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Estaba preocupada: justo antes de que surgiera el atacante, Viktor había desaparecido abajo, en el crucero. ¿Adónde habría ido?

Cassiopeia colocó el culatín de la flecha en la cuerda y empuñó el arco.

Tensó la cuerda.

El guardaespaldas aparecía y desaparecía en la tenue luz del crucero opuesto.

Malone aguardaba. Tenía el arma lista, lo único que necesitaba era que el otro avanzara unos metros más. Había conseguido retroceder hasta el panel expositor de uno de los objetos, amparándose en las sombras y procurando que sus pasos no se oyeran en el piso de madera, tres disparos efectuados en la nave encubriendo sus movimientos. Era imposible decir dónde se habían originado, ya que eleco anulaba el sentido de la orientación. Lo cierto es que no quería matar al guardaespaldas.

Por regla general, los libreros no mataban a la gente.

Sin embargo, dudaba de que fuese a tener elección.

Respiró hondo y se puso en marcha.

Zovastina clavó la vista en Henrik Thorvaldsen cuando resonaron más disparos arriba. Sus treinta minutos a solas en la basílica se habían convertido en un guirigay.

Thorvaldsen señaló la caja de madera del suelo.

– No es lo que esperaba, ¿eh?

Ella decidió ser sincera.

– Merecía la pena intentarlo.

– El enigma de Ptolomeo podría ser un camelo. La gente lleva mil quinientos años buscando los restos de Alejandro Magno en vano.

– ¿Y de verdad cree alguien que san Marcos estaba en esa caja?

Él se encogió de hombros.

– Un montón de venecianos lo. creen a pies juntillas.

Zovastina tenía que irse, de modo que gritó:

– ¡Viktor!

– ¿Algún problema, ministra? -inquirió una voz nueva.

Michener.

El sacerdote entró en el iluminado presbiterio, y ella lo apuntó con su arma.

– Me ha mentido.

Malone se deslizó hacia la izquierda mientras el guardaespaldas seguía pegado al antepecho y giraba a la derecha. Esquivó un león de madera integrado en un trono ducal tallado y se agachó detrás de un expositor de tapices que le llegaba por la cintura y lo separaba de su perseguidor.

Echó a andar de prisa, pegado al borde, con la intención de rodearlo antes de que el otro pudiera reaccionar.

Llegó al final del expositor, lo dobló y se dispuso a actuar.

Una flecha atravesó el pecho del guardaespaldas, cortándole la respiración. Vio que el hombre ponía cara de sorpresa mientras palpaba el astil. La vida lo abandonó cuando su cuerpo cayó pesadamente al suelo.

La cabeza de Malone se volvió hacia su izquierda: al otro lado de la nave se encontraba Cassiopeia con el arco en la mano, el rostro helado, sin expresión alguna. Tras ella, en lo alto del muro exterior, se erguía un rosetón oscurecido. Bajo la ventana, Viktor surgió de entre las sombras y se dirigió hacia Cassiopeia, apuntándola con una pistola.

Zovastina estaba furiosa.

– Usted sabía que en esa tumba no había nada -le espetó a Michener.

– ¿Cómo iba a saberlo? No se ha abierto en más de ciento setenta años.

– Ya puede ir diciéndole a su papa que su Iglesia no pondrá un pie en la Federación, con o sin concordato.

– Le transmitiré su mensaje.

Ella se encaró con Thorvaldsen.

– Todavía no me ha dicho qué es lo que quiere usted sacar de todo esto.

– Detenerla.

– Le va a costar lo suyo.

– No lo sé. Tendrá que abandonar la basílica, y de aquí al aeropuerto hay un buen trecho en barco.

Ella se había dado cuenta de que habían elegido la trampa a conciencia. O, para ser más exactos, le habían permitido escogerla a ella. Venecia, rodeada de agua, sin coches, autobuses ni trenes, con montones de embarcaciones lentas. Salir de allí indemne podía suponer un problema. ¿Cuánto había? ¿Una hora hasta el aeropuerto?

Además, la mirada de aplomo que le lanzaban los dos hombres que tenía a cinco metros de distancia no le resultaba en absoluto tranquilizadora.

