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– He estado en esa basílica -dijo él-. El sarcófago del santo está bajo el altar mayor y pesa toneladas. Harían falta elevadores hidráulicos y mucho tiempo para abrirlo, lo cual es imposible, teniendo en cuenta que la basílica es la principal atracción turística de la ciudad.

– No sé cómo tiene previsto hacerlo, pero estoy convencida de que intentará ir por esa tumba.

Pero, por lo visto, primero necesitaban el séptimo medallón, pensó él.

Se apartó del timón y bajó los tres peldaños que conducían al camarote de proa, con sus cortinillas adornadas con borlas, los asientos bordados y la caoba lustrosa. Lujo de alquiler. Había comprado una guía de Venecia en el aeropuerto y quería saber todo lo posible acerca de Torcello.

Los romanos fueron los primeros en habitar la diminuta isla en los siglos v y vi. Luego, en el siglo VIH, los asustados pobladores de tierra firme huyeron de los invasores lombardos y hunos y la ocuparon de nuevo. En la primera década del siglo XVI, veinte mil personas vivían en una próspera colonia entre iglesias, conventos, palacios, mercados y un activo centro marítimo. Los mercaderes que robaron el cuerpo de san Marcos de Alejandría en 828 eran oriundos de Torcello. La guía hacía mención a él como el lugar donde «Roma confluyó por vez primera con Bizancio». Una línea divisoria de aguas: al oeste quedaba el Parlamento; al este, el Taj Mahal. Después la fiebre pestilente, la malaria y el cieno que obstruía los canales ocasionaron su declive. Los ciudadanos más animosos se mudaron al centro de Venecia, las casas de los mercaderes cerraron sus puertas, los palacios cayeron en el olvido. Albañiles de otras islas acabaron hurgando entre los escombros en busca de la piedra adecuada o una cornisa esculpida, y todo fue desapareciendo poco a poco. Las marismas recuperaron las zonas altas, y en la actualidad allí vivían menos de sesenta personas en un puñado de casas.

Miró por las ventanillas de proa y divisó una única torre de ladrillo -antigua, orgullosa y solitaria- que se alzaba hacia el cielo. Una fotografía de la guía la inmortalizaba. Malone continuó leyendo y se enteró de que el campanario se erguía junto a la única estructura famosa de Torcello: la basílica de Santa María Assunta, del siglo VII, el templo más antiguo de Venecia. A su lado, según la guía, había una iglesia achaparrada con planta de cruz griega, levantada seiscientos años después: Santa Fosca.

El ruido de los motores fue atenuándose cuando Cassiopeia aminoró la marcha y la motora se asentó en el agua. Él volvió con ella, junto al timón. Ante sí vio finas franjas de arena color ocre cuajadas de carrizos, juncos y nudosos cipreses. La lancha avanzó lentamente y se adentró en un canal fangoso, los costados flanqueados por campos cubiertos de malas hierbas a un lado y una carretera asfaltada al otro. A su izquierda, uno de los vaporettos urbanos recogía pasajeros en la única terminal de transporte público de la isla.

– Torcello -anunció ella-. Esperemos que hayamos llegado primero.

Viktor bajó del vaporetto con Rafael a la zaga.

El barco los había llevado desde San Marcos a Torcello en un laborioso traqueteo por la laguna veneciana. Se había decidido por el transporte público porque era la forma más discreta de explorar el objetivo de esa noche.

Siguieron a una multitud de turistas, cámara en mano, que se dirigían hacia las dos afamadas iglesias de la isla, una calle similar a una acera escoltando un lánguido canal. El camino finalizaba cerca de un grupo de construcciones de piedra bajas que daban cabida a un par de restaurantes, algunos puestos para turistas y un hostal. Él ya había estudiado el trazado de la isla y sabía que Torcello era una franja de tierra minúscula dedicada al cultivo de alcachofas que exhibía un puñado de opulentas residencias y presumía de dos antiguas iglesias y un restaurante.

