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– Ya te dije que esto no es asunto tuyo. No es tu guerra.

– Sí, claro. Aquí hay un montón de mierda de la que no sabes nada.

– Sé que esos cabrones de Asia mataron a Ely por orden de Irina Zovastina.

– ¿Quién es Ely? -preguntó Stephanie.

– Es una larga historia -replicó Malone-. Una historia que nos está dando muchos problemas en este momento.

Cassiopeia seguía sacudiéndose la niebla de su cerebro y el agua del arma.

– Tenemos que irnos.

– ¿Has matado a alguien? -inquirió Malone.

– Dejé a uno frito, sí.

– Lo vas a lamentar.

– Gracias por el consejo. Ahora, vámonos.

Decidido a retrasarla, Malone dijo:

– ¿Adónde iba Viktor?

Ella se quitó el arco del hombro.

– ¿Te lo envió Henrik? -quiso saber él, recordando la bolsa de tela del restaurante.

– Ya te he dicho que esto no es cosa tuya, Cotton.

Stephanie se acercó.

– Cassiopeia, desconozco la mitad de lo que está pasando aquí, pero sé lo suficiente para ver que no estás pensando. Como me dijiste el pasado otoño: usa la cabeza, deja que te ayudemos. ¿Qué ha ocurrido?

– Tú también, Stephanie, déjame en paz. Llevo meses esperando a esos tipos. Esta noche por fin los he tenido a tiro y he acabado con uno. Quiero al otro. Y sí, es Viktor. Estaba presente cuando murió Ely. Lo quemaron vivo. ¿Para qué? -Su voz era cada vez más alta-. Quiero saber por qué murió.

– Pues vayamos a averiguarlo -propuso Malone.

Cassiopeia caminaba de un lado a otro con paso vacilante. Estaba atrapada, no tenía adonde ir, y al parecer era lo bastante lista para comprender que ninguno de los dos la dejaría en paz. Apoyó las manos en el barandal y recobró el aliento. Finalmente dijo:

– Vale, vale. Tenéis razón.

Malone se preguntó si no pretendería aplacarlos.

Cassiopeia permanecía inmóvil.

– Esto es personal, más de lo que creéis. -Titubeó-. Va más allá de Ely.

Era la segunda vez que insinuaba algo así.

– ¿Y si nos cuentas qué es lo que hay en juego?

– ¿Y si no lo hago?

Malone quería ayudarla con todas sus fuerzas, y discutir se le antojaba inútil, de modo que miró a Stephanie, que supo leer sus ojos y asintió.

Él se acercó al timón y arrancó el motor de la embarcación. Ante ellos pasaban más lanchas de policía, rumbo a Torcello. Él enfiló hacia Venecia y las lejanas luces de la motora de Viktor.

– No te preocupes por el muerto -aclaró Cassiopeia-. No quedará ni rastro del cuerpo ni del museo.

Había algo que él quería saber.

– Stephanie, ¿se sabe algo de Naomi?

– Nada desde ayer. Por eso he venido.

– ¿Quién es Naomi? -inquirió Cassiopeia.

– Eso es asunto mío -espetó él.

En lugar de cuestionarlo, Cassiopeia dijo:

– ¿Adónde vamos?

Él consultó su reloj. La esfera luminosa marcaba las 0.45.

– Como ya te he dicho, aquí están pasando muchas cosas, y sabemos exactamente adonde ha ido Viktor.

CUARENTA Y NUEVE

Samarcanda

4.50 horas

Un escalofrío recorrió la espalda de Vincenti. Cierto, había ordenado matar a gente, el día anterior sin ir más lejos, pero esa vez era distinto. Estaba a punto de embarcarse en una empresa arriesgada, una que no sólo lo convertiría en la persona más rica del planeta, sino que le aseguraría un lugar en la historia.

Faltaba poco más de una hora para que amaneciera. Permaneció en la parte posterior del coche mientras O'Conner y otros dos hombres se aproximaban a una casa protegida tras una mata de castaños en flor y una alta verja de hierro, todo ello propiedad de Irina Zovastina.

O'Conner se aproximó al vehículo y Vincenti bajó la ventanilla.

