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– ¿Qué le ha parecido el fuego? -inquirió.

Él dejó la embarcación en punto muerto y avanzó hacia ella.

– Zorra estúpida, le voy a enseñar…

Ella alzó la pistola.

– Hágalo, vamos.

La mirada que lo fulminó rebosaba odio.

– Le gusta matar.

– Igual que a usted.

– ¿Y a quién he matado yo?

– Puede que fuera usted o tal vez otro de su Batallón Sagrado. Hace dos meses, en Samarcanda. Ely Lund. Su casa quedó reducida a cenizas gracias a su fuego griego.

Él recordaba el trabajo. Se había ocupado personalmente siguiendo órdenes de Zovastina.

– Usted es la mujer de Copenhague. La vi en el museo y luego en la casa.

– Cuando intentó matarnos…

– Yo diría que usted y sus dos amigos se lo buscaron.

– ¿Qué sabe de la muerte de Ely? Es usted el jefe del Batallón Sagrado de Zovastina.

– ¿Cómo lo sabe? -Entonces cayó en la cuenta-. La moneda que examiné en la casa, las huellas…

– Es usted un tipo listo.

Cassiopeia parecía debatirse en una dolorosa certeza, de manera que él decidió avivar su lumbre emocional.

– Ely fue asesinado.

– ¿Fue cosa suya?

Viktor se percató de que del hombro le colgaba un arco y un carcaj con cierre de cremallera. Esa mujer le había demostrado lo fríaque podía ser atrancando la puerta del museo y utilizando las flechas para incendiar el edificio, de modo que resolvió no presionarla demasiado.

– Estaba allí.

– ¿Por qué lo quería muerto Zovastina?

La motora se mecía entre las invisibles olas, y él notaba que el viento las arrastraba. La única iluminación la proporcionaba el tenue resplandor que irradiaba el salpicadero.

– Usted, sus amigos, el tal Ely, todos están metidos en lo que no les importa.

– Pues a usted sí debería importarle su suerte. Vine a matarlos a los dos. Ya hay uno fuera. Sólo falta el otro.

– Y, ¿qué obtendrá con esto?

– El placer de verlo morir.

El arma se alzó e hizo fuego.

Malone puso punto muerto.

– ¿Has oído eso?

Stephanie también estaba alerta.

– Parecía un disparo. Cerca.

Él asomó la cabeza por el parabrisas y vio que el fuego de Torcello, a alrededor de un kilómetro y medio de distancia, ardía con renovado brío. La niebla se había levantado; al parecer, el tiempo allí era bastante inestable, y ahora disfrutaban de cierta visibilidad. Las luces de las embarcaciones se cruzaban en todos los sentidos.

Aguzó el oído.

Nada.

Encendió los motores.

Cassiopeia apuntó al mamparo y la bala pasó a escasos centímetros de la pierna de Viktor.

– Ely nunca le hizo daño a nadie. ¿Por qué tenía que matarlo esa mujer? -Ella todavía lo encañonaba-. Dígame, ¿por qué?

Pronunció la pregunta despacio, entre sus dientes apretados, más implorante que airada.

– Zovastina tiene una misión, y su Ely se entrometió.

– Era historiador. ¿Qué amenaza podía suponer?

Se odió a sí misma por referirse a él en pasado.

El agua lamía el bajo casco, y el viento seguía azotando la motora.

– Le sorprendería lo fácil que le resulta matar.

Su forma de eludir las preguntas no hacía sino aumentar la ira de Cassiopeia.

– Coja el maldito timón. -Ella lo observaba desde el lado opuesto-. Nos vamos, y despacito.

– ¿Adónde?

– A San Marcos.

Él se volvió, aceleró y, de pronto, giró bruscamente a la izquierda, desestabilizando a Cassiopeia. En ese instante de sorpresa en que la necesidad de mantener el equilibrio se impuso sobre su deseo de disparar, Viktor se abalanzó sobre ella.

Viktor sabía que tenía que matarla, pues esa mujer era sinónimo de fracaso en muchos sentidos; para empezar, de llegarse a conocer su existencia, Zovastina perdería toda su confianza en él.

