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– ¿Como yo?

Él asintió.

– Usted es bastante especial.

– Y eso, ¿por qué?

– Es jefa de Estado, ¿por qué si no?

Aquel hombre era bueno, como el diplomático sueco y su reloj francés, rápido de pensamiento y palabra y carente de respuestas. Zovastina señaló uno de los enormes pilares de mármol, la base rodeada de un banco de piedra acordonado para que nadie se sentara.

– ¿Qué son las manchas negras?

Las había visto en todas las columnas.

– Yo pregunté eso mismo una vez -contestó Michener-. Los fieles sentándose en los bancos y apoyando la cabeza en el mármol durante siglos. La piedra absorbió la grasa del cabello. Imagine cuántos millones de cabezas fueron necesarios para dejar esas huellas.

Zovastina envidiaba a Occidente por esas sutilezas históricas. Por desgracia, su tierra natal había sido atormentada por los invasores, cada uno de los cuales se había propuesto borrar todo vestigio de lo que le precedió. Primero los persas, luego los griegos, los mongoles, los turcos y, por último -los peores-, los rusos. Aquí y allá quedaba un edificio en pie, pero nada como esa construcción dorada.

Se hallaban a la izquierda del altar mayor, al otro lado del iconostasio, sus dos guardaespaldas no muy lejos. Michener le indicó el suelo de mosaico.

– ¿Ve esa piedra con forma de corazón?

Zovastina la veía: pequeña, discreta, intentando fundirse con los exuberantes motivos de alrededor.

– Nadie sabía qué era. Luego, hace unos cincuenta años, durante unos trabajos de restauración del suelo, levantaron la piedra y debajo encontraron una cajita que contenía un corazón humano arrugado. Era del dogo Francesco Erizzo, que murió en 1646. Me contaron que su cuerpo descansa en la iglesia de San Martín, pero en su testamento él dispuso que lo más íntimo de su ser fuese enterrado cerca del santo patrón de los venecianos -Michener señaló el altar mayor-: san Marcos.

– ¿Sabe usted qué es «lo más íntimo de su ser»?

– El corazón humano. ¿Quién no? Los antiguos consideraban que el corazón era el centro de la sabiduría, la inteligencia, la esencia de la persona.

Motivo precisamente por el cual, razonó ella, Ptolomeo empleó esa descripción: «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»

– Deje que le enseñe una cosa -sugirió Michener.

Pasaron ante el elaborado cancel con su profusión de cuadrángulos, romboides y cuadrifolios de mármol de color. Tras la mampara vio a unos hombres arrodillados trabajando debajo de la mesa del altar, donde había un sarcófago bañado en luz. Una rejilla de hierro que protegía la parte frontal, de unos dos metros de largo por uno de alto, estaba siendo retirada.

Michener notó el interés de Zovastina y se detuvo.

– En 1835, la mesa del altar fue vaciada para hacerle un sitio destacado al santo. Y ése fue su lugar de descanso. Esta noche será la primera vez que se abre el sarcófago desde entonces. -El nuncio consultó el reloj-. Casi es la una. Pronto estarán listos.

Zovastina siguió al irritante sacerdote hasta el otro lado de la basílica, hasta el oscuro crucero sur. Michener se plantó ante otra de las imponentes columnas de mármol.

– En el 976 un incendio destruyó la basílica -explicó-, que fue reconstruida y consagrada en 1094. Como usted mencionó en mi visita en Samarcanda, durante esos ciento dieciocho años no se supo cuál era el paradero del cuerpo de san Marcos. Luego, cuando se celebraba la misa de consagración de la nueva basílica, el 26 de junio de 1094, de este pilar salió un extrañó ruido, la piedra sufrió un desconchón, un temblor, y quedó al descubierto primero una mano, luego un brazo, y después el cuerpo entero del santo. Los sacerdotes y las gentes se apiñaron alrededor, incluido el propio dogo, y muchos creyeron que con la reaparición de san Marcos el mundo volvía a estar en orden.

Aquello divirtió más que impresionó a Zovastina.

