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– ¿No podría matarla y acabar con todo esto?

Él apreciaba la ambición pura y dura.

– Eso sería una estupidez.

– ¿Qué se propone?

– Algo mejor.

– ¿Lo respaldará la Liga?

– El Consejo de los Diez ha autorizado todo cuanto estoy haciendo.

Kamil sonrió.

– No todo, amigo mío. Sé lo de esa intentona de asesinato: fue usted, lo sé. Y luego vendió al asesino. De lo contrario, ¿cómo habría estado ella lista? -Hizo una pausa-. Me pregunto si no me venderá a mí también.

– ¿Quiere ser su sucesor?

– Prefiero vivir.

Él vio por la ventanilla los planos tejados, las cúpulas azules y los altos minaretes. Samarcanda se asentaba en una cuenca natural rodeada de montañas. La noche camuflaba un humo neblinoso que envolvía permanentemente la antigua tierra. A lo lejos, las luces de las fábricas proyectaban un halo difuso. Lo que antaño proporcionaba a la Unión Soviética productos manufacturados ahora generaba el producto nacional bruto de la Federación. La Liga ya había invertido miles de millones en modernización, y vendrían más. Así que él necesitaba saber una cosa:

– ¿Hasta qué punto quiere ser ministro supremo?

– Depende. ¿Puede encargarse su Liga?

– Los gérmenes de Zovastina no me asustan, y tampoco deberían asustarlo a usted.

– Ay, mi corpulento amigo. He visto morir de repente a demasiados enemigos. Resulta increíble que nadie se haya dado cuenta. Sin embargo, sus enfermedades son eficaces: un resfriado o una gripe de nada que se tuercen.

Aunque los burócratas de la Federación, Zovastina incluida, detestaban todo lo soviético, habían aprendido bien la lección de sus corruptos predecesores. Por eso Vincenti siempre era cuidadoso con sus palabras, pero generoso con sus promesas.

– Sin riesgo no hay ganancias.

Revin se encogió de hombros.

– Cierto, pero a veces los riesgos son demasiado grandes.

Vincenti observaba Samarcanda, un lugar antiguo, que databa del siglo V a. J.C. La ciudad de las sombras, el jardín del espíritu, la joya del islam, la capital del mundo. Sede cristiana antes de ser conquistada por el islam y los rusos. Gracias a los soviéticos, Tashkent, a doscientos kilómetros al nordeste, había crecido más y eramás próspera, pero Samarcanda seguía siendo el alma de la región.

Miró a Kamil Revin.

– Personalmente estoy a punto de dar un paso peligroso. Mi cargo al frente del Consejo de los Diez finalizará pronto. Si vamos a hacer esto, ha de ser ahora. Es hora de que usted, como decimos en mi tierra, coma o deje comer. ¿Está dentro o fuera?

– Dudo de que llegara vivo a mañana si dijese que fuera, así que estoy dentro.

– Me alegro de que nos entendamos.

– Y, ¿qué es lo que va a hacer? -inquirió el ministro.

Vincenti contempló de nuevo la ciudad. En una de los cientos de mezquitas que dominaban el paisaje, en caligrafía árabe vivamente iluminada, las letras de al menos un metro de altura, se podía leer: «Alá es inmortal.» A pesar de su elaborada historia, Samarcanda seguía destilando una insulsa solemnidad institucional cuyo origen se situaba en una cultura que había perdido la imaginación hacía tiempo. Zovastina parecía estar resuelta a cambiar ese mal; su visión era grandiosa y clara. Él había mentido cuando le había dicho a Stephanie Nelle que la historia no era su punto fuerte. De hecho, era su objetivo. Sin embargo, esperaba no cometer un error insuflando vida al pasado.

Daba igual. Era demasiado tarde para echarse atrás.

De modo que miró al ministro conspirador y respondió a su pregunta con sinceridad:

– Cambiar el mundo.

