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La multitud manifestó su aprobación a gritos.

– Dejad que os diga algo. Cuando fuimos libres, cuando nos sacudimos el yugo de Moscú, tuvieron la osadía de decir que les debíamos dinero. -Levantó los brazos-. ¿Os imagináis? Expolian nuestro país, aniquilan nuestro mar, envenenan nuestra tierra con sus gérmenes, y ¿nosotros les debemos dinero? -Vio sacudir miles de cabezas-. Eso es exactamente lo que yo dije: no. -Escrutó aquellos rostros que la miraban con fijeza, bañados en la viva luz del mediodía-. Así que obligamos a los soviéticos a pagar para que limpiaran su propia porquería. Y cerramos su canal, que le chupaba la vida a nuestro antiguo mar.

Zovastina nunca usaba el singular, yo, sino siempre el nosotros.

– Estoy segura de que muchos de vosotros, al igual que yo, os acordáis de los tigres, los jabalíes y las aves acuáticas que poblaban el delta del Amu Darya, los millones de peces que habitaban el mar de Aral. Nuestros científicos saben que antes aquí vivían ciento setenta y ocho especies. En la actualidad sólo quedan treinta y ocho. El progreso soviético. -Negó con la cabeza-. Las virtudes del comunismo. -Sonrió-. Unos delincuentes, eso es lo que eran. Unos vulgares delincuentes.

El canal había sido un fracaso no sólo desde el punto de vista medioambiental, sino también desde el estructural, con filtraciones e inundaciones a la orden del día. Al igual que los propios soviéticos, que no concedían mucha importancia a la eficacia, el canal perdía más agua de la que suministraba. Cuando el mar de Aral se secó, la isla de Vozrozhdeniya terminó siendo una península unida a la costa, y el miedo de que los mamíferos terrestres y los reptiles pudiesen portar las letales toxinas biológicas aumentó. Ya no era así: la tierra estaba limpia, como declaró un equipo de inspección de Naciones Unidas, que calificó el esfuerzo de «magistral».

Zovastina alzó el puño en el aire.

– Y les dijimos a esos delincuentes soviéticos que, si pudiéramos, los meteríamos a todos en nuestras cárceles.

Más gritos de aprobación.

– Kantubek, la ciudad en la que nos encontramos, aquí, en su plaza principal, ha resurgido de sus cenizas. Los soviéticos la redujeron a escombros, y ahora ciudadanos libres de la Federación vivirán aquí, en paz y armonía, en una isla que también ha renacido. El mar de Aral está volviendo, su nivel de agua aumenta de año en año, y el desierto que un día creó el hombre se torna de nuevo en lecho marino. Esto es un ejemplo de lo que podemos conseguir. Nuestra tierra, nuestra agua. -Titubeó-. Nuestro patrimonio.

El gentío prorrumpió en aplausos y su mirada recorrió los rostros, empapándose de la expectativa que parecía generar su mensaje. Le encantaba estar entre la gente, y ellos la adoraban. Tomar el poder era una cosa; conservarlo, otra muy distinta.

Y ella pretendía conservarlo.

– Conciudadanos, debéis saber que podemos lograr cualquier cosa si nos lo proponemos. ¿Cuántos en el mundo entero aseguraron que no podríamos unirnos? ¿Cuántos afirmaron que nos dividiría una guerra civil? ¿Cuántos dijeron que éramos incapaces de gobernarnos? Hemos celebrado elecciones nacionales en dos ocasiones. Libres y abiertas, con numerosos candidatos. Nadie puede decir que no fueran justas. -Se detuvo-. Tenemos una constitución que garantiza los derechos humanos, además de la libertad personal, política e intelectual.

Estaba disfrutando del momento. La reapertura de la isla de Vozrozhdeniya sin duda era un evento que exigía su presencia. La televisión de la Federación, junto con tres nuevas cadenas independientes cuya licencia ella había concedido a miembros de la Liga Veneciana, difundían su mensaje por el territorio nacional. Los propietarios de esas nuevas cadenas le habían prometido privadamente el control de todo cuanto produjesen, formaba parte de la camaradería que la Liga ofrecía a sus miembros, y a ella le alegraba su presencia allí. Era difícil argüir que controlaba los medios de comunicación cuando, a juzgar por las apariencias, no era así.

