Выбрать главу

Entonces cayó en la cuenta.

– Malone y Cassiopeia son prescindibles.

– Algo por el estilo. No sabemos de lo que es capaz Zovastina, pero yo no quería que se viera implicada la directora de Magellan Billet.

Stephanie dio media vuelta para marcharse.

– Yo en tu lugar no me iría -la advirtió Davis.

– Que te den, Edwin.

Michener le impedía el paso en la puerta.

– ¿Forma usted parte de este disparate? -quiso saber ella.

– Como le dije fuera, nos tropezamos con algo y lo pasamos allí donde creíamos que despertaría interés. Irina Zovastina supone una amenaza para el mundo.

– Planea desencadenar una guerra -explicó Davis-. Morirán millones de personas, y ella está casi lista.

Stephanie retrocedió.

– ¿Y se arriesgó a venir tranquilamente a Venecia para echarle un vistazo a un cadáver de dos mil años de antigüedad? ¿Qué está haciendo aquí?

– Probablemente enfadándose -apuntó Michener.

Ella vio el brillo en sus ojos.

– ¿La ha engañado?

El sacerdote negó con la cabeza.

– Lo ha hecho ella sola.

– Alguien va a recibir un balazo ahí dentro. Cassiopeia ha sobrepasado su límite. ¿No cree que un tiroteo llamaría la atención de toda esa policía que anda por la plaza?

– Los muros de la basílica tienen varios metros de grosor -replicó Michener-. La insonorización es perfecta. Nadie los molestará.

– Stephanie, no estamos seguros de por qué se ha arriesgado a venir Zovastina -intervino Davis-, pero a todas luces es importante. Pensamos que, dado que estaba tan decidida, la complaceríamos.

– Ya lo pillo: hacerla salir de su terreno para que se meta en el nuestro. Pero no tienes derecho a poner en peligro a Malone y a Cassiopeia.

– Venga ya, eso no ha sido cosa mía. Cassiopeia ya estaba involucrada, junto con Henrik Thorvaldsen, que, dicho sea de paso, fue quien te enredó a ti. En cuanto a Malone, ya es mayorcito y puede hacer lo que le venga en gana. Está aquí porque quiere.

– Andas a la caza de información, con la esperanza de averiguar algo.

– Y estamos utilizando el único cebo que tenemos. Fue ella quien quiso echarle un vistazo a esa tumba.

Stephanie estaba perpleja.

– Parece que conocéis su plan en líneas generales. ¿A qué esperáis? Id por ella, bombardead sus instalaciones, encerradla, presionadla políticamente.

– No es tan sencillo. Nuestra información es incompleta y carecemos de pruebas concretas. Está claro que no es algo que ella pueda negar sin más. Las armas biológicas no se pueden bombardear, y, por desgracia, no lo sabemos todo. Por eso necesitamos a Malone y al resto, para que nos saquen las castañas del fuego.

– Edwin, no conoces a Cotton. No le gusta que jueguen con él.

– Sabemos que Naomi Johns está muerta.

Se lo había guardado para cuando llegara el momento adecuado, y a ella las palabras le cayeron como un puñetazo en el estómago.

– La metieron en un ataúd con otro hombre, un matón de poca monta de Florencia. Ella tenía el cuello roto y él una bala en la cabeza.

– ¿Vincenti? -preguntó ella.

Davis asintió.

– Que también se ha puesto en marcha: salió esta tarde rumbo a la Federación de Asia Central. Una visita no programada.

Ella vio que Davis todavía sabía más cosas.

– Ha secuestrado a una mujer de la que Irina Zovastina cuida desde el año pasado, una mujer con la que mantuvo relaciones.

– ¿Zovastina es lesbiana?

– ¿No sería un bombazo para su Asamblea del Pueblo? Ella y esa mujer estuvieron juntas bastante tiempo, pero su antigua amante se muere de sida, y por lo visto a Vincenti le es de utilidad.

– Y, ¿existe algún motivo por el que se permite a Vincenti hacer lo que quiera que esté haciendo?

