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Easton sacudía el catre con sus aprisionados brazos y piernas.

– Corta estas malditas cuerdas, déjame salir de aquí.

Había atado al idiota al saber que sus opciones eran limitadas.

– No podemos irnos.

– Que les den a las normas y que te den a ti. ¡Corta estas malditas cuerdas!

El cuerpo de Easton se agarrotó, su respiración se tornó fatigosa y por último sucumbió a la fiebre y perdió el conocimiento.

Por fin.

Vincenti se apartó del catre y cogió una libreta que había empezado hacía tres semanas, en la primera página el nombre de su compañero. En ella había anotado un cambio progresivo del color de la pieclass="underline" de normal a amarilla y a un tono ceniciento tal que el hombre parecía muerto. Había registrado una increíble pérdida de peso, unos veinte kilos en total, casi cinco en un período de tan sólo dos días, la ingesta reduciéndose a un trago de agua tibia de vez en cuando y unos sorbitos de caldo.

Y la fiebre.

Unos furiosos 39,4°C constantemente, a veces más, el agua escapando más aprisa de lo que se podía reponer, el cuerpo literalmente evaporándose ante sus ojos. Durante años habían utilizado animales para sus experimentos, Bagdad les proporcionaba infinidad de gibones, babuinos, monos verdes, roedores y reptiles. Pero allí, por vez primera, se podían medir con precisión los efectos en un ser humano.

Clavó la mirada en su compañero. El pecho de Easton subía con unas respiraciones cada vez más laboriosas, la mucosidad dejándose oír en la garganta, el sudor corriendo por la piel como gotas de lluvia. Apuntó todas sus observaciones en el diario y se guardó el bolígrafo.

Se levantó y se frotó las gomosas piernas para desentumecerlas. Después salió pesadamente a una noche fría y despejada. Se preguntó cuánto más aguantarían los deteriorados tejidos de Easton.

Lo que planteaba el problema de qué hacer con el cuerpo.

No existía protocolo alguno que contemplara esa clase de emergencia, así que tendría que improvisar. Por suerte, los que habían construido el centro habían tenido el detalle de incluir un incinerador para deshacerse de los animales que se empleaban en los experimentos. Pero para conseguir que el homo funcionara con algo tan grande como un cuerpo humano habría que recurrir al ingenio.

– ¡Veo ángeles, están aquí, alrededor! -chilló Easton desde el catre.

Vincenti volvió dentro.

Ahora Easton había perdido la vista. Él no estaba seguro de si habría sido la fiebre o una infección secundaria la que le había destrozado la retina.

– Ha venido Dios, lo veo.

– Claro, Charlie, seguro.

Le tomó el pulso. La sangre corría a toda prisa por la carótida. Escuchó su corazón, que latía como un tambor, y comprobó la tensión arteriaclass="underline" a punto de colapsarse. La temperatura corporal seguía siendo de 39,4°C.

– ¿Qué le digo a Dios? -inquirió Easton.

Él miró a su compañero y replicó:

– Hola.

Acercó una silla y vio cómo la muerte se apoderaba de él. El final acaeció veinte minutos más tarde y no pareció violento ni doloroso. Tan sólo una última inspiración, profunda, larga. Sin contrapartida.

Anotó el día y la hora en el diario y a continuación extrajo sangre y tomó una muestra de tejido. Luego enrolló el fino colchón y las sucias sábanas alrededor del cuerpo y llevó el apestoso fardo afuera, a un cobertizo contiguo. Allí ya había dispuesto un escalpelo, afilado al máximo, y un serrucho de cirujano. Se enfundó unos gruesos guantes de goma y separó las piernas del torso. La demacrada carne se cortaba con facilidad, los huesos eran quebradizos, los músculos afectados ofrecían la resistencia del pollo hervido. Amputó ambos brazos y arrojó los cuatro miembros al incinerador, observando sin emoción alguna cómo eran pasto de las llamas. Ya sin extremidades, el torso y la cabeza entraron con facilidad por la puerta de hierro. Acto seguido troceó el ensangrentado colchón y lo introdujo a toda prisa, junto con las sábanas y los guantes, en el horno.

Cerró la portezuela y se fue.

Listo. Por fin.

Se sentó en el pedregoso suelo a contemplar la noche. Contra él telón de fondo añil de un firmamento montañoso, recortándose como una sombra más oscura aún, se erguía él tiro de ladrillo del incinerador. El humo ascendía arrastrando consigo el hedor a carne humana.

Se tendió y se entregó al sueño con gusto.

Vincenti recordaba ese sueño de hacía más de veinticinco años. E Iraq. Menudo infierno: caluroso y deprimente. Un lugar solitario y desolado. ¿Qué fue lo que concluyó la comisión de la ONU tras la primera guerra del Golfo? «Teniendo en cuenta su misión, las instalaciones eran absolutamente arcaicas, pero dentro del clima frenético reinante se las consideraba punteras.» Esos inspectores no estuvieron allí; él, sí. Joven y flaco, la cabeza llena de pelo e ideas. Un virólogo de primera. A él y a Easton terminaron destinándolos a un laboratorio remoto de Tayikistán, donde colaborarían con los soviéticos, que controlaban la zona, en un centro escondido en las estribaciones del Pamir.

¿Cuántos virus y bacterias habían analizado? Organismos naturales que pudiesen utilizarse como armas biológicas, algo que eliminara al enemigo y, sin embargo, preservara su infraestructura. No era preciso bombardear a la población, malgastar balas, arriesgarse a una contaminación nuclear o poner en peligro a los soldados. Un organismo microscópico podía hacer el trabajo sucio, la sencilla biología, el catalizador de una derrota segura.

Los criterios de trabajo para lo que quisiera que encontraran eran simples: los virus tenían que ser rápidos, biológicamente identificables, susceptibles de ser contenidos y, lo más importante, curables. Cientos de tipos fueron descartados solamente porque no se pudo hallar una forma factible de detenerlos. ¿De qué serviría infectar a un enemigo si no se podía proteger a la población propia? Los cuatro criterios habían de ser satisfechos antes de catalogar un espécimen. Casi veinte habían superado la prueba.

Vincenti nunca había aceptado lo que divulgó la prensa tras la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972: que Estados Unidos dejaba la carrera armamentística biológica y acababa con todos sus arsenales. El ejército no desecharía décadas de investigación sólo porque un puñado de políticos decidieran unilateralmente que había que hacerlo. Él creía que al menos unos cuantos de esos organismos se hallaban almacenados en las cámaras frigoríficas de alguna institución militar anodina.

Personalmente, él había encontrado seis patógenos que reunían todos los criterios.

Pero la muestra 65-G fallaba siempre.

La descubrió en 1979, en el torrente circulatorio de los monos verdes que habían enviado para los experimentos. Por aquel entonces la ciencia convencional jamás habría reparado en ello, pero gracias a su excepcional formación en virología y al equipo especial que proporcionaban los iraquíes lo encontró: algo de aspecto extraño -esférico- repleto de ARN y enzimas. Si se exponía al aire se evaporaba, y en el agua la pared celular se venía abajo. Por el contrario, reclamaba plasma tibio y parecía extendido en todos los monos verdes con los que se tropezó.