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– El 31 de enero del 828 se hizo entrega de Marcos al dogo de Venecia -explicó ella-. El dogo depositó los sagrados restos en el palacio, pero éstos desaparecieron, para volver a aparecer en 1094, cuando la recién terminada basílica de San Marcos fue consagrada formalmente. Entonces los restos pasaron a ocupar una cripta de la iglesia, pero en el siglo XIX volvieron arriba, bajo el altar mayor, donde se hallan en la actualidad. En esa historia hay un montón de lagunas, ¿no cree?

– Suele ocurrir con las reliquias.

– Durante cuatrocientos años en Alejandría y luego casi trescientos en Venecia no hubo forma de dar con el cuerpo de san Marcos.

El nuncio se encogió de hombros.

– Cuestión de fe, ministra.

– A Alejandría siempre le molestó el robo -comentó ella-. Sobre todo porque Venecia ha venerado ese acto durante siglos, como si los ladrones cumplieran una misión sagrada. Por favor, ambos sabemos que fue una maniobra puramente política. Los venecianos robaban en todo el mundo. Eran expoliadores a gran escala, tomaban cuanto podían y lo utilizaban en beneficio propio. San Marcos tal vez fue su robo más productivo. A día de hoy la ciudad entera gira a su alrededor.

– Entonces, ¿por qué van a abrir la tumba?

– Obispos y nobles de las Iglesias copta y etíope quieren que vuelva san Marcos. En 1968 su papa, Pablo VI, le entregó al patriarca de Alejandría unas cuantas reliquias para calmarlos, pero eran del Vaticano, no de Venecia, y no funcionó. Quieren que les sea devuelto el cuerpo, y llevan tiempo hablando de ello con Roma.

– Fui secretario de Clemente XV, estoy al tanto de esas conversaciones.

Ella sospechaba desde hacía mucho que aquel hombre era más que un nuncio. Al parecer, el nuevo pontífice escogía a sus representantes cuidadosamente.

– En tal caso sabrá que la Iglesia nunca entregaría el cuerpo. Sin embargo, el patriarca de Venecia, con la aprobación de Roma, ha accedido a llegar a un arreglo; tiene que ver con el deseo de su papa africano de reconciliarse con el mundo. Serán devueltas algunas reliquias de la tumba; de ese modo, ambas partes estarán satisfechas. No obstante, éste es un asunto espinoso, sobre todo para los venecianos: su santo perturbado. -Zovastina sacudió la cabeza-. Por eso abrirán la tumba mañana por la noche, en secreto. Retirarán parte de los restos y luego cerrarán el sepulcro. Nadie se enterará hasta que, dentro de unos días, se anuncie el regalo.

– Está muy informada.

– Es un tema que me interesa: el cuerpo que hay en esa tumba no es el de san Marcos.

– Entonces, ¿de quién es?

– Digamos que el cuerpo de Alejandro Magno desapareció de Alejandría en el siglo IV, casi exactamente cuando reapareció el de san Marcos. Marcos pasó a ocupar su propia versión del Soma de Alejandro, que fue objeto de veneración igual que lo había sido el sepulcro de Alejandro seiscientos años antes. Mis expertos han estudiado diversos textos antiguos, unos que el mundo nunca ha visto…

– ¿Y cree que el cuerpo que descansa en la basílica de Venecia es el de Alejandro Magno?

– Yo no digo nada, sólo que ahora un análisis del ADN puede determinar la raza. Marcos nació en Libia, de padres árabes; Alejandro era griego. Habrá diferencias evidentes en los cromosomas. También tengo entendido que existen estudios sobre los isótopos del esmalte dental, tomografías y datación por carbono 14 que podrían desvelarnos muchas cosas. Alejandro murió en el 323 a. J.C.; Marcos, en el siglo i d. J.C. Nuevamente se detectarían diferencias científicas en los restos.

– ¿Pretende profanar el cuerpo?

– No más de lo que lo harán ustedes. Dígame, ¿qué cortarán?

El norteamericano sopesó las palabras de Zovastina. Antes ella había notado que el nuncio había vuelto a Samarcanda con mucha más autoridad que las otras veces. Había llegado la hora de ver si era así.