Contempló la reconstruida ciudad, sus edificios de ladrillo y piedra erigidos como hacía un siglo. Kantubek volvería a estar habitada. Su ministro del Interior había informado de que diez mil personas habían solicitado concesiones de terreno en la isla, otro indicio de la confianza que la gente depositaba en ella, pues muchos estaban dispuestos a vivir donde tan sólo veinte años atrás nada habría sobrevivido.

– La estabilidad es la base de todo -gritó.

Su eslogan, utilizado reiteradamente a lo largo de los quince últimos años.

– Hoy bautizamos esta isla en el nombre de las gentes de la Federación de Asia Central. Que nuestra unión sea para siempre.

Bajó del estrado mientras la multitud aplaudía.

Tres miembros de su guardia se apresuraron a cerrar filas y la escoltaron hasta el helicóptero, que la esperaba para conducirla hasta el avión que la llevaría al oeste, a Venecia, donde aguardaban las respuestas a tantas preguntas.

TREINTA Y CUATRO

Venecia

14.15 horas

Malone iba junto a Cassiopeia mientras ésta pilotaba la motora rumbo a la laguna. Habían tomado un vuelo directo desde Copenhague y habían aterrizado hacía una hora en el aeropuerto Marco Polo. Él ya había visitado Venecia numerosas veces en misiones encomendadas por Magellan Billet. Se trataba de un territorio conocido, amplio y aislado, si bien su corazón seguía siendo compacto -unos tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho-, y durante siglos se las había ingeniado para mantener a raya al mundo.

La proa de la lancha apuntaba al nordeste, alejándose del centro, dejando atrás Murano -célebre por su cristal- para dirigirse a Torcello, uno de los abundantes manchones de tierra que salpicaban la laguna veneciana.

Habían alquilado la lancha cerca del aeropuerto, una elegante embarcación de madera con camarotes en proa y popa. Juguetonas fuerabordas hendían el oleaje, revolviendo las verdes aguas y dejando tras de sí una espuma color lima.

Durante el desayuno, Cassiopeia le había hablado del último medallón. Ella y Thorvaldsen, que habían seguido los robos por Europa, no tardaron en darse cuenta de que los ladrones parecían pasar por alto los decadracmas de Venecia y Samarcanda. Por eso estaban casi seguros de que el siguiente en caer sería el medallón de Copenhague. Después de que sustrajeran el cuarto a un coleccionista privado de Francia tres semanas antes, ella y Thorvaldsen se dispusieron a esperar pacientemente.

– Dejaron el medallón de Venecia para el final por una razón -le explicó Cassiopeia, haciéndose oír por encima de los motores. Uno de los transportes acuáticos de la ciudad pasó por su lado resoplando en dirección contraria-. Apuesto a que te gustaría saber por qué.

– Pues sí, la verdad.

– Ely creía que Alejandro Magno tal vez ocupara la tumba de san Marcos.

Interesante idea. Distinta. Una locura.

– Es una larga historia, pero podría tener razón -continuó ella-. El cuerpo que descansa en la basílica de San Marcos supuestamente es una momia de dos mil años de antigüedad. San Marcos fue momificado en Alejandría a su muerte, en el siglo I de nuestra era. Alejandro es trescientos años mayor, y también fue momificado. Pero en el siglo IV, cuando Alejandro desapareció de su tumba, los restos de Marcos aparecieron de repente en Alejandría.

– Supongo que tendrás más pruebas que ésa.

– Irina Zovastina está obsesionada con Alejandro Magno. Ely me lo contó todo. Esa mujer tiene una colección privada de arte griego y una amplia biblioteca, y además se considera experta en Homero y la Ilíada. Ahora ha enviado a sus guardaespaldas a reunir los medallones sin dejar rastro. Y nadie ha tocado la moneda de Samarcanda. -Meneó la cabeza-. Esperaron a que este robo fuese el último para poder estar cerca de San Marcos.