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– ¿Cómo dice? -espetó Stephanie.

Michener sonrió.

– Me advirtieron que es usted picajosa con lo de la edad.

– ¿Quién se lo advirtió? -quiso saber Malone.

– Edwin Davis -repuso Stephanie-. Mencionó que tenía una fuente impecable. Usted, supongo.

– Conozco a Edwin desde hace tiempo.

Cassiopeia señaló la iglesia.

– ¿Ha entrado otro hombre en la basílica? ¿Bajo, fornido, en vaqueros?

El sacerdote asintió.

– Ha ido al encuentro de la ministra Zovastina. Se llama Viktor Tomas y es el jefe de la guardia personal de Zovastina.

– Está usted bien informado -comentó Malone.

– Yo diría que el que lo está es Edwin, pero hay una cosa que no supo decirme. ¿De dónde viene ese nombre, Cotton?

– Es una larga historia. Ahora mismo tenemos que entrar en la basílica, y estoy seguro de que sabe usted por qué.

A una indicación de Michener todos se retiraron tras uno de los puestos, huyendo de la marea de transeúntes.

– Ayer llegó a nuestras manos cierta información sobre la ministra Zovastina que pasamos a Washington: quería echar un vistazo a la tumba de san Marcos, de modo que el Santo Padre pensó que tal vez Estados Unidos quisiera mirar al mismo tiempo.

– ¿Podemos irnos? -insistió Cassiopeia.

– Es usted muy nerviosa, ¿no? -observó Michener.

– Sólo quiero irme.

– Lleva un arco y flechas.

– A usted no hay quien le engañe, ¿eh?

Michener pasó por alto el comentario y miró a Malone.

– ¿Se va a descontrolar esto?

– No más de lo que ya lo está.

Michener apuntó hacia la plaza.

– Como el hombre al que mataron ahí antes.

– Y en Torcello hay un museo en llamas -añadió Malone justo cuando notó vibrar el móvil.

Rescató el teléfono del bolsillo, comprobó la pantalla -Henrik de nuevo- y descolgó.

– Enviarle un arco con flechas no fue buena idea.

– No tenía elección -repuso Thorvaldsen-. He de hablar con ella, ¿está contigo?

– Sí.

Le entregó el móvil a Cassiopeia y ella se apartó.

Cassiopeia se pegó el teléfono a la oreja, la mano temblorosa. -Escúchame bien -le dijo al oído el danés-. Hay algo que debes saber.

– Esto es un caos -le confesó Malone a Stephanie.

– Y empeora por momentos.

Él observaba a Cassiopeia, de espaldas a ellos, aferrada al móvil.

– Está hecha un lío -aseguró él.

– Creo que todos nosotros hemos pasado por eso -apuntó Stephanie.

Malone sonrió al oír la verdad.

Cassiopeia colgó, volvió con ellos y le devolvió el teléfono a Malone.

– ¿Has recibido tus órdenes? -preguntó éste.

– Algo así.

Malone se dirigió a Michener.

– Ya ve con lo que tengo que lidiar, así que espero que me cuente algo de provecho.

– Zovastina y Viktor están en el presbiterio de la basílica.

– Me vale.

– Pero tengo que hablar con usted en privado -le dijo el sacerdote a Stephanie-. Se trata de una información que Edwin me pidió que le transmitiera.

– Preferiría ir con ellos.

– Aseguró que era vital.

– Hazlo -pidió Malone-. Nosotros nos ocuparemos de los de ahí dentro.

Zovastina se aproximó al altar y se agachó.

Uno de los sacerdotes había dejado una barra de luz en el suelo. La ministra le indicó a Viktor que se arrodillara a su lado.

– Di a los otros dos que recorran la iglesia, sobre todo la parte de arriba. Quiero asegurarme de que nadie nos vigila.

Viktor despachó a los guardaespaldas y regresó a su lado.