Viktor se aproximó a la mujer que sostenía el arco, la que había matado a Rafael, la que acababa de arponear a otro de sus guardaespaldas en el crucero opuesto. Debía morir, pero comprendió que eso sería una estupidez. Había oído a Zovastina y sabía que las cosas no iban bien. Para salir de allí necesitarían un seguro, de manera que apoyó el cañón de su pistola en la nuca de ella.

La mujer no se movió.

– Debería pegarle un tiro -escupió él.

– ¿Dónde estaría la gracia?

– En empatar, por ejemplo.

– Yo diría que ya estamos empatados: Ely por su compañero.

Viktor reprimió la creciente ira que sentía y se obligó a pensar. Entonces se le ocurrió algo, una forma de recuperar el control de la situación.

– Acérquese a la balaustrada, despacio.

Ella dio tres pasos al frente.

– ¡Ministra! -exclamó él.

Más allá de su prisionera vio que Zovastina levantaba la cabeza, el arma encañonando a los dos hombres.

– Éste será nuestro pasaporte de salida -le dijo-. Un rehén.

– Excelente idea, Viktor.

– Ella no sabe la chapuza que ha hecho usted, ¿no? -le susurró la mujer.

– Morirá antes de que pueda decir nada.

– No se preocupe, no se lo diré.

Al ver el apuro en que se hallaba Cassiopeia, Malone se aproximó al antepecho y dirigió su arma al otro lado de la nave.

– Suéltela -ordenó Viktor.

Él desoyó la orden.

– Yo, en su lugar, lo haría -dijo Zovastina desde abajo, la pistola aún apuntando a Michener y Thorvaldsen-. O les pegaré un tiro a estos dos.

– ¿La ministra de la Federación de Asia Central cometiendo un asesinato en Italia? Lo dudo.

– Es verdad -admitió ella-, pero Viktor puede matar a la mujer sin más, lo cual no me supondría ningún problema a mí.

– Suéltala -le pidió Cassiopeia.

Él sabía que hacerlo sería una estupidez. Lo mejor sería ocultarse en las sombras y seguir siendo una amenaza.

– Cotton -dijo Thorvaldsen desde abajo-, haz lo que te dice Cassiopeia.

No le quedaba más remedio que confiar en que sus dos amigos supieran lo que hacían. ¿Sería un error? Probablemente, pero ya había hecho otras estupideces antes.

Dejó caer la pistola por el antepecho.

– Tráela abajo -le pidió Zovastina a Viktor-. Y usted, venga aquí -ordenó al otro hombre, el que acababa de arrojar su arma.

El interpelado no se movió.

– Por favor, Cotton -medió Thorvaldsen-, haz lo que te dice.

Después de un instante de vacilación, el hombre desapareció del antepecho.

– ¿Lo controla usted? -preguntó ella.

– No lo controla nadie.

Viktor y su prisionera entraron en el presbiterio. El otro tipo, el que recibía órdenes de Thorvaldsen, llegó poco después.

– ¿Quién es usted? -le preguntó Zovastina-. Thorvaldsen lo ha llamado Cotton.

– Me llamo Malone.

– ¿Y usted? -le preguntó a la arquera.

– Una amiga de Ely Lund.

¿Qué estaba pasando? Quería saberlo a toda costa, de manera que pensó con rapidez y señaló a la prisionera de Viktor.

– Ella viene conmigo. Será mi salvoconducto.

– Ministra -intervino Viktor-, creo que sería mejor que se quedara aquí, conmigo. Puedo retenerla hasta que usted se haya ido.

Ella negó con la cabeza y señaló a Thorvaldsen.

– Llévatelo a un lugar seguro. Cuando yo esté en el aire te llamaré para que lo sueltes. Si te da algún problema, mátalo y asegúrate de que no encuentren el cuerpo.

– Ministra, ya que soy yo el causante de todo este caos, ¿por qué no me toma a mí como rehén y deja fuera a este caballero? -propuso Michener.

– ¿Y si me lleva a mí en lugar de a ella? -sugirió Malone-. No he estado nunca en la Federación.