– Como usted ha dicho de los aspersores -afirmó el jefe en danés-, el agua sólo parecía avivar el fuego.
– ¿Cómo han conseguido controlarlo? -quiso saber Malone.
– Cuando el camión cisterna se ha quedado seco, hemos metido las mangueras en el canal y hemos bombeado directamente de ahí. Ha funcionado.
– ¿Agua salada?
Todos los canales de Copenhague comunicaban con el mar.
El jefe asintió.
– Lo para en seco.
– ¿Han encontrado algo en el edificio? -se interesó Malone.
– Ni rastro de las maquinitas que usted mencionó a la policía. Pero ahí dentro el calor era tal que derritió las estatuas de mármol. -El jefe se pasó una mano por el mojado cabello-. Es un combustible potente. Necesitaremos su ropa, puede que sea la única forma de determinar su composición.
– Puede que no -respondió él-. Yo también me metí en ese canal.
– Cierto. -El jefe sacudió la cabeza-. A los investigadores les va a encantar.
Cuando el bombero se alejó, Malone se encaró con Cassiopeia y comenzó a interrogarla:
– ¿No vas a decirme de qué va todo esto?
– Tú no tenías que estar aquí hasta mañana por la mañana.
– Eso no es una respuesta.
Mechones mojados de abundante cabello oscuro enmarañado le caían por los hombros y enmarcaban toscamente su atractivo rostro. Era española y musulmana y vivía en el sur de Francia. Lista, rica y engreída; ingeniera e historiadora. Sin embargo, su presencia en Copenhague un día antes de lo que le había dicho a él significaba algo. Además, había acudido armada y vestida para luchar: pantalones de cuero oscuros y cazadora de cuero ceñida. Malone se preguntó si Cassiopeia pondría trabas o cooperaría.
– Menos mal que yo estaba presente para salvarte el pellejo -dijo ella.
Él no supo si iba en serio o en broma.
– ¿Cómo sabías que tenías que salvármelo?
– Es una larga historia, Cotton.
– Tengo tiempo, estoy retirado.
– Yo no.
Percibió el toque de amargura en su voz y presintió algo.
– Sabías que el edificio iba a arder, ¿no?
Ella no lo miraba, tenía la vista fija al otro lado del canal.
– Lo cierto es que quería que ardiera.
– ¿Te importaría explicarte?
Cassiopeia permaneció en silencio, absorta en sus pensamientos.
– Estuve aquí, antes. Vi cómo entraban dos hombres en el museo. Vi que te cogían. Tenía que seguirlos, pero no pude. -Se detuvo-. Por ti.
– ¿Quiénes eran?
– Los que dejaron los aparatos.
Ella había estado escuchando cuando él hablaba con la policía, pero durante todo el tiempo a Malone le había dado la impresión de que Cassiopeia ya conocía la historia.
– ¿Qué tal si nos dejamos de tonterías y me dices qué está pasan-. do? Casi me matan por lo que quiera que estés haciendo.
– No deberías hacer caso de las puertas abiertas de noche.
– Cuesta perder las viejas costumbres. ¿Qué está pasando?
– Has visto las llamas y sentido el calor. Es raro, ¿no te parece?
Malone recordó cómo el fuego había bajado la escalera para después detenerse, como si esperara a ser invitado a continuar.
– Sí.
– En el siglo VII, cuando la flota musulmana atacó Constantinopla, debería haber derrotado la ciudad con facilidad: sus armas eran mejores; sus fuerzas, superiores. Pero los bizantinos les reservaban una sorpresa: lo llamaban fuego bizantino, o fuego líquido, y lo arrojaron a los barcos, destruyendo por completo la armada invasora. -Cassiopeia seguía sin mirarlo-. El arma sobrevivió en distintas formas hasta la época de las cruzadas y terminó llamándose fuego griego. La fórmula original era tan secreta que únicamente estaba en manos de los emperadores bizantinos. Tan bien la custodiaron que, cuando el imperio finalmente cayó, la fórmula se perdió. -Respiró hondo, aferrada a la manta-. Pero ha sido encontrada.
