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– ¿Quién dirigió la investigación? -quiso saber ella.

– Painter Crowe, de Sigma -repuso Daniels-. La ciencia es lo suyo. Pero ahora ha pasado a tu terreno.

A Stephanie no le gustó nada cómo sonó aquello.

– ¿Seguro que Painter no puede seguir ocupándose?

Daniels sonrió.

– ¿Después de lo de esta noche? No, Stephanie. Es todo tuyo. A cambio de salvarte el pellejo con los holandeses.

El presidente aún sostenía el medallón, de manera que ella le preguntó:

– ¿Qué tiene que ver esa moneda con esto?

– Zovastina las colecciona -contestó el presidente-. Ése es el verdadero problema: sabemos que se ha hecho con un buen arsenal de zoonosis, unas veinte, según el último recuento. Y, dicho sea de paso, ha sido lista: posee múltiples versiones. Como ha dicho Edwin, unas para dar golpes concretos y las otras para la transmisión de humano a humano. Dirige un laboratorio biológico cerca de la capital, Samarcanda. Curiosamente Enrico Vincenti tiene otro laboratorio así al otro lado de la frontera, en China, uno que a Zovastina le gusta visitar.

– De ahí lo de seguir los pasos de Vincenti, ¿no?

Davis asintió.

– Es bueno conocer al enemigo.

– La CIA cuenta con topos en la Federación -explicó Daniels, meneando la cabeza-. Complicado y lioso, pero hemos hecho algunos progresos.

Con todo, ella percibió algo.

– ¿Hay alguien infiltrado?

– Si quieres llamarlo así -replicó el presidente-. Yo tengo mis dudas. Zovastina supone un problema en muchos sentidos.

Ella comprendía el dilema. En una parte del mundo donde Estados Unidos tenía pocos amigos, Zovastina había declarado abiertamente ser uno de ellos. Había sido de ayuda varias veces aportando información secundaria que había desbaratado actividades terroristas en Afganistán e Iraq. Inevitablemente, Estados Unidos le había proporcionado dinero, respaldo militar y sofisticados equipos, lo cual era arriesgado.

– ¿Te he contado alguna vez lo del hombre que iba conduciendo y vio una serpiente en mitad de la carretera?

Ella sonrió: otra de las famosas historias de Daniels.

– El tipo paró y vio que la serpiente estaba herida, así que se la llevó a casa y la cuidó hasta que se restableció. Entonces él le abrió la puerta para que se fuera, pero al salir el condenado bicho le mordió en una pierna. Justo antes de que el veneno le hiciera perder el sentido, él le dijo al animaclass="underline" «Te traje a mi casa, te di de comer, te curé las heridas, y ¿así me pagas? ¿Mordiéndome?» La serpiente se detuvo y le respondió: «Es verdad, pero cuando lo hiciste sabías que yo era una serpiente.»Stephanie captó el mensaje.

– Zovastina trama algo -afirmó el presidente-. Y Enrico Vincenti está implicado. No me gusta la guerra biológica. El mundo la prohibió hace más de treinta años, y ésta es de la peor clase. Zovastina planea algo terrible, y la Liga Veneciana, de la que ella y Vincenti forman parte, le está echando una mano. Gracias a Dios, esa mujer todavía no ha actuado, pero tenemos motivos para pensar que podría hacerlo en breve. Los condenados idiotas que la rodean, en las que llaman vagamente naciones, son ajenos a lo que está sucediendo: demasiado preocupados con Israel y con nosotros. Y ella se está aprovechando de esa estupidez. Cree que yo también soy idiota, así que ya era hora de que supiera que vamos tras ella.

– Habríamos preferido permanecer un poco más en la sombra -aseguró Davis-, pero que dos agentes secretos hayan matado a sus guardaespaldas sin duda ha hecho sonar las alarmas.

– ¿Qué quieren que haga?

Daniels bostezó y ella reprimió las ganas de imitarlo. El presidente hizo un gesto con la mano.

