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– ¡Ven aquí! -le gritó a Rafael.

Éste retrocedió. La mitad del piso estaba ardiendo. El suelo, las paredes, el techo y el mobiliario se quemaban. El lugar donde él se había refugiado todavía no había prendido, gracias a que allí no había mezcla, pero Viktor sabía que eso sólo duraría unos preciosos instantes. La escalera que conducía a la segunda planta quedaba a su derecha y el camino para alcanzarla estaba despejado. Sin embargo, el piso superior no serviría de mucho, teniendo en cuenta que el fuego no tardaría en arrasarlo desde debajo.

Rafael se acercó.

– La tortuga, ¿la ves?

Viktor comprendió el problema: el dispositivo era sensible al calor y estaba programado para explotar cuando las temperaturas alcanzaran unos valores predeterminados.

– ¿A cuántos grados está programada?

– A pocos. Quería que este sitio ardiera de prisa.

Sus ojos escrutaron las llamas y localizaron la tortuga, que seguía paseándose por el incendiado suelo, cada rociada del pulverizador provocaba un rugido como el de un dragón que vomitara fuego.

Más cristales saltaron del lado opuesto de la habitación.

Era difícil determinar si el causante era el calor o las balas.

La tortuga iba directa a ellos, emergiendo del fuego y descubriendo una parte del suelo que todavía no había prendido. Rafael se puso en pie y, antes de que Viktor pudiera detenerlo, corrió hacia ella. Desactivarla era la única forma de anular el programa.

Una flecha incendiaria atravesó el pecho de Rafael.

Su ropa empezó a arder.

Viktor se levantó y se disponía a acudir en ayuda de su compañero cuando vio que la boquilla de la tortuga se replegaba y ésta se detenía.

Sabía lo que estaba a punto de ocurrir.

Se abalanzó hacia la escalera, atravesó el vano y subió a toda velocidad los peldaños metálicos.

A cuatro patas, en un repliegue desesperado.

La tortuga explotó.

Cassiopeia no pensaba dispararle a uno de los ladrones, pero el hombre apareció justo cuando ella soltaba la cuerda. Vio cómo la flecha se clavaba en su pecho y le incendiaba la ropa. Luego, una enorme bola de fuego consumió el interior del museo, el calor escapando por la ventana y reventando los cristales restantes.

Ella se pegó a la mojada tierra.

El fuego lamía la noche a través de las aberturas.

Cassiopeia había abandonado el pórtico de la basílica y se había colocado frente al campanario del museo. Al menos, uno de los hombres había muerto. No sabía cuál, pero daba lo mismo.

Se puso en pie y corrió hasta la fachada del edificio para ver arder la prisión que ella misma había creado.

Tenía lista una última flecha incendiaria.

CUARENTA Y DOS

Venecia

Zovastina se encontraba junto al nuncio apostólico. Había aterrizado hacía una hora, y monseñor Michener la esperaba en la pista. Michener, ella y dos de sus guardaespaldas habían ido del aeropuerto al centro de la ciudad en un taxi acuático privado. No habían podido acceder a la basílica por la cara norte, en la piazzetta dei Leoncini, como habían acordado en un principio. Una parte considerable de San Marcos estaba acordonada -un tiroteo, le había dicho el nuncio-, así que habían encaminado sus pasos hacia una calle lateral, tras la basílica, y entrado por los despachos de la diócesis.

El nuncio vestía de forma distinta al día anterior, la negra sotana y el alzacuello sustituidos por ropa de calle. Por lo visto, el papa estaba cumpliendo su promesa con respecto a la discreción de la visita.

Zovastina se hallaba en el interior de la cavernosa iglesia, el techo y los muros resplandecientes de mosaicos dorados. Claramente, una creación bizantina, como si hubiese sido erigida en Constantinopla en lugar de en Italia. En lo alto llamaban la atención cinco cúpulas semiesféricas: de Pentecostés, san Juan, san Leonardo, los Profetas y la que se alzaba justo sobre su cabeza, la Ascensión. Gracias a la cálida y tenue luz que arrojaban focos incandescentes estratégicamente colocados, Zovastina convino en silencio que el templo se merecía el famoso calificativo de basílica dorada.

– Imponente, ¿no? -dijo Michener.