– Sólo quiero unos minutos a solas con el sarcófago abierto. Si me llevo algo, nadie se dará cuenta. A cambio, la Iglesia podrá moverse con libertad por la Federación para ver cuántos cristianos abrazan su mensaje. No obstante, la construcción de cualquier edificio deberá contar con la aprobación del gobierno. Es una medida de protección tanto para ustedes como para nosotros. De no tratarse debidamente, levantar una iglesia podría suscitar violencia.

– ¿Tiene pensado ir a Venecia en persona?

Ella afirmó con la cabeza.

– Me gustaría hacer una visita discreta, organizada por su Santo Padre. Me han dicho que la Iglesia tiene muchos vínculos con el gobierno italiano.

– ¿Es usted consciente de que, en el mejor de los casos, cualquier cosa que encuentre allí será como la Sábana Santa de Turín o las apariciones marianas: cuestión de fe?

Pero ella sabía que allí bien podía haber algo decisivo. ¿Qué escribió Ptolomeo en su acertijo? «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»-Unos minutos a solas. Es todo cuanto pido.

El nuncio guardaba silencio, y ella esperaba.

– Daré instrucciones al patriarca de Venecia de que le conceda ese tiempo.

Zovastina no se equivocaba: el enviado no había vuelto con las manos vacías.

– Tiene usted mucha autoridad para ser sólo un nuncio.

– Treinta minutos, que darán comienzo a la una de la mañana del miércoles. Informaremos a las autoridades italianas de que asistirá a un acto privado, invitada por la Iglesia.

Ella asintió.

– Dispondré que entre en la catedral por la Porta dei Fiori, en el atrio oeste. A esa hora no habrá mucha gente en la plaza. ¿Irá sola?

Zovastina estaba harta de aquel sacerdote oficioso.

– Si eso importa, tal vez debamos olvidarnos del asunto.

Vio que Michener captaba su irritación.

– Ministra, vaya con quien quiera. El Santo Padre sólo desea hacerla feliz.

TREINTA

Hamburgo, Alemania

1.15 horas

Viktor estaba sentado en el bar del hotel; Rafael, arriba, durmiendo. Se habían dirigido hacia el sur de Copenhague y habían atravesado Dinamarca para llegar al norte de Alemania. Hamburgo era el punto de encuentro fijado con los dos miembros del Batallón Sagrado enviados a Amsterdam para recuperar el sexto medallón. Debían llegar a lo largo de esa misma noche. Rafael y él se habían encargado de los otros robos, pero el plazo se acercaba, y Zovastina había ordenado la intervención de un segundo equipo.

Bebía una cerveza y disfrutaba del silencio. Pocas personas ocupaban los tenuemente iluminados reservados.

A Zovastina le sentaba bien la tensión; le gustaba tener a la gente en vilo. Los cumplidos eran escasos y las críticas habituales. El personal del palacio, el Batallón Sagrado, sus ministros: nadie quería decepcionarla. Sin embargo, él había oído habladurías a sus espaldas. Qué interesante que una mujer tan acostumbrada al poder pudiese ser tan ajena al resentimiento que éste engendraba. La lealtad superficial era una ilusión peligrosa. Rafael tenía razón: estaba a punto de ocurrir algo. Como persona al mando del Batallón Sagrado, había acompañado muchas veces a Zovastina al laboratorio de las montañas, al este de Samarcanda: situado en su lado de la frontera china, con personal suyo, donde ella guardaba sus gérmenes. Viktor había visto a los sujetos de los ensayos, salidos de prisiones, y las horribles muertes. También había vigilado las puertas de las salas de conferencias mientras ella conspiraba con sus generales. La Federación poseía un ejército imponente, una fuerza aérea aceptable y una cantidad limitada de misiles de corto alcance; la mayor parte suministrado y financiado por Occidente con fines defensivos, ya que Irán, China y Afganistán limitaban con la Federación.

Él no se lo había dicho a Rafael, pero sabía lo que planeaba Zovastina. La había oído hablar del caos que reinaba en Afganistán, donde los talibanes todavía se aferraban al fugaz poder; de Irán, cuyo radical presidente siempre estaba lanzando amenazas, y de Pakistán, un lugar que exportaba violencia haciendo la vista gorda.