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– No tengo nada que ocultar ni que temer. Mi vida está a punto de terminar.

– ¿Se ha rendido?

– Como si pudiera elegir.

Vincenti decidió ver qué más podía averiguar.

– Zovastina está ahora en Venecia, buscando algo. ¿Lo sabía usted?

– No me sorprende. Es la gran heroína que emprende la gran búsqueda del héroe. Yo soy la amante enferma. Nosotros no somos quiénes para preguntar o cuestionar al héroe, sólo hemos de aceptar lo que se nos ofrece.

– Ha estado escuchando un montón de patrañas.

Ella se encogió de hombros.

– Se cree mi salvadora, así que yo se lo permito. ¿Por qué no? Además, atormentarla constituye mi único placer. Las elecciones vitales y toda esa mierda.

– A veces la vida es caprichosa.

Él vio que Karyn estaba intrigada.

– ¿Dónde están los guardas?

– Han muerto.

– ¿Y mi enfermera?

– Está bien. Creo que se preocupa de veras por usted.

Ella hizo un leve gesto de asentimiento.

– Sí.

De joven, Karyn Walde debía de haber sido una mujer extraordinaria, capaz de seducir tanto a hombres como a mujeres. Era fácil entender que Zovastina se hubiera sentido atraída por ella. Pero también era fácil entender que ambas mujeres chocaran: las dos eran hembras dominantes, las dos estaban acostumbradas a salirse con la suya.

– La he estado observando durante algún tiempo -afirmó él.

– No hay mucho que ver.

– Dígame, si pudiera tener cualquier cosa de este mundo, ¿qué sería?

La mujer gravemente enferma que tenía delante pareció sopesar la pregunta con seriedad. Vincenti vio las palabras a medida que se iban formando en su cabeza. Había presenciado esa misma resolución antes, mucho tiempo atrás, en otros que se enfrentaban a un destino igualmente funesto, que albergaban escasa o nula esperanza dado que ni la ciencia ni la religión podían salvarlos.

Tan sólo un milagro.

De manera que cuando ella tomó aire y respondió, él no se sintió decepcionado.

– Querría vivir.

CINCCUENTA

Venecia

Viktor pasó a toda prisa ante la fachada occidental de la basílica, vivamente iluminada. En lo alto, el propio san Marcos montaba guardia en mitad de la negrura sobre un león dorado con las alas extendidas. El corazón de la plaza quedaba a su izquierda, acordonado, un gran número de policías pululando por el amplio empedrado. Se había congregado una multitud, y por los retazos de conversación que pudo captar se enteró de que se había producido un tiroteo. Eludió el espectáculo y se dirigió a la entrada norte de la iglesia, la que Zovastina le había dicho que utilizara.

Lo desconcertaba la aparición de la mujer con el arco. Debería haber muerto en Dinamarca. Y, si ella no estaba muerta, seguro que los otros dos problemas también respiraban aún. Las cosas empezaban a salirse de madre. Debería haber esperado hasta asegurarse de que la mujer se ahogaba en la laguna, pero Zovastina aguardaba y él no podía llegar tarde.

Seguía viendo morir a Rafael una y otra vez.

Lo único que le importaría a Zovastina era si su muerte había levantado sospechas, pero ¿cómo iba a hacerlo? No encontrarían su cuerpo, tan sólo fragmentos de hueso y cenizas.

Como cuando ardió la casa de Ely Lund.

– ¿Va a matarme? -preguntó Ely-. ¿Qué he hecho yo? -El intruso blandía un arma-. ¿Qué amenaza puedo suponer yo?

Viktor no estaba a la vista, sino en una habitación contigua, escuchando.

– ¿Por qué no me responde? -inquirió Ely, alzando la voz.

– No he venido a hablar -respondió el otro.

– Sólo ha venido a pegarme un tiro, ¿no?

– Hago lo que me ordenan.

– ¿Y no sabe por qué?

– No me importa.

El silencio inundó la estancia.

– Ojalá pudiera haber hecho unas cuantas cosas más -se lamentó finalmente Ely, el tono melancólico, rebosante de resignación, sorprendentemente tranquilo-. Siempre pensé que me mataría mi enfermedad.

Viktor aguzó el oído con renovado interés.

– ¿Está infectado? -preguntó el extraño, la voz teñida de cierto recelo-. No parece enfermo.

– No tendría por qué, pero sigue ahí.

Viktor oyó el inconfundible clic del arma.

Él había permanecido fuera viendo arder la casa. El exiguo cuerpo de bomberos de Samarcanda no había hecho gran cosa. Al cabo, las paredes se desplomaron sobre sí mismas y el fuego griego lo consumió todo.

Ahora sabía algo más: la mujer de Copenhague quería lo bastante a Ely Lund para vengar su muerte.

Rodeó la basílica y vio la entrada norte. Al otro lado de las abiertas puertas de bronce aguardaba un hombre.

Viktor recuperó la compostura.

La ministra lo querría centrado y contenido.

Zovastina le devolvió a Michener el concordato firmado.

– Ahora concédame mis treinta minutos.

El nuncio hizo una señal y los sacerdotes salieron del presbiterio.

– Lamentará haberme presionado -amenazó ella.

– Puede que descubra que el Santo Padre es duro de pelar.

– ¿Cuántos ejércitos tiene su papa?

– Muchos han planteado esa misma pregunta, pero para doblegar el comunismo no hizo falta ejército alguno. Juan Pablo II lo hizo estupendamente él sólito.

– ¿Y su papa es igual de astuto?

– Si lo cabrea, lo averiguará.

Michener se alejó, dejó atrás el iconostasio y echó a andar por la nave, desapareciendo cerca de la puerta principal de la basílica.

– Volveré dentro de media hora -anunció desde la oscuridad.

Entonces ella vio a Viktor en la penumbra. Se cruzó con Michener, que lo saludó con un movimiento de la cabeza. Los otros dos guardaespaldas permanecían a un lado.

Viktor entró en el presbiterio, la ropa mojada y sucia, el rostro tiznado.

Zovastina sólo hizo una pregunta: -¿Lo tienes? Él le entregó el medallón. -¿Qué opinas? -quiso saber ella.

– Parece auténtico, pero no he tenido ocasión de comprobarlo. Zovastina se metió la moneda en el bolsillo. Más tarde. A diez metros de distancia esperaba el sarcófago abierto, lo único que importaba en ese momento.

Malone fue el último en salir de la lancha al muelle de cemento. Habían vuelto al centro, a San Marcos, donde la famosa plaza finalizaba en la laguna. Las olas batían contra los postes móviles y zarandeaban las góndolas que estaban allí amarradas. Seguía habiendo mucha policía y muchos más mirones que hacía una hora.

Stephanie señaló a Cassiopeia, que se abría paso a codazos entre una concurrida hilera de puestos callejeros, dispuesta a llegar a la basílica, el arco y el carcaj de nuevo en bandolera.

– Hay que atar corto a Pocahontas.

– Señor Malone.

Entre el gentío, Malone vio a un hombre de unos cuarenta y muchos años vestido con unos chinos, una camisa de manga larga y una chaqueta de algodón que se dirigía a su encuentro. Cassiopeia también pareció oír el saludo, ya que se detuvo y fue hasta donde estaban Malone y Stephanie.

– Soy monseñor Colin Michener -se presentó éste al llegar.

– No tiene usted pinta de sacerdote.

– Esta noche, no. Pero me dijeron que lo esperara, y he de reconocer que la descripción que me dieron fue exacta: alto, cabello claro y con una mujer de más edad a la zaga.