– Un ejemplo de lo que la religión y el mercantilismo pueden lograr cuando se unen. Los mercaderes venecianos fueron los saqueadores del mundo: ésta es la mejor prueba de su rapiña.

– ¿Siempre es usted tan cínica?

– Los soviéticos me enseñaron que el mundo es un lugar duro.

– Y, ¿alguna vez les da las gracias a sus dioses?

Ella sonrió. El norteamericano se había informado, pues en conversaciones anteriores nunca habían hablado de sus creencias.

– Mis dioses me son tan leales como se lo es a usted su dios.

– Albergamos la esperanza de que reconsidere su paganismo.

A Zovastina le irritó la etiqueta. La palabra en sí implicaba que, de algún modo, creer en muchos dioses era peor que creer en uno solo. Ella no estaba de acuerdo. A lo largo de la historia, numerosas culturas del mundo habían coincidido con ella, como bien dejó claro.

– Mis creencias me han resultado muy valiosas.

– No pretendía insinuar que no fuesen apropiadas, es sólo que tal vez podamos ofrecerle nuevas posibilidades.

Después de esa noche, la Iglesia católica no le sería de mucha utilidad. Permitiría un contacto restringido en la Federación, lo bastante para desequilibrar a los musulmanes radicales, pero nunca consentiría que una organización capaz de preservar todo lo que ahora la rodeaba se afianzara en sus dominios.

Señaló el altar mayor, tras un ornado cancel multicolor que parecía sospechosamente un iconostasio. Percibía señales de actividad procedentes del otro lado, que contaba con una viva iluminación.

– Se están preparando para abrir el sarcófago. Hemos decidido devolver una mano, un brazo o cualquier otra reliquia significativa que se pueda sacar con facilidad.

Ella no pudo evitar decir:

– ¿No lo considera ridículo?

Michener se encogió de hombros.

– Si así complacemos a los egipcios, ¿qué hay de malo en ello?

– ¿Qué hay de la santidad de los muertos? Su religión la predica constantemente, y sin embargo no está mal profanar la tumba de un hombre y retirar parte de sus restos para regalarlos.

– Es lamentable, pero necesario.

Zovastina despreciaba su blanda inocencia.

– Eso es lo que me gusta de su Iglesia: se muestra flexible cuando es «necesario».

Echó un vistazo a la desierta nave, la mayoría de las capillas, altares y nichos sumidos en profundas sombras. Sus dos guardaespaldas permanecían a tan sólo unos metros de distancia. Zovastina estudió el piso de mármol, cada centímetro tan exquisito como las paredes con mosaicos: una profusión de pintorescos motivos geométricos, animales y florales, además de unas ondulaciones inconfundibles, según algunos, intencionadas, para imitar el mar, pero más probablemente el efecto de unos cimientos poco sólidos.

Le vinieron a la cabeza las palabras de Ptolomeo: «Y tú, aventurero, ya que mi voz inmortal, aunque lejana, inunda tus oídos, escucha mis palabras. Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro, donde los sabios montan guardia.»

Aunque Ptolomeo sin duda se consideraba inteligente, el tiempo había resuelto esa parte del enigma. Nectanebo fue faraón de Egipto en tiempos de Alejandro Magno. Cuando éste todavía era un adolescente, Nectanebo fue desterrado por los invasores persas. Por aquel entonces, los egipcios creían firmemente que un día Nectanebo regresaría y expulsaría a los persas. Y casi diez años después de su derrota, la idea resultó más o menos cierta cuando Alejandro llegó y los persas no tardaron en rendirse y marcharse. Con el objeto de exaltar a su liberador y de que su presencia fuese más grata, los egipcios empezaron a contar que, en la primera época de su gobierno, Nectanebo viajó a Macedonia, disfrazado de mago, y cohabitó con Olimpia, madre de Alejandro, con lo que el padre de Alejandro sería Nectanebo y no Filipo. La historia no tenía pies ni cabeza, pero se extendió lo bastante como para que quinientos años después acabara formando parte de la Vida de Alejandro Magno, un rocambolesco relato de ficción histórica que, como bien sabía ella, muchos historiadores citaban erróneamente como una autoridad. Durante su reinado como último faraón egipcio, la historia cuenta que Nectanebo estableció en Menfis la capital, lo cual desentrañaba lo de: «Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro.» Lo siguiente, «donde los sabios montan guardia», reforzaba esa conclusión.