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Al tercero, el sistema inmunológico de los doce se había repuesto. Los glóbulos blancos se habían regenerado y sus recuentos aumentaron. Volvieron a tener apetito. Recuperaron peso. La carga viral del VIH descendió casi hasta cero. Si las inyecciones hubieran continuado, no cabe duda de que todos ellos se habrían curado, al menos del VIH y del sida. Pero dejamos de administrar las inyecciones. Al cuarto día, después de que Vincenti se convenció de que la sustancia funcionaba, sustituyó el contenido de las inyecciones por suero salino. Los doce pacientes pronto recayeron. Sus recuentos de linfocitos cayeron y el VIH volvió a prevalecer. Qué era exactamente la sustancia que se estaba probando sigue siendo un misterio. Las pocas pruebas químicas que desarrollé revelaron unos ligeros restos de un componente alcalino en un compuesto a base de agua. Más por curiosidad que por otra cosa, examiné la muestra al microscopio y me sorprendí al detectar organismos vivos en la solución.

Vio que Karyn Walde estaba escuchando atentamente.

– Éste es el informe de un hombre que una vez trabajó para mí. Quería que llegara a mis superiores. Por supuesto, eso nunca ocurrió. Pagué para que lo mataran. En Iraq, durante los ochenta, cuando gobernaba Saddam, era fácil hacerlo.

– ¿Y por qué ordenó su muerte?

– Era un entrometido. Prestaba demasiada atención a cosas que no le concernían.

– Eso no es una respuesta. ¿Por qué había de morir?

Él le mostró una jeringa llena de un líquido claro.

– ¿Un poco más de su somnífero? -preguntó ella.

– No. En realidad, es su mayor deseo. Aquello que, según me dijo usted en Samarcanda, quiere más que nada.

Se detuvo.

– La vida.

CINCUENTA Y OCHO

Venecia

2.55 horas

Malone sacudió la cabeza.

– ¿Ely Lund está vivo?

– No lo sabemos -dijo Edwin Davis-. Pero sospechamos que a Zovastina la ha instruido alguien. Y ayer supimos que Lund era su fuente de información, Henrik nos habló de él, y las circunstancias de su muerte son, desde luego, sospechosas.

– ¿Y por qué cree Cassiopeia que está muerto?

– Porque había de creerlo -dijo Thorvaldsen-. No había modo de demostrar lo contrario. Pero supongo que una parte de ella ha estado preguntándose si esa muerte era real.

– Henrik cree, y yo estoy de acuerdo con él -dijo Stephanie-, que Zovastina intentará usar el vínculo entre Ely y Cassiopeia a su favor. Todo lo que ha ocurrido aquí debe de haber sido un shock para ella, y la paranoia es uno de los riesgos de su posición. Cassiopeia puede jugar con eso.

– Esa mujer está planeando una guerra. Le trae sin cuidado Cassiopeia. La necesitaba para llegar al aeropuerto. Después no será más que una carga. Esto es una locura.

– Cotton -dijo Stephanie-. Hay algo más.

Él esperó.

– Naomi ha muerto.

Él se pasó una mano por el cabello.

– Estoy cansado, asqueado de ver morir a mis amigos.

– Quiero a Enrico Vincenti -dijo ella.

Él también lo quería.

Empezó a pensar de nuevo como un agente, luchando contra el fuerte deseo de tomarse una venganza rápida.

– Dijiste que había algo en el tesoro. Bien, pues enséñamelo.

Zovastina contempló a la mujer que estaba sentada ante ella en la lujosa cabina del jet. Una personalidad llena de coraje, sin duda, y como la prisionera del laboratorio de China, esa belleza conocía el miedo; pero a diferencia de aquella pobre alma, ésta sabía cómo controlarlo.

No habían hablado desde que habían dejado la basílica, y había aprovechado ese tiempo para calibrar a su rehén. Todavía no estaba segura de si la presencia de la mujer era fruto del azar o había sido planeada. Habían pasado demasiadas cosas y demasiado rápidamente.