Habían ido en avión desde Hamburgo, haciendo escala en Múnich. Después de Venecia regresarían a la Federación, a casa, el periplo por Europa concluido. Según las órdenes de la ministra, Viktor tenía que conseguir el séptimo medallón antes de medianoche, pues debía estar en la basílica de San Marcos a la una de la madrugada.

Que Zovastina se desplazara a Venecia era de lo más inusual.

Al parecer, fuera lo que fuese lo que tuviera previsto, había dado comienzo.

Pero al menos ese robo debería ser sencillo.

Malone admiró la elegancia arquitectónica del campanario de la isla, una mole de ladrillo y mármol ingeniosamente sostenida mediante pilastras y arcos. Unos cuarenta y cinco metros de altura, cual talismán en medio de un erial, el camino que conducía a la parte superior -por rampas que serpenteaban pegadas a los muros externos- le recordó a la Torre Redonda de Copenhague. Tras pagar los seis euros de la entrada iniciaron el ascenso para estudiar la isla desde su punto más alto.

Malone se hallaba ante una pared que le llegaba a la altura del pecho, observando por unos arcos abiertos que la tierra y el agua parecían querer fundirse en un abrazo. Unas garzas blancas alzaron el vuelo desde una marisma herbosa. Huertos y campos de alcachofas se extendían a sus pies apaciblemente. La melancólica escena se asemejaba a un pueblo fantasma sacado del Oeste americano.

Más abajo se alzaba la basílica, en modo alguno cálida o acogedora, con cierto aire de improvisado granero, como si no estuviera terminada. Malone había leído en la guía que había sido construida de prisa y corriendo por unos hombres que pensaban que el fin del mundo llegaría en el año 1000.

– Toda una alegoría -le comentó a Cassiopeia-: una catedral bizantina junto a una iglesia griega. Este y oeste juntos. Como Venecia.

Delante de las dos iglesias se abría una piazzetta infestada de hierbas. Lo que en su día fue el centro neurálgico de la ciudad ahora no era más que un prado comunal. De allí salían caminos polvorientos, de los cuales un par desembocaban en un segundo canal y otros culebreaban hacia casas lejanas. A la plazoleta daban otros dos edificios de piedra, ambos pequeños, de unos doce metros por seis, dos plantas y tejado a dos aguas. Juntos constituían el museo de Torcello. La guía mencionaba que antaño habían sido palacios, ocupados siglos atrás por mercaderes adinerados, pero en la actualidad eran propiedad del Estado.

Cassiopeia señaló la construcción de la izquierda.

– El medallón está ahí, en el segundo piso. El museo no es gran cosa: fragmentos de mosaicos, capiteles, algunos cuadros, unos cuantos libros y monedas. Objetos griegos, romanos y egipcios.

Malone se volvió hacia ella, que continuaba observando la isla. Al sur se distinguía el contorno del centro de Venecia, los campaniles rozando un cielo que empezaba a oscurecerse, señal de que se avecinaba una tormenta.

– ¿Qué hacemos aquí?

Ella no respondió en el acto, de manera que Malone extendió la mano y le tocó el brazo. Cassiopeia se estremeció, pero fue incapaz de resistirse. Sus ojos se humedecieron, y él se preguntó si la tristeza que destilaba Torcello le habría traído recuerdos que era preferible olvidar.

– Este sitio está muerto -musitó ella.

Estaban solos en lo alto de la torre, el indolente silencio interrumpido tan sólo por las pisadas, las voces y las risas de los que iniciaban la subida.

– Ely también -dijo Malone.

– Lo echo de menos.

Cassiopeia se mordió el labio, y él sopesó si el arrebato de sinceridad suponía una creciente confianza.

– No puedes hacer nada.

– Yo no diría tanto.

A Malone no le gustó cómo sonaron sus palabras.

– ¿Qué tienes en mente?

Cassiopeia no contestó, y él lo dejó estar. Prefirió escudriñar con ella la lejanía, más allá del tejado de las iglesias. Unos cuantos puestos que vendían encaje, artículos de cristal y recuerdos flanqueaban un breve sendero que unía el pueblo con la herbosa piazzetta. Un grupo de visitantes se aproximaba a las iglesias. Entre ellos, Malone distinguió un rostro familiar: Viktor.