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¿Y casualmente acababa de salir del hotel a tomar un helado?

– ¿Sabe adónde?

– Le sugerí que fuese a los soportales, enfrente de la basílica. Son muy buenos.

A él también le gustaban, así que, ¿por qué no? Los dos tomarían uno.

Cassiopeia se situó cerca del punto en que el turbio canal se unía a la laguna, no muy lejos de la terminal de transporte público de Torcello. Si sus instintos no la engañaban, Viktor y su cohorte regresarían dentro de las próximas dos horas.

La oscuridad envolvía la isla.

Sólo el restaurante donde ella y Malone habían comido permanecía abierto, pero sabía que cerraría al cabo de media hora. También había comprobado ambas iglesias y el museo: cerrados, y los empleados se habían marchado en el vaporetto que había salido hacía una hora.

A través de la neblina cada vez más espesa que cubría la laguna divisó barcos que cruzaban en todas las direcciones, limitados -como bien sabía- a pasillos marcados que hacían las veces de carreteras en aquellas aguas poco profundas. Lo que estaba a punto de hacer cruzaría una línea moral, una que ella nunca antes había infringido. Había matado, pero sólo cuando se había visto obligada a hacerlo. Eso era diferente. Sentía la sangre helada en las venas, lo que la asustaba.

Pero se lo debía a Ely.

Pensaba en él a diario.

Recordaba en particular el tiempo que habían pasado en las montañas.

Ella contemplaba el macizo rocoso que descendía en abruptas colinas, barrancos, cañones y precipicios. Había aprendido que las del Pamir eran unas montañas sacudidas por violentas tormentas y terremotos, envueltas en una niebla perenne donde sobrevolaban las águilas. Desoladas y solitarias. Sólo un feroz aullido rasgaba el silencio.

– Te gusta esto, ¿eh? -le preguntó Ely.

– Me gustas tú.

Él sonrió. Frisaba en los cuarenta, era ancho de espaldas y tenía un rostro vivo y redondo y unos ojos picaros. Era uno de los pocos hombres con los que se había topado que la hacían sentir mentalmente inferior, una sensación que a ella le encantaba. Le había enseñado tantas cosas…

– Venir aquí es una de las grandes ventajas de mi trabajo -aseguró Ely.

Le había hablado de su refugio en las montañas, al este de Samarcanda, cerca de la frontera china, pero ésa era la primera vez que ella iba allí. La casa, de tres habitaciones, era de madera sólida y descansaba en medio de los bosques que bordeaban la carretera principal, a unos dos mil metros sobre el nivel del mar. Una corta caminata entre los árboles los condujo hasta aquel saliente, desde el cual se disfrutaba de unas vistas espectaculares.

– ¿La casa es tuya? -inquirió ella.

Él negó con la cabeza.

– Pertenece a la viuda de un guardabosques del pueblo. Me la ofreció el año pasado, cuando vine de visita. El dinero del alquiler la ayuda a salir adelante, y a cambio yo puedo gozar de todo esto.

A Cassiopeia le encantaban sus sosegados modales. Nunca alzaba la voz ni soltaba un taco. Sólo era un hombre sencillo, enamorado del pasado.

– ¿Has encontrado lo que buscabas?

Él señaló el escabroso terreno y la tierra color magenta.

– ¿Aquí?

Cassiopeia negó con la cabeza.

– En Asia.

Ely pareció sopesar la pregunta con seriedad, y ella le concedió el lujo de ensimismarse y contempló la nieve que bajaba por una de las lejanas laderas.

– Creo que sí -contestó.

Ella sonrió al oírlo.

– Y, ¿qué has conseguido?

– Conocerte a ti.

El halago no funcionaba con ella. Los hombres siempre lo intentaban, pero con Ely era distinto.

– Además de eso -dijo ella.

– He aprendido que el pasado nunca muere.

– ¿Puedes hablar de ello?

El aullido cesó y se oyó el débil murmullo de un riachuelo remoto.

– Ahora no.

Ella lo rodeó con un brazo, lo atrajo hacia sí y dijo:

– Cuando puedas.

Sus ojos se humedecieron con el recuerdo. Ely había sido especial en muchos sentidos. Su muerte fue un golpe similar a cuando supo que su padre había fallecido o cuando su madre sucumbió de un cáncer que nadie sabía que padecía. Demasiado dolor, demasiado sufrimiento.

Vio unas luces amarillas que se dirigían hacia ella, el rumbo de la lancha directo a Torcello. Dos taxis acuáticos habían llegado y ya se habían ido, trasladando a comensales al restaurante y de vuelta a Venecia.

Ése podía ser otro.

Decía en serio lo que le había confiado a Malone: a Ely lo habían asesinado. No tenía pruebas, era algo visceral, pero esa sensación nunca le había fallado. Thorvaldsen, Dios lo guardara, había presentido que ella tenía que hacer algo, razón por la cual le había enviado, sin hacer preguntas, la bolsa de tela que ella abrazaba con fuerza y el arma que llevaba afianzada al cinturón. Odiaba a Irina Zovastina y a Viktor y a todos los que la habían puesto en esa situación.

La barca aminoró la marcha, el motor ralentizado.

Era una embarcación baja, parecida a la que ella y Malone habían alquilado. Iba directa a la entrada del canal y cuando se hubo acercado más, con la luz ambarina del timón, no vio a un taxista cualquiera, sino a Viktor.

Llegaba pronto.

Lo cual era estupendo.

Quería encargarse de aquello sin Malone.

Stephanie cruzó la plaza de San Marcos con parsimonia, los dorados ornamentos de lo alto de la basílica iluminados en la noche. Sillas y mesas salían de los soportales y tomaban el famoso empedrado en hileras simétricas, y un par de conjuntos musicales tocaban en despreocupada disonancia. El habitual enjambre de turistas, guías, vendedores, mendigos y pelmazos parecía reducido debido al empeoramiento del tiempo.

Pasó ante las célebres astas de bronce y el impresionante campanil, cerrado durante la noche. Un olor a pescado, pimienta y un toque dé clavo llamó su atención. Sombríos haces de luz bañaban la plaza con una luz dorada. Las palomas, omnipresentes por el día, se habían esfumado. En cualquier otro momento la escena habría sido romántica.

Pero ahora ella estaba en guardia.

Preparada.

Malone buscó a Stephanie entre el gentío mientras las campanas de la torre daban las diez. Del sur soplaba una brisa que arremolinaba el aire, empañado por la niebla. Se alegraba de haber cogido la chaqueta, bajo la cual ocultaba una de las armas que Thorvaldsen le había proporcionado a Cassiopeia.

La iluminada basílica dominaba un extremo de la antigua plaza y un museo el otro, todo ello suavizado por años de gloria y esplendor. Los visitantes pululaban por los largos soportales, muchos de ellos escudriñando los escaparates en busca de posibles tesoros. A las trattorias, los cafés y los puestos de helados, protegidos del viento por la galería, el negocio les iba bien.

Examinó la plaza: unos ciento ochenta metros de largo por noventa de ancho, rodeada en tres de sus lados de una hilera continua de artísticos edificios que parecían formar un vasto palacio de mármol. Al otro lado de la mojada plaza, entre paraguas temblorosos, descubrió a Stephanie, que caminaba a buen paso hacia los soportales de la cara sur.