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– No los hagamos esperar.

Se subió al caballo.

Juntos, ella y el animal habían ganado numerosas veces al buzkashi, un antiguo juego practicado en su día en la estepa por un pueblo que vivía y moría en la silla. El mismísimo Gengis Kan había disfrutado de él. Por aquel entonces a las mujeres no se les permitía ni siquiera mirar, y mucho menos participar.

Pero ella había cambiado esa norma.

El caballo, zancudo y de ancho pecho, se tensó cuando ella le acarició el pescuezo.

– Paciencia, Bucéfalo.

Le había dado el nombre del animal con el que Alejandro Magno recorrió Asia, batalla tras batalla. Pero los caballos que tomaban parte en el buzkashi eran especiales. Antes de jugar un partido eran precisos años de entrenamiento para acostumbrarlos al caos del juego. Además de avena y cebada, su dieta incluía huevos y mantequilla. Cuando el animal engordaba era embridado y ensillado y permanecía al sol semanas enteras, no sólo para quemar los kilos de más, sino para enseñarle a ser paciente. Luego seguía un entrenamiento adicional, en forma de galopadas cuerpo a cuerpo. Se alentaba la agresividad, pero siempre disciplinada, de manera que caballo y jinete constituyeran un equipo.

– ¿Está preparada? -preguntó el asistente.

Era tayiko, nacido en las montañas del este, y llevaba casi una década a su servicio. Él era el único a quien la ministra permitía prepararla para el partido.

Se dio unas palmaditas en el pecho.

– Creo que voy bien protegida.

La cazadora forrada de pieles le sentaba como un guante, al igual que los pantalones de cuero. No le venía nada mal que su robusto cuerpo no fuese especialmente femenino. Sus musculosos brazos y piernas revelaban una meticulosa rutina de ejercicios y una dieta rigurosa. Su rostro ancho y de facciones grandes era levemente mongol, al igual que sus hundidos ojos marrones, todo ello gracias a su madre, cuya familia entroncaba con el lejano norte. Años de disciplina voluntaria la habían hecho pronta de oído y lenta de boca. Irradiaba energía.

Muchos habían dicho que no era posible constituir una federación asiática, pero ella les había demostrado que se equivocaban. Kazajistán, Uzbekistán, Kirguistán, Karakalpakstán, Tayikistán y Turkmenistán ya no existían. Quince años atrás esas antiguas repúblicas soviéticas, tras un breve conato de independencia, habían preferido unirse en la recién constituida Federación de Asia Central. Nueve millones y medio de kilómetros cuadrados, sesenta millones de personas, un inmenso territorio que rivalizaba con Norteamérica y Europa en tamaño, magnitud y recursos. Su sueño hecho realidad.

– Tenga cuidado, ministra. Les gusta vencerla.

Ella sonrió.

– Pues será mejor que le pongan ganas.

Hablaban en ruso, aunque ahora el dari, el kazajo, el tayiko, el turcomano y el kirguis eran las lenguas oficiales de la Federación. Como compromiso con los numerosos eslavos, el ruso seguía siendo el idioma de la «comunicación interracial».

Las puertas de la caballeriza se abrieron y ella contempló un campo llano de más de un kilómetro de extensión. Hacia el centro se congregaban veintitrés jinetes, cerca de una oquedad poco profunda. Dentro se hallaba el boz, una cabra muerta sin cabeza, órganos ni patas que había sido remojada en agua fría durante un día para proporcionarle la dureza necesaria para lo que había de soportar.

A cada extremo del campo se alzaba un poste rayado.

Los jinetes seguían cabalgando. Chapandaz, jugadores, igual que ella, listos para empezar.

Su asistente le entregó una fusta. Hacía siglos eran tiras de cuero rematadas en bolas de plomo. En la actualidad se mostraban más benévolos, pero así y todo la fusta se utilizaba no sólo para incitar al caballo, sino también para atacar a los demás jugadores. La suya lucía una bonita empuñadura de marfil.

Se acomodó en la silla.