– He oído hablar de ello. Resulta asombroso que el cuerpo surgiera de repente justo cuando la nueva iglesia y el dogo necesitaban el respaldo político y económico de los venecianos. El santo patrón se deja ver milagrosamente. Menudo espectáculo debió de ser. Imagino que el dogo, o algún ministro listo, orquestó todo el tinglado. Una brillante añagaza política. Novecientos años después todavía se comenta.

Michener meneó la cabeza con regocijo.

– Qué poca fe.

– Lo mío es la realidad.

– ¿Como que Alejandro Magno se encuentre en esa tumba? -observó él.

Su descreimiento la importunó.

– ¿Cómo sabe usted que no es así? La Iglesia desconoce cuál fue el cuerpo que robaron los mercaderes venecianos de Alejandría hace más de mil años.

– Dígame entonces, ministra, ¿por qué está usted tan segura?

Ella clavó la mirada en el pilar de mármol que sostenía el grandioso techo y no pudo por menos que acariciarlo, preguntándose si la historia del santo que salía de él sería cierta.

Le gustaban esas historias.

Así que le contó una al nuncio.

Eumenes se enfrentaba a una tarea formidable. Siendo como era el secretario personal de Alejandro, le había sido encomendado asegurarse de que el rey era sepultado junto a Hefestión. Habían transcurrido tres meses desde la muerte del rey, y el cuerpo momificado seguía en el palacio. La mayor parte de los otros Compañeros habían abandonado Babilonia hacía tiempo, resueltos a hacerse con el control de su parte del imperio. Dar con un cuerpo adecuado para el canje resultó ser un desafío, pero fuera de la ciudad, en una aldea no muy lejana, vivía un hombre de la estatura, la complexión y la edad de Alejandro. Eumenes lo envenenó, y uno de los embalsamadores egipcios, que había permanecido a su lado gracias a la promesa de una elevada suma, momificó al impostor. Después el egipcio se marchó de la ciudad, pero uno de los dos cómplices de Eumenes lo mató. El intercambio de cuerpos se realiza durante una tormenta de verano que trajo fuertes lluvias a la ciudad. Una vez envuelto en el cartonaje de oro, ataviado con vestimentas doradas y luciendo una corona, nadie podía distinguir un cuerpo de otro. Eumenes mantuvo oculto a Alejandro durante unos meses, hasta después de que el cortejo fúnebre real hubo salido de Babilonia rumbo a Grecia con el impostor. Luego la ciudad se sumió en un letargo del que no volvió a despertar. Eumenes y sus dos ayudantes se las ingeniaron para partir sin incidentes, llevándose a Alejandro al norte, cumpliendo el último deseo del rey.

– Así que es posible que, después de todo, este de aquí no sea el cuerpo de Alejandro -comentó Michener.

– No recuerdo haberme comprometido a dar explicaciones.

Él sonrió.

– No, ministra, no lo ha hecho. Permita que le diga únicamente que me ha gustado su relato.

– Es igual de entretenido que su fábula del pilar.

Michener asintió.

– Probablemente las dos tengan la misma credibilidad.

Sin embargo, ella disentía: su historia procedía de un manuscrito molecular descubierto mediante un análisis por rayos X de unas imágenes que habían permanecido ocultas al ojo humano durante siglos. Sólo la tecnología moderna había conseguido sacarlas a la luz. La suya no era una fábula. Alejandro Magno no había sido sepultado en Egipto. Lo llevaron a otra parte, a un lugar que Ptolomeo, el primer faraón griego, acabó descubriendo. Un lugar al que tal vez la condujese la momia que ocupaba la tumba que tenía a diez metros.

En ese instante, un hombre apareció en el iconostasio.

– Estamos listos -le dijo a Michener.

El nuncio asintió y le cedió el paso a Zovastina.

– Parece que ha llegado la hora de comprobar qué fábula es cierta, ministra.

CUARENTA Y SEIS

Viktor vio que la mujer subía la escalera y se colocaba en la cubierta central de la lancha sin dejar de apuntarlo con el arma.