Y además estaban los huesos.

Estaba segura de que iba a encontrar algo, tan segura como para arriesgarse a hacer ese viaje. Pero habían pasado más de dos mil años. Thorvaldsen quizá tenía razón. Realmente, ¿qué era lo que podía quedar?

– ¿Por qué estaba en la basílica? -preguntó.

– ¿Me ha traído aquí para parlotear?

– La he traído para descubrir qué sabe.

Esa mujer le recordaba demasiado a Karyn. Aquella maldita seguridad en sí misma, exhibida con orgullo. Y aquella peculiar expresión de alerta, que extrañamente atraía a Zovastina y al mismo tiempo la desarmaba.

– Su ropa, su pelo…, parece que haya estado usted nadando.

– Su guardaespaldas me tiró a la laguna.

Eso era una novedad.

– ¿Mi guardaespaldas?

– Viktor. ¿Acaso no se lo dijo? Maté a su compañero en el museo de Torcello. También quería matarlo a él.

– Debió de ser todo un reto.

– La verdad es que no.

Su voz era fría, acida, soberbia.

– ¿Conocía a Ely Lund?

Cassiopeia no dijo nada.

– ¿Cree usted que lo maté?

– Sé que lo hizo. Le habló del enigma de Ptolomeo. La instruyó sobre Alejandro Magno y le contó que el cuerpo del Soma nunca fue el de Alejandro. Relacionó ese cadáver con el robo de San Marcos por parte de los venecianos y usted supo que tenía que ir a Venecia. Lo mató para asegurarse de que no se lo contaría a nadie más. Pero ya se lo había contado a alguien: a mí.

– Y usted se lo contó a Henrik Thorvaldsen.

– Entre otros.

Eso era un problema, y Zovastina se preguntó si había una conexión entre esa mujer y el fallido intento de asesinato. ¿Y Vincenti? Henrik Thorvaldsen era verdaderamente el tipo que podía ser miembro de la Liga Veneciana. Pero como la filiación era altamente confidencial, no tenía modo de confirmarlo.

– Ely nunca la mencionó.

– Pero sí la mencionó a usted.

Verdaderamente, esa mujer era como Karyn. El mismo atractivo irresistible y el mismo carácter franco. Los desafíos atraían a Zovastina, todo aquello que exigiera paciencia y determinación para ser dominado.

Lo haría.

– ¿Y si Ely no estuviera muerto?

CINCUENTA Y NUEVE

Venecia

Malone siguió a los otros hacia el crucero sur de la basílica, donde se detuvieron ante el umbral apenas iluminado de unas puertas encajadas en un elaborado arco de estilo musulmán. Thorvaldsen sacó una llave y abrió las puertas de bronce.

En su interior, un vestíbulo abovedado conducía a una capilla. A la izquierda, iconos y relicarios llenaban los nichos de las paredes. A la derecha se situaba el tesoro, en el que los símbolos más frágiles y preciosos de la extinta república descansaban depositados en urnas o apoyados en las paredes.

– La mayoría de estos objetos provienen de Constantinopla -dijo Thorvaldsen-, cuando Venecia saqueó la ciudad en 1204. Pero las restauraciones, los incendios y los robos le han pasado factura. Cuando cayó la república de Venecia, la mayor parte de la colección fue fundida para conseguir oro, plata y piedras preciosas. Sólo estos doscientos treinta y ocho objetos han conseguido sobrevivir.

Malone admiró los deslumbrantes cálices, relicarios, cofres, cruces, bandejas e iconos hechos de mármol, madera, cristal, plata y oro. También observó ánforas, ampolletas, manuscritos y elaborados quemadores de incienso, todos ellos antiguos trofeos traídos desde Egipto, Roma o Bizancio.

– Bonita colección -dijo.

– Una de las más hermosas del planeta -afirmó Thorvaldsen.

– ¿Y qué estamos buscando?

– Michener dijo que estaría por aquí -señaló Stephanie.