El sol acababa de coronar el bosque por el este. Antaño su palacio había sido la residencia de los kanes que gobernaron la región hasta finales del siglo XIX, cuando se produjo la invasión rusa. Treinta habitaciones con rico mobiliario uzbeco y porcelana oriental. Lo que ahora era la cuadra, en su día albergaba el harén. Gracias a los dioses, esa época había terminado.

Respiró hondo, embriagándose del dulce aroma del nuevo día.

– Que tenga un buen juego -dijo el asistente.

Ella agradeció el estímulo con un gesto de asentimiento y se dispuso a entrar en el campo.

Sin embargo, no pudo evitar preguntarse qué estaría pasando en Dinamarca.

CINCO

Copenhague

Viktor Tomas permanecía sumido en las sombras, al otro lado del canal, viendo cómo ardía el Museo Grecorromano. Se volvió hacia su compañero, pero calló lo obvio: tenían problemas.

Había sido Rafael quien había atacado al intruso y había arrastrado el cuerpo inconsciente al museo. De alguna manera, tras su subrepticia incursión, la puerta principal había quedado entreabierta y desde el segundo piso había divisado una sombra que se aproximaba a la entrada. Rafael, que trabajaba en la primera planta, reaccionó en el acto y se situó a un lado. Cierto, debería haberse limitado a esperar para ver cuáles eran las intenciones del visitante. Sin embargo, prefirió meter a la sombra dentro de un tirón y golpearlo en la cabeza con una de las esculturas.

– La mujer -dijo Rafael-. Estaba esperando, con un arma. Eso no es bueno.

Viktor coincidía. Cabello oscuro y largo, buen tipo, enfundada en un ceñido mono. Cuando el edificio se incendió, ella salió de un callejón y se plantó cerca del canal, y cuando vio al hombre en la ventana, sacó un arma y acribilló el cristal.

El hombre también era un problema.

Rubio, alto, fibroso. Había arrojado una silla contra el cristal y a continuación había pegado un salto con sorprendente agilidad, como si ya lo hubiera hecho antes. Luego agarró a la mujer de inmediato y ambos se lanzaron al canal.

El cuerpo de bomberos llegó en cuestión de minutos, justo cuando ellos dos salían del agua, y les dieron unas mantas. Era evidente que las tortugas habían realizado su cometido. Rafael las había bautizado así dado que, en muchos sentidos, parecían tortugas, incluso eran capaces de enderezarse. Menos mal que no quedaría nada de ellas. Estaban hechas de materiales combustibles que se volatilizaban con el intenso calor de la destrucción que engendraban. Ciertamente, cualquier investigador aseguraría sin vacilar que el incendio había sido premeditado, pero sería imposible determinar cuál había sido el método o el mecanismo empleado para ello.

Salvo por el hecho de que el hombre había sobrevivido.

– ¿Causará dificultades? -preguntó Rafael.

Viktor seguía observando cómo los bomberos combatían el fuego. El hombre y la mujer estaban sentados en el pretil de ladrillo, todavía envueltos en las mantas.

Parecían conocerse.

Lo cual le preocupaba más aún.

Así que respondió a Rafael del único modo posible:

– Sin duda.

Malone volvía a ser él mismo. Cassiopeia se hallaba a su lado, arrebujada en la manta. Sólo quedaban restos de las paredes del museo; del interior, nada. El viejo edificio había ardido de prisa. Los bomberos seguían pendientes, concentrados en poner coto al desastre. Por el momento no se había visto afectada ninguna de las construcciones adyacentes.

El aire nocturno olía a hollín, además de a otra cosa -amarga, pero dulzona- similar a la que él había respirado cuando estaba atrapado dentro. El humo continuaba ascendiendo hacia el cielo, enturbiando las brillantes estrellas. Un hombre corpulento ataviado con un sucio equipo amarillo contra incendios dirigió hacia ellos sus andares de pato por segunda vez. Era uno de los jefes de la brigada. Un policía municipal ya les había tomado anteriormente declaración a él y a Cassiopeia.