CUARENTA Y UNO

Torcello

Las ideas bullían en el cerebro de Viktor. La tortuga continuaba con su asalto programado de la primera planta del museo, dejando tras de sí una apestosa estela de fuego griego. Se planteó intentar forzar la puerta con ayuda de Rafael, pero sabía lo ancha que era la madera, y la barra exterior haría que el esfuerzo fuese inútil.

Las ventanas se le antojaban la única escapatoria.

– Coge una de las bolsas al vacío -le dijo a Rafael mientras sus ojos recorrían la sala y él se decidía por las ventanas de la izquierda.

Rafael levantó del suelo una de las bolsas de plástico transparente.

El fuego griego debería debilitar el viejo hierro forjado junto con los cerrojos que afianzaban los barrotes a la pared de fuera lo suficiente para que ellos pudieran forzarlos. Viktor agarró una de las armas que habían cogido del almacén y estaba a punto de acribillar los cristales cuando, en el otro extremo de la estancia, el cristal se hizo añicos.

Alguien había disparado a la ventana desde fuera.

Se agachó para ponerse a cubierto, igual que Rafael, a la espera de ver qué sucedería a continuación. La tortuga seguía con su rítmico avance, deteniéndose y arrancando de nuevo cuando se topaba con algún obstáculo. Viktor no sabía cuántas personas había fuera ni si él y Rafael eran vulnerables desde las otras ventanas.

Sentía el peligro que pendía sobre ellos. Una cosa estaba clara: había que parar la tortuga; eso les daría algún tiempo.

Pero, de todas formas, no sabían nada.

Cassiopeia se metió el arma de nuevo en la cintura y cogió el arco de fibra de vidrio que había sacado de la bolsa de tela. Thorvaldsen no le había preguntado para qué necesitaba un arco y flechas de alta velocidad, y entonces ella no sabía a ciencia cierta si el arma sería eficaz.

Pero ahora vaya si lo sería.

Se hallaba a treinta metros del museo, a resguardo bajo el pórtico de la basílica. Cuando regresaba desde el otro extremo de la isla se había detenido en el pueblo para coger uno de los quinqués que iluminaban el muelle próximo al restaurante. Los había visto antes, cuando ella y Malone habían llegado, y ése era otro de los motivos por los que le había pedido el arco a Thorvaldsen. Después encontró unos harapos en un cubo de basura cerca de un puesto. Mientras los ladrones se enfrascaban en su misión dentro del museo ella preparó cuatro flechas envolviendo las puntas de metal con tiras de tela que, acto seguido, empapó con el queroseno del quinqué.

Se había hecho con cerillas durante la cena que había compartido con Malone: unos librillos que había en una bandeja del baño.

Encendió los inflamables jirones de dos de las flechas y cargó con cuidado el primer proyectil llameante en el arco. Apuntó a las ventanas del primer piso, que acababa de romper a balazo limpio. Si Viktor quería fuego, lo iba a tener.

Había aprendido a tirar con arco de pequeña. Nunca había cazado, odiaba la idea, pero le gustaba practicar a menudo con la diana en su propiedad francesa. Era buena, sobre todo de lejos, así que acertar desde treinta metros a la ventana del otro lado de la plazoleta no suponía ningún problema. Los barrotes, tampoco: había mucho más aire que hierro.

Tensó la cuerda.

– Por Ely -musitó.

Viktor vio las llamas que se colaban por la ventana y se estrellaban contra un gran cristal que protegía una de las piezas de la primera planta. Fuera lo que fuese lo que impulsaba las llamas había atravesado el cristal, que se hizo pedazos contra el suelo de madera, arrastrando el fuego consigo. La tortuga ya había recorrido esa parte del museo, lo que se vio confirmado por el rugido del fuego griego al cobrar vida.

El naranja y el amarillo se volvieron en el acto de un azul infernal, y el piso se consumió.

Sin embargo, las bolsas al vacío…

Vio que Rafael pensaba lo mismo. Había cuatro: dos encima de sendas vitrinas de cristal y otras dos en el suelo, una de las cuales anunció su presencia con una cascada de llamas que ascendían vertiginosamente.

Viktor se metió debajo de otro de los expositores para resguardarse del calor.