– Adelante, maldita sea. Es de noche, haz como si yo no estuviera y bosteza a gusto. Ya dormirás en el avión.

– ¿Adónde voy?

– A Venecia. Si Mahoma no va a la montaña, como que me llamo Danny que se la llevaremos nosotros.

TREINTA Y DOS

Venecia

8.50 horas

Vincenti entró en el salón principal de su palazzo y se preparó. Por regla general, le daban igual esas presentaciones. Después de todo Philogen Pharmaceutique contaba con un gran departamento de marketing y ventas donde trabajaban cientos de empleados. Esto, sin embargo, era algo especial, algo que requería su sola presencia, de modo que había organizado una presentación privada en su casa.

Reparó en que la agencia de publicidad externa, con sede en Milán, parecía no querer correr riesgos: para informarlo, había enviado a cuatro representantes, tres mujeres y un hombre, una de ellas vicepresidenta ejecutiva.

– Damaris Corrigan -dijo ésta, y se presentó y presentó al resto en inglés.

Era una mujer atractiva, de cincuenta y pocos años, y llevaba un traje azul marino con rayas blancas.

A un lado había dispuesta una cafetera de plata humeante. Él se dirigió hacia ella y se sirvió una taza.

– No hemos podido evitar preguntarnos si va a pasar algo -dijo Corrigan.

Vincenti se desabrochó la chaqueta y tomó asiento en una silla tapizada.

– ¿A qué se refiere?

– Cuando fuimos contratados hace seis meses nos pidió sugerencias para comercializar una posible cura del VIH. Entonces ya nos planteamos si Philogen no estaría a punto de descubrir algo. Ahora que quiere ver lo que tenemos, pensamos que tal vez haya habido algún adelanto.

Él se felicitó en silencio.

– Creo que ha mencionado usted la palabra clave: «posible». Sin duda esperamos ser los primeros en hallar un remedio (destinamos millones a investigación), pero si se produjera algún adelanto, y nunca se sabe cuándo puede ocurrir, no quiero pasarme meses esperando un plan de marketing eficaz. -Hizo una pausa-. No, todavía no hemos llegado a ese punto, pero no es malo estar preparado.

Su invitada aceptó la explicación con un gesto de asentimiento y después fue hacia un caballete. Vincenti miró a una de las mujeres que tenía al lado, una morena con buena figura, de unos treinta o treinta y cinco años como mucho, que lucía una ceñida falda de lana. Se preguntó si sería una ejecutiva de cuentas o tan sólo un florero.

– En las últimas semanas he leído algunas cosas fascinantes -señaló Corrigan-. Por lo visto, el VIH tiene una personalidad doble, dependiendo de la zona del mundo que uno estudie.

– Muy cierto -corroboró él-. Aquí, y en lugares como Norteamérica, la enfermedad se puede contener, dentro de lo que cabe; ya no es una de las principales causas de muerte. La gente sencillamente vive con ella, los fármacos sintomáticos han reducido la tasa de mortalidad en más de la mitad. Sin embargo, en África y Asia la cosa cambia radicalmente. El año pasado, en el mundo, tres millones de personas murieron de VIH.

– Y eso fue lo que hicimos en primer lugar -informó ella-: identificar el mercado al que queremos dirigirnos.

La vicepresidenta retiró la primera hoja del bloc que había en el caballete, dejando a la vista un gráfico.

– Estas cifras representan los últimos episodios de infecciones por VIH en el mundo.

– ¿Cuál es la fuente de los datos? -quiso saber Vincenti.

– La Organización Mundial de la Salud. Y esto representa el total del mercado actual que se llevaría cualquier cura que apareciese. -Corrigan pasó a la siguiente página-. Este diagrama matiza dicho mercado. Como puede ver, los datos indican que aproximadamente una cuarta parte de las infecciones por VIH en el mundo ya han provocado una manifestación del síndrome de inmunodeficiencia adquirida: nueve millones de individuos infectados con el VIH han desarrollado el sida.

Corrigan pasó a la siguiente tabla.