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– Lo comprendo, pero he de hacer lo que debo.

– Cotton, no había mucho tiempo para planear esto detenidamente -arguyó Thorvaldsen-. He ido improvisando sobre la marcha.

– ¿Tú crees?

– Pero no pensaba que Zovastina fuese a cometer una estupidez aquí, en la basílica. No podía. Y la pillaríamos desprevenida. Por eso me avine a desafiarla. Naturalmente Cassiopeia era otra historia: ha matado a dos personas.

– Y a una más, en Torcello. -Se dijo a sí mismo que no debía perder el norte-. ¿De qué va todo esto?

– Una parte consiste en detener a Zovastina -respondió Stephanie-. Planea desencadenar una guerra sucia y posee los recursos necesarios para hacerlo a lo grande.

– Se puso en contacto con la Iglesia y ellos nos avisaron -añadió Davis-. Por eso estamos aquí.

– Podría habérnoslo dicho -le espetó Malone a Davis.

– No, señor Malone, no podíamos. He leído su hoja de servicios: fue un agente excelente, con una larga lista de misiones conseguidas y elogios. No me parece usted ingenuo, por lo que debería entender mejor que nadie cómo se juega a esto.

– Ésa es precisamente la cuestión -contestó él-. Que yo ya no participo en ese juego.

Se puso a caminar arriba y abajo intentando tranquilizarse. Luego se aproximó a la caja de madera abierta del suelo.

– ¿Zovastina lo arriesgó todo sólo para echarles un vistazo a estos huesos?

– Ésa es la otra parte -dijo Thorvaldsen-, la más complicada. Leíste algunas páginas del manuscrito que encontró Ely sobre Alejandro Magno y el bebedizo. Ely llegó a creer, quizá tontamente, que a juzgar por los síntomas que se describían el bebedizo tal vez pudiera actuar sobre los patógenos virales.

– ¿Como el VIH? -inquirió él.

Su amigo asintió.

– Sabemos que existen sustancias que se encuentran en la naturaleza (cortezas de árboles, plantas foliáceas, raíces) capaces de combatir las bacterias y los virus, tal vez incluso algunos tipos de cáncer. Él esperaba que ésa fuese una de ellas.

Malone recordó el manuscrito: «Presa de los remordimientos, y sintiendo que Ptolomeo era sincero, Eumenes reveló el lugar de descanso, que se hallaba muy lejos, en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida.»

– Los escitas fueron quienes le dieron a conocer el bebedizo a Alejandro. Eumenes dijo que Alejandro estaba enterrado donde los escitas le mostraron la vida. -Se le ocurrió una idea y le preguntó a Stephanie-: Tú tienes uno de los medallones, ¿no?

Ella le entregó la moneda.

– De Amsterdam. Lo recuperamos después de que los hombres de Zovastina intentaron hacerse con él. Nos han dicho que es auténtico.

Él sostuvo el decadracma a contraluz.

– El guerrero oculta dos letras diminutas: ZH -explicó Stephanie-. «Vida», en griego clásico.

«A continuación, Ptolomeo me entregó un medallón de plata que mostraba a Alejandro enfrentado a los elefantes. Me dijo que había acuñado las monedas en honor a esas batallas. Asimismo me pidió que volviera cuando hubiese resuelto su enigma. Pero un mes después Ptolomeo moría.» Jerónimo de Cardia nuevamente.

Ahora lo sabía.

– Las monedas y el enigma guardan relación.

– Sin duda -convino Thorvaldsen-. Pero ¿de qué manera?

Malone no estaba dispuesto a dar explicaciones.

– Ninguno de vosotros me ha respondido: ¿por qué los habéis dejado marchar?

– Es evidente que Cassiopeia quería ir -replicó el danés-. Entre ella y yo dejamos caer suficiente información sobre Ely para intrigar a Zovastina.

– ¿Por eso la llamaste por teléfono fuera?

Su amigo asintió.

– Necesitaba información. Yo no sabía lo que iba a hacer. Tienes que entenderlo, Cotton: Cassiopeia quiere saber qué le pasó a Ely, y las respuestas están en Asia.

