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Aquella cosa era increíble. Hasta el metal sucumbía a su furia: no bastaba para fundirlo, pero sí para debilitarlo.

Contempló las llamas, que tardaron unos dos minutos en consumirse.

Cassiopeia seguía vigilando a treinta metros cuando dos puntos de una intensa luz azul, como estrellas lejanas, resplandecieron para luego apagarse. Dos movimientos de palanca y los ladrones consiguieron abrir la puerta del museo.

Metieron su equipo dentro.

Ella vio que llevaban uno de los artilugios robotizados, lo que significaba que el museo de Torcello pronto quedaría reducido a cenizas.

Uno de los hombres cerró la puerta.

La plazoleta recuperó su oscuridad, húmeda y siniestra. Sólo el repiqueteo de la lluvia al estrellarse contra los charcos rompía el silencio. En el porche de la basílica, Cassiopeia sopesó lo que estaba a punto de hacer. Entonces vio que los ladrones habían dejado fuera la tranca que aseguraba la puerta.

Viktor subió la escalera de caracol que conducía a la segunda planta del museo, sus ojos adaptándose a la tenebrosa noche. Había distinguido suficientes sombras como para sortear las escasas piezas de la primera planta y subir al igualmente despejado piso superior, donde aguardaban tres enormes expositores de cristal. En el de en medio, justo donde lo había visto antes, descansaba el medallón del elefante.

Rafael estaba abajo, colocando las bolsas de fuego griego de forma que ocasionaran el mayor daño posible. Él llevaba dos bolsas destinadas a la parte de arriba. Con un rápido golpe de la palanca hizo añicos el cristal y, entre los fragmentos, recuperó con cuidado el medallón. Después arrojó una de las bolsas al vacío de tres litros a la vitrina.

La otra la dejó en el suelo.

Se metió en el bolsillo el medallón.

Era difícil saber si era auténtico, pero, a juzgar por la inspección a simple vista que había efectuado antes desde lejos, sin duda lo parecía.

Consultó el reloj: las once menos veinte. Iban bien, tenían tiempo más que suficiente para reunirse con la ministra. Después de todo, quizá los recompensara con unos días de descanso.

Bajó la escalera.

Antes se habían percatado de que el piso de ambas plantas era de madera. Cuando el fuego empezara a propagarse abajo, sólo sería cuestión de minutos que las bolsas de arriba se unieran a la mezcla.

En la oscuridad vio a Rafael agachado sobre la tortuga. Luego oyó un clic y el dispositivo comenzó a moverse. El robot se detuvo al fondo de la estancia y comenzó a rociar la pared con el pestilente fuego griego.

– Listo -informó Rafael.

La tortuga continuó cumpliendo con su cometido, indiferente al hecho de que pronto fuera a desintegrarse. Sólo era una máquina, no tenía sentimientos. Justo lo que Irina Zovastina esperaba de él, pensó Viktor.

Rafael empujó la puerta.

No se abría.

Volvió a empujar: nada.

Viktor se acercó y apoyó la mano en la madera: la puerta estaba atrancada… por fuera. Presa de la ira, cogió impulso y embistió la madera, pero lo único que logró fue lastimarse el hombro. Las gruesas tablas, sustentadas por goznes de hierro, no querían ceder.

Sus ojos escrutaron la oscuridad.

Antes, cuando recorrieron el edificio, había reparado en los barrotes de las ventanas. No suponían obstáculo alguno, dado que tenían previsto entrar y salir por la puerta. Ahora, sin embargo, esas ventanas cobraban mayor importancia.

Miró fijamente a Rafael. Aunque no podía verle el rostro, sabía exactamente lo que pensaba: estaban atrapados.

TERCERA PARTE

CUARENTA

Samarcanda

Martes, 21 de abril

1.40 horas

Vincenti descendió con cautela la escalera del jet privado. El trayecto hacia el este, de Venecia a la Federación de Asia Central, había durado casi seis horas, pero había hecho ese viaje en numerosas ocasiones y había aprendido a disfrutar del lujo del aparato y descansar durante el largo vuelo. Peter O'Conner salió tras él a la tibia noche.

