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Y, sin embargo, no parecía afectar a ninguno de los animales.

Lo de Charlie Easton, no obstante, fue otra cuestión. Maldito idiota. Uno de los monos lo había mordido hacía dos años, pero él no se lo contó a nadie hasta tres semanas antes de morir, cuando aparecieron los primeros síntomas. Una muestra de sangre confirmó que tenía la 65-G, y al final Vincenti se sirvió de la infección de Easton para estudiar los efectos del virus en los humanos, concluyendo que el organismo no era una arma biológica eficaz: demasiado impredecible, esporádico y excesivamente lento para ser un agente ofensivo eficaz.

Sacudió la cabeza.

Era increíble lo ignorante que había sido.

Un milagro que hubiera sobrevivido.

Se hallaba de nuevo en su habitación del Intercontinental mientras en Samarcanda amanecía poco a poco. Necesitaba descansar, pero el encuentro con Karyn Walde le había dado energías.

Recordó al anciano curandero.

¿Fue en 1980? ¿O en 1981?

En el Pamir, alrededor de dos semanas antes de que muriera Easton. Ya había visitado la aldea varias veces, procurando aprender cuanto pudiera. A esas alturas, el anciano sin duda habría muerto. Ya entonces su edad era bastante avanzada.

Así y todo…

El anciano correteaba descalzo por la parda ladera con la agilidad de un gato, las plantas de los pies como el cuero. A Vincenti, que iba en pos, le dolían los tobillos y los dedos incluso con las pesadas botas que llevaba. Nada era llano. Por todas partes había pedruscos que frenaban su avance, afilados, implacables. La aldea se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, a unos trescientos metros sobre el nivel del mar, la ruta que seguía llevándolos más arriba incluso.

El hombre era un curandero tradicional, una combinación de médico de cabecera, sacerdote, adivino y hechicero. No sabía mucho inglés, pero hablaba algo de chino y turco. Era como un enano con rasgos europeos y barba hendida mongola, y vestía una especie de manta con hilos de oro y un gorro de vivos colores. En la aldea, Vincenti había observado que el hombre trataba a los lugareños con un mejunje hecho a base de raíces y plantas que administraba meticulosamente gracias a una inteligencia forjada a lo largo de décadas de ensayo y error.

– ¿Adónde vamos? -preguntó él al cabo.

– A responder a su pregunta y encontrar lo que detendrá la fiebre de su amigo.

A su alrededor, un estadio de picos blancos formaba una tribuna de cumbres vírgenes. Unas nubes que amenazaban tormenta humeaban de las cimas más altas. Sartas de hilos plateados y rojos otoñales y densas no cedas ponían la nota de color a la, por lo demás, momificada escena. A lo lejos se oía un torrente de agua.

Llegaron a un saliente y él siguió al anciano por una hendidura púrpura que se abría en la roca. Sabía por sus estudios que las montañas que lo rodeaban seguían vivas, crecían lentamente unos seis centímetros al año.

Salieron a una cavidad oval cercada por más piedra. La luz era escasa, de manera que cogió la linterna que el anciano le había instado a llevar.

En el rocoso suelo había dos pozas de unos tres metros de diámetro, en una de las cuales llamaba la atención el borboteo espumoso de la energía termal. Vincenti acercó la linterna y reparó en que eran de distinto color: la activa, de un marrón rojizo; la tranquila, verde como la espuma del mar.

– La fiebre que describe no es nueva -aseguró el anciano-. Se sabe desde hace muchas generaciones que la causan los animales.

Una de las razones por las que lo habían enviado a él allí era aprender más cosas sobre los yaks, las ovejas y los enormes osos que poblaban la región.

– ¿Cómo lo sabe?

– Observamos, pero sólo a veces superan la fiebre. Si su amigo tiene la fiebre, esto ayudará. -Señaló la poza verde, la serena superficie perturbada únicamente por algunas plantas flotantes. Parecían nenúfares, sólo que más tupidos, la flor central intentando captar unas preciadas gotas de luz en medio de aquella oscuridad-. Las hojas lo salvarán. Debe mascarlas.

Él metió la mano en el agua y se llevó dos dedos a la boca: no sabía a nada. En cierto modo esperaba notar el carbonato, que se hallaba presente en otros manantiales de la región.

El hombre se arrodilló y bebió una buena cantidad con la mano.

– Es buena -dijo risueño.

Él también bebió: tibia, como una taza de té, y dulce. Así que tomó más.

– Las hojas lo curarán.

Vincenti tenía una pregunta:

– ¿Es común esta planta?

El anciano asintió.

– Pero sólo sirven las de esta poza.

– ¿Por qué?

– No lo sé. La voluntad divina, tal vez.

Él lo dudaba.

– ¿La conocen otras aldeas? ¿Otros curanderos?

– Yo soy el único que la utiliza.

Vincenti extendió la mano y atrajo hacia sí una de las vainas para estudiar su biología: era una traqueofita, las hojas peltadas unidas al tallo y con una compleja red vascular. Ocho estípulas gruesas y carnosas rodeaban la base y constituían una plataforma flotante. El tejido epidérmico era verde oscuro, las paredes de la hoja llenas de glucosa. Del centro salía un pedúnculo corto que probablemente actuase de superficie fotosintética, dado el escaso espacio de la hoja. Los pétalos de la flor, suaves y blancos, se hallaban dispuestos en verticilo y no olían a nada.

Echó un vistazo debajo. Unas fibrosas raíces marrones, similares a la cola de un mapache, se extendían por el agua en busca de nutrientes. A juzgar por las apariencias, parecía una especie bien adaptada.

– ¿Cómo supo que funcionaba?

– Mi padre me lo enseñó.

Sacó la planta del agua y sostuvo la vaina en la mano. Un agua templada se escurrió entre sus dedos.

– Hay que mascar bien las hojas y tragarse el jugo.

Vincenti rompió un pedazo y se lo acercó a la boca. Miró al anciano: los alfileres de sus ojos observándolo serenos y confiados. Se metió la hoja en la boca y la masticó. Sabía amarga, acre, como el alumbre…, y a rayos, como el tabaco.

Extrajo el jugo y se lo tragó. Casi le dieron arcadas.

CINCUENTA Y CINCO

Venecia

En un primer momento Cassiopeia centró su atención en el crucero norte, al otro lado de la nave, donde alguien le estaba disparando a Malone. Tras el antepecho, que le llegaba por la cintura, distinguió la cabeza y el torso de uno de los guardaespaldas, pero no a Malone. Después vio que Zovastina disparaba su arma, el proyectil estrellándose contra el suelo de mármol a escasos centímetros de Thorvaldsen. Pero el danés se mantuvo firme y no se movió.

Luego reparó en un movimiento a su derecha: en el arco de la escalera apareció un hombre armado que, al divisarla, levantó la pistola, si bien no tuvo ocasión de abrir fuego: ella le acertó en el pecho.

El hombre retrocedió, agitando los brazos, y Cassiopeia lo remató de otro disparo certero. Al otro lado de la nave, a cuarenta metros, vio entonces que el otro guardaespaldas se adentraba más en el museo. Cogió el arco y sacó una flecha, pero se mantuvo alejada del antepecho para no ser blanco de Zovastina.