– ¿Me estás diciendo que lo que acabo de ver es fuego griego?
– Con una particularidad: éste odia el agua salada.
– ¿Por qué no se lo dijiste a los bomberos cuando llegaron?
– No quiero responder más preguntas de las necesarias.
Sin embargo, él quería saber más.
– ¿Por qué dejar que ardiera el museo? ¿Acaso no hay nada importante dentro?
Miró de nuevo la calcinada mole y distinguió los carbonizados restos de su bicicleta. Notaba algo más en Cassiopeia, que seguía evitando su mirada. Desde que la conocía, nunca había visto en ella señal alguna de recelo, nerviosismo o abatimiento. Cassiopeia era dura, entusiasta, disciplinada y lista. Sin embargo, ahora parecía preocupada.
Un coche apareció en el otro extremo de la acordonada calle. Malone reconoció el caro sedán británico y a la figura encorvada que salió de la parte posterior: Henrik Thorvaldsen.
Cassiopeia se levantó.
– Ha venido a hablar con nosotros.
– ¿Cómo ha sabido que estábamos aquí?
– Están pasando cosas, Cotton.
Venecia
2.30 horas
Vincenti se alegraba de haber evitado un posible desastre con el florentino. Había cometido un error. El tiempo apremiaba y él estaba jugando a un juego peligroso, pero al parecer el destino le había dado otra oportunidad.
– ¿Está bajo control la situación en Asia Central? -le preguntó un miembro del Consejo de los Diez-. ¿Hemos detenido lo que quiera que ese idiota intentara hacer?
Todos los hombres y mujeres habían permanecido en la sala de reuniones después de que se llevaran al florentino, que forcejeaba dentro del ataúd. A esas alturas, una bala en la cabeza habría puesto fin a cualquier resistencia.
– Todo está bien -contestó él-. Me he ocupado personalmente del asunto, pero la ministra Irina Zovastina tiene alma de corista, así que imagino que hará un espectáculo de todo esto.
– No es de fiar -apuntó alguien.
A él le extrañó la vehemencia de semejante afirmación, habida cuenta de que Zovastina era su aliada, pero así y todo se mostró conforme.
– Los déspotas siempre son un problema. -Se puso en pie y se aproximó a un mapa que colgaba en una pared-. Aunque hay que reconocer que sus logros son muchos. Se las arregló para unir seis Estados asiáticos corruptos en una federación que podría funcionar. -Señaló el mapa-. Básicamente ha vuelto a trazar el mapa del mundo.
– ¿Y cómo lo hizo? -preguntó otro-. Sin duda no por la vía diplomática.
Vincenti conocía el informe oficial. Después de la caída de la Unión Soviética, Asia Central había sufrido guerras civiles y conflictos
A medida que cada uno de los Stans emergentes luchaba por conseguir la independencia. La llamada Comunidad de Estados Independientes, sucesora de la URSS, sólo existía nominalmente. La corrupción y la incompetencia campaban por sus respetos. Irina Zovastina había dirigido las reformas locales en el gobierno de Gorbachov, abogando por la perestroika y la glásnost, y encabezando la persecución de numerosos burócratas corruptos. Sin embargo, al final dirigió la carga destinada a expulsar a los rusos, recordando a las gentes el carácter imperialista de Rusia y haciendo sonar la alarma medioambiental al apuntar que miles de asiáticos morían debido a la contaminación rusa. Al cabo se presentó ante la Asamblea de Representantes de Kazajistán y contribuyó a proclamar la república.
Un año más tarde fue elegida presidenta.
Occidente le dio la bienvenida, pues parecía una reformadora en una zona poco dada a las reformas. Luego, hacía quince años, dejó pasmado al mundo con la proclamación de la Federación de Asia Central.