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– ¿Está todo en orden? -preguntó a su empleado.

O'Conner asintió.

– Sin problemas.

Permaneció un rato en el exterior, conteniendo el aliento. Nubes de tormenta se arremolinaban en los distantes picos orientales, hacia China. Los cuervos sobrevolaban el valle. Había orientado cuidadosamente su castillo en las alturas para sacar el máximo partido de sus espectaculares vistas. Tan distintas de Venecia. Sin molestos miasmas. Sólo aire cristalino. Le habían dicho que la primavera había sido inusualmente cálida y seca, y estaba agradecido por esa tregua.

– ¿Qué hay de Zovastina? -preguntó.

– En estos momentos, mientras hablamos, está saliendo de Italia con otra mujer; de piel morena, atractiva…, dio el nombre de Cassiopeia Vitt a las autoridades.

Esperó, consciente de que O'Conner era exhaustivo en su trabajo.

– Vitt vive en el sur de Francia. En la actualidad está financiando la reconstrucción de un castillo medieval. Un gran proyecto, y caro. Su padre poseía diversas empresas en España. Grandes corporaciones. Ella lo heredó todo.

– ¿Y qué sabemos de ella? De la persona.

– Es musulmana, pero no es practicante. Ha recibido una buena educación. Es licenciada en Ingeniería e Historia. Soltera. Treinta y ocho años. Esto es, en resumen, todo lo que he podido saber. ¿Quiere más información?

Vincenti negó con un leve movimiento de la cabeza.

– Por ahora, no. ¿Alguna pista sobre lo que está haciendo con Zovastina?

– Mi gente no sabe nada. Zovastina salió de la basílica con ella y fue directamente al aeropuerto.

– ¿Así que está regresando hacia aquí?

O'Conner asintió.

– Debería llegar dentro de cuatro o cinco horas.

Sintió que había algo más.

– Nuestros hombres, los que fueron tras Nelle… Uno fue abatido por un francotirador; el otro escapó. Parece que Nelle estaba preparada.

No le gustaba cómo sonaba eso, pero ese problema tendría que esperar. Casi había llegado a la cima; era demasiado tarde para retroceder.

Entró en la mansión.

Hacía un año que había acabado de decorarla; había invertido millones en pinturas, tapices, mobiliario y obras de arte. Pero insistió en que la comodidad no se viera sacrificada por la magnificencia, así que incluyó un teatro, confortables salones, habitaciones privadas, baños y el jardín. Por desgracia, sólo había podido disfrutar de unas pocas y preciosas semanas allí, contratando a personal de la zona que el propio O'Conner supervisaba. Con todo, «Attico» pronto sería su refugio personal, un lugar donde vivir por todo lo alto y pensar con claridad; además, se había preparado para cualquier eventualidad instalando sofisticadas alarmas, verdaderas obras maestras de los equipos de comunicación, además de una intrincada red de pasajes secretos.

Atravesó las estancias de la planta baja, que se sucedían una tras otra, decoradas al estilo francés; cada uno de sus rincones parecía tan fresco y umbrío como un atardecer de primavera. Un hermoso atrio de inspiración clásica albergaba una escalera de caracol, de mármol, que conducía al segundo piso.

Subió.

Unos frescos que representaban el avance de las ciencias liberales cubrían el techo. Esa parte de la casa le recordaba lo mejor de su posesión veneciana, aunque los parteluces de los imponentes ventanales enmarcaban paisajes alpinos en vez del Gran Canal. Su destino era la puerta de su derecha, un poco más allá del arranque de la escalera, una de las amplias habitaciones para huéspedes.

Entró en silencio. Karyn Walde aún yacía inmóvil en la cama.

O'Conner las había llevado allí, a ella y a su enfermera, desde Samarcanda, en otro helicóptero. Su brazo derecho volvía a estar conectado a un gotero intravenoso. Se acercó, cogió una de las jeringas que estaban dispuestas sobre una mesa de acero inoxidable e inyectó su contenido en uno de los dispositivos de entrada. Unos segundos después, el estimulante hizo que Walde abriera los ojos. En Samarcanda la había dejado inconsciente. Ahora necesitaba que estuviera despierta.

