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– Eso mismo iba a preguntarte yo. Éste es mi trabajo, tú eres librero. ¿Por qué te ha enviado Danny Daniels?

– Dijo que habían perdido el contacto contigo.

– Nadie ha intentado ponerse en contacto conmigo.

– Al parecer, nuestro presidente me quiere dentro, pero no ha tenido la gentileza de preguntar.

A sus espaldas, en la plaza, se oían gritos y chillidos. Sin embargo, él tenía una preocupación mayor: Torcello.

– Tengo una lancha justo detrás de San Marcos, en el muelle. -Señaló un callejón-. Si vamos por ahí, seguro que llegamos hasta ella.

– ¿Adónde vamos? -inquirió Stephanie.

– A ayudar a alguien que necesita más ayuda incluso que tú.

Viktor apagó el motor y dejó que la lancha rozara el muro de piedra. Un mudo paisaje de grises pizarra, verdes sucios y azules claros los envolvió. La férrea silueta de la basílica se alzaba a treinta metros, al otro lado de un manchón irregular de sombras bajas que definían un jardín y un huerto. Rafael salió con dos mochilas del camarote de popa.

– Con ocho bolsas y una tortuga debería bastar -declaró-. Si incendiamos la parte inferior, el resto arderá con facilidad.

Rafael comprendía el funcionamiento de la antigua mezcla, y Viktor había terminado confiando en esa experiencia. Vio que su compañero depositaba las mochilas en el suelo con suavidad y volvía al camarote para salir de nuevo con una de las tortugas robotizadas.

– Cargado y listo.

– ¿Por qué en masculino?

– No lo sé. Parece apropiado.

Viktor sonrió.

– Necesitamos un descanso.

– Unos días libres no estarían mal. Puede que la ministra nos los conceda, a modo de recompensa.

El otro rompió a reír.

– La ministra no cree en las recompensas.

Rafael ajustó las correas de los dos macutos.

– Unos días en las Maldivas sería estupendo. Tumbarse en una playa, el agua caliente…

– Deja de sonar, eso no va a ocurrir.

Rafael se echó al hombro una de las pesadas mochilas.

– No hay nada malo en soñar, sobre todo aquí, con esta lluvia.

Viktor agarró la tortuga mientras Rafael cogía la otra mochila.

– Entrar y salir, visto y no visto, ¿de acuerdo?

Su compañero asintió.

– No debería ser muy complicado.

Eso mismo opinaba él.

Cassiopeia se hallaba en el pórtico principal de la iglesia, al amparo de las sombras que proyectaba y sus seis altas columnas. La niebla había cedido el paso a la llovizna, pero por suerte la húmeda noche era cálida. Una brisa constante agitaba la espuma sin cesar y enmascaraba los sonidos que ella tanto necesitaba oír. Como el motor de la lancha, al otro lado del jardín, a su derecha, que a esas alturas ya debería haber llegado.

De allí partían dos caminos pedregosos: uno llevaba hasta un muelle de piedra, donde sin duda se habría detenido Viktor, y el otro directamente al agua. Cassiopeia debía ser paciente, dejarlos entrar en el museo y subir a la segunda planta.

Y entonces les haría probar su propia medicina.

TREINTA Y NUEVE

Stephanie se situó junto a Malone mientras éste alejaba la motora del muelle de cemento. Estaban llegando lanchas de la policía, que afianzaban a los amarraderos donde finalizaba San Marcos, al borde de la laguna. Las luces de emergencia herían la oscuridad.

– Se va a armar una buena -afirmó Malone.

– Daniels debería haber pensado en eso antes de interferir.

Malone siguió las balizas iluminadas del canal en dirección norte, en paralelo a la costa. Se cruzaron con más lanchas policiales, las sirenas a todo volumen. Stephanie dio con su teléfono móvil, marcó un número, se acercó a Malone y conectó el manos libres.

– Edwin -dijo-, menos mal que no estás aquí, porque te daría una patada en el culo.

– ¿Acaso no trabajas para mí? -preguntó él.

– Tenía tres hombres en la plaza. ¿Por qué no se encontraban allí cuando los necesitaba?