A él le fastidiaba esa obsesión. ¿Por qué? No estaba seguro, pero así era. Igual que el dolor de su amiga, y su enfermedad. Demasiadas cosas. Demasiadas emociones para un hombre que se esforzaba por desoírlas.

– ¿Qué piensa hacer cuando llegue a la Federación?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. Zovastina sabe que estoy al tanto de su plan en líneas generales, se lo dejé bien claro, y sabe que Cassiopeia está relacionada conmigo. Aprovechará la oportunidad que le hemos dado para intentar sacarle a Cassiopeia lo que pueda…

– Antes de matarla.

– Cotton, eso es algo que Cassiopeia aceptó libremente -terció Stephanie-. Nadie le dijo que fuera.

Malone experimentó una nueva oleada de melancolía.

– No, sólo la dejamos marchar. ¿Está involucrado ese sacerdote?

– Tiene algo que hacer -contestó Davis-. Por eso se ofreció voluntario.

– Sin embargo, hay más -apuntó Thorvaldsen-. Lo que Ely descubrió, el enigma de Ptolomeo, es real. Y ahora tenemos todas las piezas para hallar la solución.

Malone señaló la caja.

– Ahí no hay nada. Es un callejón sin salida.

El danés negó con la cabeza.

– No es verdad. Esos huesos descansaron bajo nosotros, en la cripta, durante siglos antes de que los subieran aquí. -Thorvaldsen señaló el sarcófago abierto-. La primera vez que los extrajeron, en 1835, encontraron algo más. Sólo unos pocos lo saben. -Indicó el oscurecido crucero sur-. Se halla en el tesoro, desde hace mucho tiempo.

– Y querías que Zovastina se fuera para echar un vistazo, ¿no?

– Algo por el estilo. -El danés sostuvo en alto una llave-. Nuestra entrada.

– ¿Eres consciente de que a Cassiopeia se le podría ir esto de las manos?

Él asintió con vehemencia.

– Plenamente.

Malone tenía que pensar, así que miró hacia el crucero sur y preguntó:

– ¿Sabes qué hacer con lo que quiera que haya ahí?

Thorvaldsen negó con la cabeza.

– Yo no, pero contamos con alguien que tal vez sí.

Malone estaba perplejo.

– Henrik cree, y Edwin parece coincidir con él… -empezó a decir Stephanie.

– Se trata de Ely -aclaró Thorvaldsen-. Creemos que sigue vivo.

CUARTA PARTE

CINCUENTA Y SIETE

Federación de Asia Central

6.50 horas

Vincenti salió del helicóptero. El viaje desde Samarcanda había durado alrededor de una hora. Aunque había nuevas carreteras que conducían al este, atravesando el valle de Fergana, su finca estaba situada más al sur, en el antiguo Tayikistán, y la vía aérea seguía siendo la alternativa más rápida y segura.

Había escogido sus tierras con esmero, en lo alto de las montañas que se elevaban entre las nubes. Nadie había cuestionado la adquisición, ni siquiera Zovastina. Se había limitado a explicar que estaba harto del terreno llano y pantanoso de Venecia, así que había comprado doscientos acres de valles boscosos y rocosas montañas en el Pamir. Ése sería su reino, donde nadie podría verlo ni oírlo, donde estaría rodeado de sirvientes, en su elevado puesto de mando, en un paisaje que una vez fue salvaje y que ahora había sido remodelado y refinado con toques de Italia, Bizancio y China.

Había bautizado la finca con el nombre de «Attico», y durante el vuelo se dio cuenta de que la entrada principal estaba ahora coronada por un elaborado arco de piedra donde se leía ese nombre. También reparó en que se habían levantado más andamios alrededor de la casa y que las obras en el exterior avanzaban rápidamente hacia su finalización. La construcción había sido lenta pero constante, y se alegraría cuando estuviera totalmente acabada.

Se alejó de las aspas aún en movimiento del helicóptero y cruzó un jardín, situado en la ladera de una montaña, que él mismo había enseñado a cultivar, así la finca tendría un toque del paisaje de la campiña inglesa.

Peter O'Conner esperaba en las irregulares rocas de la terraza trasera.