veneciano.