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– ¿Cree que me interesa esta lección de historia?

Vincenti juntó las manos sobre el regazo.

– Pues debería interesarle.

– Este caserón es deprimente. ¿Es suyo?

Cierto, la villa carecía del encanto de una casa vivida, pero zares, emperadores, archiduques y monarcas habían permanecido bajo su techo. Hasta Napoleón había ocupado uno de los dormitorios. De manera que Vincenti dijo con orgullo:

– Nuestro.

– Necesita un interiorista. ¿Hemos acabado?

– Me gustaría terminar lo que le estaba explicando.

El florentino gesticuló con las manos.

– Adelante. Me gustaría irme a dormir.

– Nosotros también somos un Consejo de Diez. Al igual que el original, contratamos a inquisidores para hacer cumplir nuestras decisiones. -Hizo un gesto y tres hombres avanzaron desde el fondo del salón-. Al igual que los originales, nuestro poder es absoluto.

– Ustedes no son el gobierno.

– No. Somos algo muy diferente.

Con todo, el florentino no parecía inmutarse.

– He venido aquí en mitad de la noche porque mis socios me lo ordenaron, no porque esté impresionado. Me traje a estos cuatro para que me protejan, así que es posible que a sus inquisidores les cueste hacer cumplir nada.

Vincenti se levantó de la silla.

– Creo que es preciso aclarar algo. Se lo contrató para que cumpliera un encargo, encargo que usted cambió a su conveniencia.

– A menos que pretendan salir de aquí en una caja, les sugiero que nos olvidemos de esto.

La paciencia de Vincenti se agotó. Le desagradaba sobremanera esa parte de sus deberes oficiales. A un gesto suyo, los cuatro hombres que habían acompañado al florentino agarraron al idiota.

El engreimiento se tornó estupor.

El florentino fue desarmado mientras tres de los hombres lo contenían. Un inquisidor se aproximó y, con un rollo de gruesa cinta, ató los inquietos brazos del acusado a la espalda, las piernas y las rodillas juntas, y le envolvió el rostro, sellando su boca. A continuación los tres hombres lo soltaron y el fornido cuerpo del florentino golpeó la alfombra.

– Este Consejo lo considera culpable de traición a nuestra Liga -anunció Vincenti.

Otro gesto y una puerta de dos hojas se abrió: alguien entró empujando un ataúd de rica madera lacada con la tapa abierta. Los ojos del florentino se desorbitaron cuando pareció comprender cuál sería su suerte.

Vincenti se acercó a él.

– Hace quinientos años, los traidores al Estado eran encerrados en unas estancias de la parte superior del palacio del Dogo, construidas en madera y plomo, expuestas a los elementos: se las conocía como los ataúdes. -Hizo una pausa para que sus palabras hiciesen mella-. Unos sitios horribles. La mayoría de los que entraban morían. Usted cogió nuestro dinero mientras intentaba ganar más por su cuenta. -Meneó la cabeza-. No puede ser. Y, por cierto, sus socios decidieron qué usted sería el precio que pagarían para seguir en paz con nosotros.

El florentino comenzó a forcejear con renovado brío, sus protestas ahogadas por la cinta que le tapaba la boca. Uno de los inquisidores acompañó fuera de la sala a los cuatro hombres que habían acudido con el florentino: su trabajo había concluido. Los otros dos inquisidores levantaron al rebelde y lo metieron en el ataúd.

Vincenti miró la caja y leyó con exactitud lo que decían los ojos del florentino: claro que había traicionado al Consejo, pero sólo había hecho lo que Vincenti, no sus socios, le había ordenado hacer. Era Vincenti quien había cambiado el encargo, y el florentino sólo se había presentado ante el Consejo porque Vincenti le había asegurado en privado que no se preocupara. No era más que una farsa. «No pasa nada, tú sígueme el juego. Todo habrá acabado en menos de una hora.»

– ¿Gordinflón? -inquirió Vincenti-. Arrivederci.

Y cerró de golpe la tapa.

TRES

Copenhague

Malone observó que las llamas que descendían por la escalera se detenían a las tres cuartas partes del camino y no daban muestras de querer avanzar más. Se situó ante una de las ventanas y buscó algo con lo que romper el cristal. Las únicas sillas que vio se hallaban demasiado cerca del fuego. El segundo mecanismo seguía paseándose por el primer piso, despidiendo rociadas. Malone no se decidía a moverse. Quitarse la ropa era una opción, pero el cabello y la piel también apestaban a aquella sustancia química.

Tres golpes en el cristal lo asustaron.

Se volvió y, a menos de medio metro, descubrió un rostro familiar: Cassiopeia Vitt.

¿Qué estaba haciendo allí? Sin duda los ojos de Malone reflejaron sorpresa, pero fue directo al grano y chilló:

– ¡Tengo que salir de aquí!

Ella le señaló la puerta y Malone entrelazó los dedos para indicarle que estaba cerrada.

Cassiopeia le dio a entender que se apartara.

Al hacerlo, unas chispas saltaron de la parte inferior del impaciente artilugio. Malone fue hacia él y lo puso boca arriba de una patada. Debajo vio ruedas y un dispositivo mecánico.

Oyó un ruido sordo, y luego otro, y adivinó lo que hacía Cassiopeia: dispararle a la ventana.

Entonces vio algo que antes había pasado por alto: sobre las vitrinas del museo había bolsas de plástico selladas llenas de un líquido transparente.

La ventana se resquebrajó.

No tenía elección: a riesgo de acercarse demasiado a las llamas, agarró una de las sillas que había visto antes y la arrojó contra el cristal. La ventana se hizo pedazos mientras la silla se estrellaba contra la calle al otro lado.

El mecanismo andante se enderezó.

Una de las chispas prendió y unas llamas azules comenzaron a devorar la primera planta, avanzando en todas direcciones, avanzando hacia él.

Malone echó a correr, saltó por la ventana y aterrizó de pie.

Cassiopeia se hallaba a un metro de distancia.

Malone había notado el cambio de presión cuando la ventana se hizo añicos. Sabía algunas cosas sobre los incendios: en ese mismo instante las llamas estaban recibiendo una recarga de oxígeno. Las diferencias de presión también se dejaban sentir. Los bomberos lo llamaban combustión súbita generalizada.

Y esas bolsas de plástico sobre las vitrinas…

Sabía lo que contenían.

Cogió a Cassiopeia de la mano y cruzó la calle a la carrera.

– ¿Qué haces? -preguntó ella.

– Es hora de darnos un baño.

Saltaron desde el antepecho de ladrillo justo cuando una bola de fuego salía despedida del museo.

CUATRO

Samarcanda

Federación de Asia Central

5.45 horas

La ministra Irina Zovastina acarició al caballo y se preparó para el partido. Le encantaba jugar justo después del amanecer, con la cambiante luz de las primeras horas de la mañana, en un campo de hierba humedecida por el rocío. También le encantaban los legendarios purasangres de Fergana, unos sementales que habían adquirido fama por vez primera hacía más de un milenio, cuando fueron intercambiados a los chinos por seda. Su cuadra tenía más de un centenar de corceles criados por placer y por motivos políticos.

– ¿Están listos los demás jinetes? -preguntó a su asistente.

– Sí, ministra. La aguardan en el campo.

Llevaba botas altas de cuero y una chaqueta de piel acolchada sobre un largo chapan. Sobre el corto cabello plateado lucía un sombrero hecho con la piel de un lobo que se preciaba de haber matado ella misma.