Ella cogió la barra y, conteniendo la respiración, iluminó el interior del sarcófago de piedra. Había imaginado ese instante desde que Ely Lund le confió la posibilidad. ¿Sería ése el impostor? ¿Habría dejado Ptolomeo una pista que la condujese hasta donde yacía Alejandro Magno? Ese lugar lejano, «en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida». La vida en forma de bebedizo. Ella recordó lo que el historiador personal de Alejandro había escrito en uno de los manuscritos que Ely descubrió: «El cuello del hombre se había hinchado de tal modo que apenas podía tragar saliva, como si tuviese piedras en la garganta, y su boca vomitaba líquido con cada espiración. Tenía el cuerpo lleno de heridas y en sus músculos no quedaba un soplo de fuerza. La respiración era fatigosa.» Sin embargo, el bebedizo lo había curado en un día. Los científicos de su laboratorio biológico creían que los síntomas eran virales. ¿Cabía la posibilidad de que la naturaleza, que tantos agresores generaba, también ofreciera la forma de detenerlos?

Sin embargo, en el pétreo ataúd no había ningún resto momificado.

Lo que vio fue una fina caja de madera, de medio metro cuadrado, ricamente decorada, con dos asas de latón. La decepción le oprimió el estómago, pero Zovastina supo disimularla en el acto y ordenó:

– Sácala.

Viktor metió las manos bajo la tapa de piedra suspendida, cogió el ornado receptáculo y lo depositó en el piso de mármol.

¿Qué esperaba? Cualquier momia tendría al menos dos mil años de antigüedad. Era cierto que los embalsamadores egipcios conocían su oficio, y momias de la misma edad e incluso más habían sobrevivido intactas, pero ésas habían permanecido durante siglos en sus respectivas tumbas sin que nadie las molestara, no se habían paseado por medio mundo sin ton ni son, y desde luego no habían desaparecido novecientos años. Ely Lund estaba convencido de que el enigma de Ptolomeo era auténtico, así como lo estaba de que los venecianos habían partido de Alejandría en 828 no con el cuerpo de san Marcos, sino con los restos de otro, quizá incluso con el cuerpo que descansó en el Soma durante seiscientos años, el venerado e idolatrado Alejandro Magno.

– Ábrela.

Viktor retiró las hembrillas y levantó la tapa. La caja estaba forrada de desvaído terciopelo rojo, y dentro había un rebujo de la frágil tela. Tras quitarla con cuidado, Zovastina encontró unos dientes, un omóplato, un fémur, parte de un cráneo y cenizas.

Cerró los ojos.

– ¿Qué esperaba? -inquirió una voz desconocida.

CINCUENTA Y UNO

Samarcanda

Vincenti sopesó la respuesta que le había dado Karyn Walde a su pregunta e inquirió:

– ¿Qué estaría dispuesta a hacer a cambio de vivir?

– No puedo hacer gran cosa, míreme. Y ni siquiera sé cómo se llama usted.

Esa mujer había sido una manipuladora toda su vida, e incluso en esas circunstancias todavía era capaz de serlo.

– Enrico Vincenti.

– ¿Italiano? No lo parece.

– Me gustaba el nombre.

Ella sonrió.

– Tengo la sensación, Enrico Vincenti, de que usted y yo somos muy parecidos.

Vincenti estaba de acuerdo. Tenía dos nombres, numerosos intereses y una sola ambición.

– ¿Qué sabe usted del VIH?

– Sólo que me está matando.

– ¿Sabía que existe desde hace millones de años? Lo cual es increíble, teniendo en cuenta que ni siquiera está vivo. No es más que ácido ribonucleico, ARN, rodeado de una capa protectora de proteínas.

– ¿Acaso es usted científico?

– Pues, a decir verdad, sí. ¿Sabía que el VIH carece de estructura celular? No es capaz de generar ni gota de energía. La única característica de un organismo vivo que presenta es la capacidad de reproducirse. Pero hasta eso requiere material genético de un huésped.

– ¿Como yo?

– Me temo que sí. Hay alrededor de un millar de virus conocidos, aunque cada día se descubren otros nuevos. Aproximadamente la mitad viven en plantas; el resto, en animales. El VIH pertenece a esta última clase, pero es único, magnífico.