– Los dos guardas están muertos. Los hemos eliminado sin problemas.

– ¿Hay más seguridad?

– No. Zovastina tenía este sitio un tanto descuidado.

Porque creía que a nadie le importaba.

– ¿Listos?

– Dentro sólo está la mujer que cuida de ella.

– Pues vamos a ver lo agradables que son.

Vincenti entró por la puerta principal. Los otros dos hombres a los que habían contratado para esa noche tenían agarrada a la enfermera de Karyn Walde, una mujer entrada en años de rostro severo que iba en albornoz y zapatillas. En sus rasgos asiáticos se traslucía el miedo.

– Tengo entendido que cuida usted de la señorita Walde -le dijo Vincenti.

Ella asintió.

– Y que le molesta cómo la trata la ministra.

– Se comporta de una forma horrible con ella.

A Vincenti lo complació comprobar que sus fuentes eran fidedignas.

– Tengo entendido que Karyn está sufriendo, que su enfermedad empeora.

– Y la ministra le niega el descanso.

A una señal suya, los hombres la soltaron. Él se acercó más y dijo:

– He venido a aliviar su sufrimiento, pero necesito su ayuda.

La mirada de ella se volvió suspicaz.

– ¿Dónde están los guardas?

– Han muerto. Espere aquí mientras voy a verla. -Hizo un ademán-. Por el pasillo, ¿no?

Ella asintió de nuevo.

Vincenti encendió la lámpara de la mesilla y observó a la pobre infeliz que yacía postrada bajo una colcha de color rosa claro.

Karyn Walde respiraba con la ayuda de oxígeno embotellado y un respirador. Una bolsa alimentaba uno de sus brazos. Él sacó una jeringuilla hipodérmica, la insertó en una de las vías y la dejó colgando.

Los ojos de la mujer se abrieron.

– Despierte -dijo él.

Ella parpadeó unas cuantas veces, tratando de entender lo que estaba pasando. Acto seguido, se incorporó.

– ¿Quién es usted?

– Sé que últimamente no ha tenido muchos, pero soy un amigo.

– ¿Lo conozco?

Él negó con la cabeza.

– No tendría por qué, pero yo sí la conozco a usted. Dígame, ¿cómo era querer a Irina Zovastina?

Sin duda, una pregunta rara viniendo de un extraño y en mitad de la noche, sin embargo, ella se limitó a encogerse de hombros.

– ¿A usted qué más le da?

– Llevo muchos años tratando con ella y ni una sola vez he notado afecto alguno de ella o hacia ella. ¿Cómo lo consiguió usted?

– Esa misma pregunta me la he hecho yo muchas veces.

Vincenti echó una ojeada a la decoración del dormitorio: elegante y cara, como el resto de la casa.

– Vive usted bien.

– Es un pobre consuelo.

– Sin embargo, cuando enfermó, cuando supo que era seropositiva, acudió a ella. Volvió después de años de distanciamiento.

– Sabe mucho de mí.

– Si volvió es que debe de sentir algo por ella.

Karyn se tendió de nuevo en la almohada.

– En algunos aspectos es tonta.

Él era todo oídos.

– Cree que es Aquiles y yo Patroclo. Peor aún, ella es Alejandro y ve en mí a Hefestión. He oído esas historias muchas veces. ¿Conoce la Ilíada ?

Él negó con la cabeza.

– Aquiles se consideró responsable de la muerte de Patroclo por permitir que su amante condujera a los hombres a la batalla fingiendo ser él. Alejandro Magno experimentó una gran sensación de culpa cuando Hefestión murió.

– Veo que sabe de literatura e historia.

– No tengo ni idea, sólo he oído sus divagaciones.

– ¿En qué sentido es tonta?

– Quiere salvarme, pero es incapaz de admitirlo. Viene aquí, se me queda mirando, me regaña, incluso me ataca, pero está intentando salvarme. Cuando enfermé supe que ella era débil, así que volví donde sabía que cuidarían de mí.

– Pero es evidente que usted la odia.

– Le aseguro, quienquiera que sea usted, que alguien que está en mi lugar no tiene muchas opciones.

– Para ser yo un extraño, no tiene usted pelos en la lengua.