Por no mencionar lo que le había sucedido a Rafael.

Su mano izquierda se aferró a la parte superior de la puerta del camarote trasero y se sirvió del agarre para tomar impulso en la inestable cubierta y estampar sus botas contra los brazos de ella.

Cassiopeia esquivó el golpe y cayó hacia atrás.

La bañera medía un par de metros cuadrados. Sendas aberturas a cada lado permitían salir de la embarcación. Los motores gemían mientras la lancha, sin piloto, se enfrentaba al oleaje, y el agua salpicaba el parabrisas. La mujer aún empuñaba el arma, pero le estaba costando recuperar el equilibrio.

Viktor arremetió contra ella y le dio en la mandíbula con el canto de la mano. La cabeza giró y se golpeó con algo, y él aprovechó ese momento de confusión para dar un nuevo golpe de timón y decelerar. Le preocupaban los bajos movedizos y los hierbajos. Torcello quedaba a su izquierda, el museo en llamas iluminando la noche. La motora se revolvió en las agitadas aguas y la mujer se llevó la mano a la cabeza.

Finalmente, Viktor resolvió dejar aquello en manos de la naturaleza.

Y la arrojó al mar.

CUARENTA Y SIETE

Zovastina salvó el iconostasio, entró en el presbiterio y admiró el magnífico baldaquino de la basílica. Cuatro columnas de alabastro, todas ellas con intrincados relieves, sostenían un enorme bloque de mármol verde tallado entre bóvedas entrecruzadas. Tras él, enmarcado por el baldaquino, relucía la famosa Pala de Oro, el retablo cuajado de oro, piedras preciosas y esmaltes.

Bajo el altar, Zovastina estudió las dos partes del sarcófago, bien distintas. La superior, deforme, era más una losa, mientras que la inferior dibujaba un limpio rectángulo tallado en el que podían leerse unas palabras grabadas: «CORPVS DIVI MARCI EVANGELISTAE.» Con el latín que sabía podía hacer una traducción aproximada: el cuerpo del divino san Marcos. Dos pesadas argollas de hierro sobresalían de la parte superior: al parecer, así era como habían bajado en un principio las ingentes piedras. Ahora, unas gruesas barras de hierro atravesaban las argollas, unidas por cada extremo a cuatro gatos hidráulicos.

– Esto supone un desafío en toda regla -explicó Michener-. Bajo el altar no hay mucho espacio. Claro está que con el equipo adecuado podríamos entrar con facilidad, pero no tenemos ni el tiempo ni la intimidad necesarios para hacerlo.

Zovastina reparó en los hombres que preparaban los gatos.

– ¿Sacerdotes?

Michener asintió con la cabeza.

– Asignados aquí. Pensamos que sería mejor que esto quedara entre nosotros.

– ¿Sabe lo que hay dentro? -preguntó ella.

– Lo que en realidad quiere saber es si los restos están momificados. -El nuncio se encogió de hombros-. Han pasado más de ciento setenta años desde que se abrió esta tumba; nadie sabe a ciencia cierta qué hay.

A ella la molestó su suficiencia. Ptolomeo había aprovechado el trueque que había hecho Eumenes y había sacado el máximo partido político de lo que a ojos del mundo era el cuerpo de Alejandro. Zovastina no tenía forma de saber si lo que estaba a punto de ver le proporcionaría respuestas, pero era imprescindible que lo averiguara.

A una señal de Michener, el dispositivo hidráulico entró en acción. Las argollas de hierro se situaron en vertical y después, muy lentamente, milímetro a milímetro, los gatos levantaron la pesada tapa.

– Unos mecanismos poderosos -observó él-. Pequeños, pero capaces de mover una casa.

La tapa se encontraba suspendida a dos centímetros, pero el interior del sarcófago permanecía sumido en las sombras. Más allá del baldaquino, en la cúpula semiesférica del ábside, vivamente iluminada, Zovastina contempló un dorado mosaico de Cristo.

Los cuatro hombres detuvieron el engranaje.

La tapa del sarcófago se había separado unos cuatro centímetros, las barras de hierro, ahora, al mismo nivel que la parte inferior del sobre del altar.