– Vamos -dijo-. Despierte.

Parpadeó y observó que, poco a poco, ella recuperaba la visión.

Pero volvió a cerrar los ojos.

Vincenti agarró un jarro de agua helada que había sobre la mesita de noche y le tiró su contenido a la cara.

Se despertó, sacudiéndose el agua y quitándosela de los ojos.

– Hijo de puta -espetó, incorporándose.

– Le he dicho que se despertara.

No estaba retenida; no era necesario. Su mirada inspeccionó la estancia.

– ¿Dónde estoy?

– ¿Le gusta? Es tan elegante como los lugares a los que está acostumbrada.

Ella reparó en que la luz del sol entraba a través de las ventanas y de las puertas abiertas que daban a la terraza.

– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Bastante. Ya es de día.

La desorientación reapareció al comprender la realidad.

– ¿Qué está pasando?

– Quiero leerle algo. ¿Me permite?

– ¿Acaso tengo elección?

Había recuperado su sentido de la ironía.

– Realmente, no. Pero creo que valdrá la pena.

Sospeché del experimento clínico W12-23 desde el principio. Inicialmente, Vincenti sólo me asignó a mí y a él mismo para su supervisión. Fue extraño, ya que Vincenti raramente se implicaba personalmente en este tipo de cosas, en especial en un experimento con sólo doce participantes, otra razón por la que sospeché. Muchos de los experimentos que desarrollábamos tenían entre cien o mil participantes, y en una ocasión incluso más. Una muestra de sólo doce pacientes no revelaría, en principio, ningún dato importante sobre los efectos de ninguna sustancia. En particular, teniendo en cuenta el importantísimo criterio de toxicidad, por lo que se daba el peligro de que las conclusiones pudieran ser, simplemente, azarosas.

Cuando expresé estas preocupaciones a Vincenti, explicó que la toxicidad no era el objetivo de este experimento. Y eso también me pareció extraño. Pregunté acerca del agente que estaba siendo testado y Vincenti me dijo que era algo que estaba desarrollando personalmente y que tenía curiosidad por ver si los resultados del laboratorio podían reproducirse en humanos. Era consciente de que Vincenti trabajaba en proyectos clasificados a los que sólo unos pocos tenían acceso, pero en el pasado yo siempre lo había tenido. En este caso, Vincenti dejó claro que sólo él podía manipular la sustancia que estábamos probando y que se conocía como Zeta Eta.

Usando los parámetros específicos que Vincenti proporcionó, conseguimos una docena de voluntarios en varias clínicas de diversas zonas del país. No fue una tarea fácil, pues el VIH era un tema del que los iraquíes no discutían abiertamente, y la enfermedad era poco común. Finalmente, y tras ofrecerles dinero, encontré a los sujetos. Tres de ellos estaban en las primeras fases de desarrollo del VIH; llegaron con un porcentaje de glóbulos blancos que se aproximaba a mil y con un pequeño porcentaje del virus. Ninguno de ellos había mostrado ningún síntoma externo de sida. Otros cinco habían desarrollado la enfermedad y su torrente sanguíneo estaba tomado por los virus, tenían pocos glóbulos blancos y presentaban una amplia variedad de síntomas específicos. Cuatro más estaban casi moribundos, sus glóbulos blancos por debajo de cien, y presentaban claramente una variedad de infecciones secundarias; su fin sólo era cuestión de tiempo.

Una vez al día me desplazaba a la clínica, en Bagdad, y administraba, por vía intravenosa, las dosis de la sustancia en los niveles indicados por Vincenti. Al mismo tiempo, tomaba muestras de sangre y tejidos. Desde la primera inyección, los doce dieron muestras de una mejoría clara. Los recuentos de glóbulos blancos mejoraron radicalmente, y con la mejoría del sistema inmunológico, las infecciones secundarias se disiparon y sus cuerpos empezaron a combatir las distintas afecciones. Algunas, como el sarcoma de Kaposi, que habían desarrollado cinco de los doce, estaban más allá de toda cura, pero las infecciones que el sistema inmunológico podía combatir de modo efectivo empezaron a remitir al inicio del segundo día.