– Enviamos a Malone. Tengo entendido que vale por tres.

– Quienquiera que sea usted -intervino Malone-, quiero que sepa que los halagos suelen funcionar, pero estoy con ella: ¿retiró a su equipo de apoyo?

– Tenía al francotirador del tejado y a usted. Con eso bastaba.

– Te mereces una buena patada en el culo -aseguró ella.

– Cuando salgamos de ésta tendrás ocasión de hacerlo.

– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Stephanie, alzando la voz-. ¿Por qué ha venido Cotton?

– Necesito saber qué ha ocurrido.

Ella se tragó la rabia y le ofreció un breve resumen. Después espetó:

– Ahora mismo esa plaza es un caos. Menuda forma de llamar la atención.

– Eso no es necesariamente malo -repuso Davis.

La idea original era ver si Vincenti actuaría. Unos hombres se habían pasado la tarde entera vigilando el hotel de Stephanie y, cuando ésta se marchó, ellos subieron de prisa y corriendo, sin duda con el propósito de encontrar el medallón. Stephanie se preguntó a qué vendría el cambio de estrategia -involucrar a Malone-, pero se calló la pregunta y dijo:

– Todavía no me has dicho por qué está aquí Cotton.

Malone viró a la izquierda para seguir la línea de la costa, la brújula apuntando al nordeste, y aceleró.

– ¿Qué estás haciendo ahora mismo? -quiso saber Davis.

– Yendo hacia otro problema -replicó Malone-. Responda a su pregunta.

– Queremos que esta noche San Marcos esté alborotada.

Ella esperó a oír más.

– Nos hemos enterado de que Irma Zovastina va camino de Venecia. Aterrizará antes de dos horas. Extraño, como poco. Un jefe de Estado que visita un país sin previo aviso ni motivo aparente. Hemos de averiguar qué está haciendo allí.

– ¿Por qué no se lo pregunta? -sugirió Malone.

– ¿Siempre es tan servicial?

– Es una de mis virtudes.

– Señor Malone -empezó Davis-, sabemos lo del incendio de Copenhague y los medallones. Stephanie tiene uno consigo. ¿Quiere darme un respiro y echarnos una mano?

– ¿Tan malo es? -quiso saber ella.

– No es nada bueno.

Stephanie vio que Malone colaboraría sin lugar a dudas.

– ¿Adonde va a ir Zovastina?

– A la basílica, a eso de la una de la mañana.

– Parece estar bien informado.

– Una de esas fuentes impecables…, tan condenadamente impecable que me hace recelar.

La línea enmudeció un instante.

– Nada de esto me hace gracia -dijo Davis al cabo-. Pero, créame, no tenemos elección.

Viktor entró en el prado comunal que se extendía ante la basílica y la otra iglesia y estudió el Museo de Torcello. Dejó la tortuga en un bloque de mármol tallado semejante a un trono; había oído que se llamaba Sedia d'Atilla (Silla de Atila). Supuestamente, el propio Atila, rey de los hunos, se había sentado allí, si bien él lo dudaba.

Escudriñó su objetivo final. El museo era un rectángulo achaparrado de dos plantas, de unos veinte metros por diez, con ventanas dobles arriba y abajo a cada extremo protegidas con barrotes de hierro forjado. De un lateral sobresalía un campanario. Alrededor de él, la plazoleta estaba salpicada de árboles y hacía gala, en la cuidada hierba, de restos de columnas de mármol y piedras labradas.

Una puerta de madera de doble hoja en medio de la planta baja del museo era la única entrada. Se abría hacia afuera y una gruesa tranca ennegrecida la atravesaba por el centro, sujeta por soportes de hierro. Sendos candados afianzaban cada uno de los extremos del madero.

Viktor señaló la puerta y dijo:

– Quémala.

Rafael sacó una bolsa de plástico de una de las mochilas. Viktor siguió a su compañero hasta la entrada, donde éste roció cuidadosamente ambos candados con fuego griego. Se apartó cuando Rafael extrajo un cebador y convirtió ambas cerraduras en una viva fogata azul.