– Ése también trama algo, y va más allá de proveer a Zovastina de gérmenes y antígenos y más allá de proporcionar a la Liga Veneciana un paraíso para sus actividades comerciales. Queremos saber de qué se trata.

Stephanie tenía que irse.

Justo entonces, otro sacerdote apareció en la puerta del despacho y anunció:

– Acabamos de oír un disparo en la basílica.

Malone se metió tras una de las vitrinas cuando el pistolero abrió fuego. Había intentado esconderse antes de que el otro llegara a lo alto de la escalera, pero al parecer su movimiento no pasó inadvertido y propició el ataque.

La bala se estrelló contra una de las mesas que exhibían tejidos medievales. El contrachapado desvió el proyectil y concedió a Malone el instante que necesitaba para escabullirse entre las sombras. El disparo resonó en la basílica y, sin duda, habría llamado la atención de todo el mundo.

Avanzó como pudo por la resbaladiza madera y se refugió detrás de una gran colección de tablas y manuscritos iluminados.

Con el arma a punto.

Tenía que conseguir que el otro se acercara más.

Cosa que no pareció suponer ningún problema: oyó unos pasos que se aproximaban.

Zovastina oyó el disparo procedente de arriba, del crucero norte. Percibió un movimiento a su derecha, al otro lado de la balaustrada de piedra, y vio la cabeza de uno de sus guardaespaldas.

– No he venido solo -aseguró Thorvaldsen.

Ella seguía apuntando al danés.

– San Marcos está atestada de policía. Le va a costar bastante marcharse. Es una jefa de Estado en un país extranjero: ¿de veras piensa dispararme? -Hizo una pausa-. ¿Qué haría Alejandro?

Zovastina no supo si hablaba en serio o si se estaba mostrando condescendiente, pero conocía la respuesta:

– Lo mataría.

Thorvaldsen cambió de posición y se situó a la izquierda de ella.

– No estoy de acuerdo. Era un gran estratega, y listo. El nudo gordiano, por ejemplo.

La ministra gritó:

– ¿Qué está pasando ahí arriba?

Pero su hombre no contestó.

– En la aldea de Gordio -contaba el danés-, el complicado nudo atado al carro. Nadie podía deshacerlo, un obstáculo que Alejandro venció cortando sin más la cuerda con su espada y desatando el nudo a continuación. Una solución simple para un problema complejo.

– Habla usted demasiado.

– Alejandro no permitió que la confusión afectara a su raciocinio.

– ¡Viktor! -exclamó ella.

– Naturalmente, hay numerosas versiones de esa historia -prosiguió Thorvaldsen-. Según una de ellas, Alejandro retiró la lanza que iba unida a la yunta del carro, cogió los extremos de la cuerda y deshizo el nudo. Así que, ¿quién sabe?

Zovastina estaba harta de los desvaríos de aquel tipo.

Jefa de Estado o no, apretó el gatillo.

CINCUENTA Y CUATRO

Samarcanda

Vincenti recordaba los primeros síntomas de que existía un problema. En un principio la enfermedad tenía todas las características de un resfriado; luego creyó que era gripe, pero pronto se hicieron patentes todos los efectos de una invasión viral.

Un caso de contaminación.

– ¿Voy a morir? -gritó Charlie Easton desde el catre-. Quiero saberlo, maldita sea, dímelo.

Enjugó la empapada frente de Easton con un paño húmedo, como llevaba haciendo durante la última hora, y replicó en voz baja:

– Tienes que calmarte.

– Déjate de gilipolleces. Es el fin, ¿no?

Habían trabajado codo con codo durante tres años. No tenía sentido contestar con evasivas.

– No puedo hacer nada.

– Mierda, lo sabía. Tienes que pedir ayuda.

– Sabes que no puedo.

La remota ubicación del centro había sido elegida por los iraquíes y los soviéticos con sumo cuidado. El secreto era primordial, y el precio de ese secreto, funesto cuando se producía un error. Y un error era exactamente lo que se había producido.