– Me encanta Venecia -comentó Vincenti-, pero me gustará vivir aquí. No echaré de menos toda esa lluvia.

Un coche esperaba en la pista, y fue directo a él, estirando las entumecidas piernas, ejercitando los fatigados músculos. El conductor salió y abrió la puerta trasera. Vincenti entró mientras O'Conner se acomodaba delante. Una mampara de plexiglás garantizaba la intimidad del asiento posterior.

Allí se encontraba un hombre de cabello negro y piel cetrina cuyos ojos siempre, incluso en la adversidad, parecían encontrar comicidad en la vida. Una poblada barba ocultaba un mentón cuadrado y un cuello fino, los juveniles rasgos, incluso a esa hora intempestiva, rápidos y observadores.

Kamil Karimovich Revin era el ministro de Asuntos Exteriores de la Federación. No había cumplido los cuarenta, su trayectoria era escasa o nula, y en general se lo consideraba el perrito faldero de la ministra, el que hacía exactamente lo que ella le ordenaba. Sin embargo, hacía unos años Vincenti había visto algo más.

– Bien venido de nuevo -lo saludó Kamil-. Han pasado unos meses.

– Tengo mucho que hacer, amigo mío. La Liga ocupa gran parte de mi tiempo.

– He estado tratando con sus miembros. Muchos están empezando a seleccionar el emplazamiento de sus hogares.

Uno de los acuerdos a los que había llegado con Zovastina era trasladar a miembros de la Liga a la Federación, un buen movimiento para ambas partes. Su nueva utopía empresarial los liberaría de las onerosas cargas fiscales, pero el capital que ellos aportarían a la economía en forma de bienes, servicios e inversiones directas compensaría más que de sobra a la Federación de cualquier impuesto que pudiera devengar. Mejor aún, se crearía en el acto una clase alta sin el efecto goteo que tanto gustaba a las democracias occidentales, donde -bastante injustamente, en opinión de Vincenti- unos pocos pagaban por la mayoría.

A los miembros de la Liga los habían animado a adquirir terrenos, y muchos lo habían hecho, incluido él mismo, pagando al gobierno, dado que gracias a los soviéticos la mayoría del terreno de la Federación era público. Lo cierto es que Vincenti había formado parte del comité que había negociado dicho aspecto del trato de la Liga con Zovastina, y fue uno de los primeros en comprar, haciéndose con unas noventa hectáreas de valle y montaña en el este de lo que un día fue Tayikistán.

– ¿Cuántos han llegado a un acuerdo? -quiso saber.

– Hasta ahora, ciento diez. Los gustos difieren enormemente en cuanto a las zonas, pero Samarcanda y alrededores son las que gozan de mayor popularidad.

– Cerca de la fuente del poder. Esa ciudad y Tashkent no tardarán en convertirse en centros financieros internacionales.

El coche abandonó la terminal e inició el recorrido de cuatro kilómetros que lo separaba de la ciudad. Otra mejora sería un nuevo aeropuerto. Tres miembros de la Liga ya habían trazado planos para construir unas instalaciones más modernas.

– ¿Por qué se encuentra aquí? -preguntó Kamil-. El señor O'Conner no soltó prenda cuando hablé con él antes.

– Le agradecemos la información sobre el viaje de Zovastina. ¿Sabe por qué está en Venecia?

– No dijo nada, tan sólo que volvería en breve.

– Así que está en Venecia haciendo quién sabe qué.

– Y si descubre que están ustedes aquí conspirando, todos estaremos muertos -aseguró Kamil-. Recuerde que no hay manera de defenderse de sus pequeños gérmenes.

El ministro de Asuntos Exteriores pertenecía a una nueva casta de políticos nacidos con la Federación. Y aunque Zovastina era la primera ministra, no sería la última.

– Puedo neutralizarlos.

Una sonrisa afloró a los labios del asiático.