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– La verdad es que no. Pero es por eso por lo que estoy aquí. Voy a ir a buscarla.

– Preferiría que fuera usted a la cabaña y comprobara qué hay allí.

– Ésa es la gran ventaja de estar retirado: puedo hacer lo que me dé la gana. -Malone se dirigió entonces a Thorvaldsen-. Stephanie y tú id a la cabaña.

– De acuerdo -dijo su amigo-. Cuida de ella.

Malone contempló a Thorvaldsen. El danés había ayudado a Cassiopeia y cooperaba con el presidente, implicándolos a todos. Pero a su amigo no le gustaba la idea de que Cassiopeia estuviera sola.

– Tienes un plan, ¿verdad? -dijo Thorvaldsen.

– Creo que sí.

SESENTA Y TRES

4.30 horas

Zovastina bebió de una botella de agua y permitió que su pasajera siguiera inmersa en el flujo de sus torturados pensamientos. Durante la última hora habían volado en silencio, a pesar de que había atormentado a Cassiopeia con la posibilidad de que Ely Lund estuviera vivo. Sin duda, su prisionera estaba llevando a cabo una misión. ¿Personal? ¿O profesional? Eso aún estaba por ver.

– ¿Cómo se enteraron el danés y usted de mis proyectos?

– Mucha gente conoce sus proyectos.

– Si lo saben tan bien, ¿por qué no me han detenido?

– Quizá estemos en ello.

La ministra sonrió.

– ¿Un ejército de tres? ¿Usted, el anciano y el señor Malone? Por cierto, ¿Malone es amigo suyo?

– Departamento de Justicia de Estados Unidos.

Supuso que lo que había ocurrido en Amsterdam había generado interés, pero la situación no tenía sentido. ¿Cómo podían haberse movilizado los norteamericanos tan rápidamente y haber sabido que estaba en Venecia? ¿Michener? Quizá. Departamento de Justicia de Estados Unidos. Los estadounidenses. Y entonces otro problema cruzó también por su mente. Vincenti.

– No tiene usted ni idea de lo mucho que sabemos -dijo Cassiopeia.

– No necesito tener idea. La tengo a usted.

– No soy indispensable.

Zovastina dudó de esa afirmación.

– Ely me enseñó muchas cosas. Más de lo que nunca hubiera sospechado. Me abrió los ojos al pasado. Supongo que también se los abrió a usted.

– Esto no le va a funcionar. No puede usarlo contra mí.

Necesitaba quebrar a esa mujer. Todo su plan se había basado en moverse en secreto. Exponerse podía conducirla no sólo al fracaso, sino también a la represalia. Cassiopeia Vitt representaba, por el momento, la manera más fácil y rápida de averiguar cuál era el alcance de sus problemas.

– Fui a Venecia a encontrar respuestas -dijo-. Ely me lo indicó. Creía que el cuerpo que hay en la basílica podía conducir a la verdadera tumba de Alejandro Magno. Pensaba que ese lugar podía albergar el secreto de una antigua cura. Algo que podría ayudarlo incluso a él.

– Eso es un sueño.

– Pero un sueño que compartía con usted, ¿no es así?

– ¿Está vivo?

Por fin, una pregunta directa.

– No me creerá, sea cual sea la respuesta.

– Pruébelo.

– No murió en ese incendio.

– Eso no es una respuesta.

– Eso es todo cuanto va a obtener usted.

El avión zozobró al atravesar una turbulencia que hizo vibrar las alas; los motores continuaron con su constante zumbido, conduciéndolas hacia el este. No había nadie más en la cabina aparte de ellas. Dos de sus guardaespaldas, que habían hecho el vuelo a Venecia, estaban muertos, y sus cadáveres eran ahora problema de Michener y de la Iglesia. Sólo Viktor había mantenido el tipo y se había comportado, como siempre.

Ella y su prisionera eran muy parecidas. Ambas se preocupaban por la gente que padecía VIH. Cassiopeia Vitt hasta el punto de haberse enrolado en un dudoso viaje a Venecia y ponerse en peligro físico y político. ¿Locura? Quizá.

Pero los héroes, a veces, han de actuar como locos.

SESENTA Y CUATRO

Federación de Asia Central

8.50 horas

Vincenti se había refugiado en el laboratorio que había construido bajo su mansión; sólo él y Grant Lyndsey estaban en su interior. Lyndsey acababa de llegar desde China, una vez cumplidas sus obligaciones. Dos años antes había tomado a Lyndsey como su hombre de confianza. Necesitaba a alguien al frente de la supervisión de los ensayos clínicos con los virus y los antígenos. Además, alguien debía apaciguar a Zovastina.

– ¿Y la temperatura? -preguntó.

Lyndsey revisó los datos.

– Estable.

El laboratorio era el reino de Vincenti. Un espacio pasivo, estéril, encerrado entre paredes de color crema, sobre un suelo de baldosas negras. Una hilera de mesas de acero inoxidable se alineaban en el centro. Frascos, vasos y buretas se apilaban en estantes metálicos por encima de un autoclave, varios equipos de destilación, un centrifugador, balanzas analíticas y dos ordenadores. La simulación digital desempeñaba un papel clave en su experimentación, algo muy distinto de lo que sucedía cuando trabajaba para los iraquíes, cuando el método de ensayo y error costaba tiempo, dinero y equivocaciones. Los sofisticados programas actuales eran capaces de reproducir casi todos los efectos químicos y biológicos, siempre que se proporcionaran algunos parámetros. Y durante el último año Lyndsey había hecho un trabajo espléndido estableciendo los parámetros para probar virtualmente ZH.

– La solución está a temperatura ambiente -dijo Lyndsey-. Y están nadando como locas. Sorprendente.

El estanque en el que había encontrado las arqueas era de naturaleza termal, y su temperatura casi alcanzaba los treinta y ocho grados. Producir las bacterias en la cantidad que iban a necesitar y transportarlas por todo el mundo a una temperatura tan elevada parecía casi imposible. Así que las había modificado, adaptando lentamente las arqueas a un entorno térmico cada vez más y más bajo. Curiosamente, a temperatura ambiente su actividad sólo se ralentizaba, quedaban casi hibernadas, pero una vez se reintegraban a un torrente sanguíneo de unos treinta y siete grados se reactivaban rápidamente.

– El ensayo clínico acabó hace unos días -declaró Lyndsey-, y ha confirmado que pueden ser conservadas a temperatura ambiente durante bastante tiempo. He mantenido a éstas durante más de cuatro meses. Su adaptabilidad es increíble.

– Y así es como han sobrevivido millones de años, esperando que las encontráramos.

Vincenti se inclinó sobre una de las mesas y metió sus carnosas manos, enfundadas en unos guantes de goma, en un contenedor herméticamente sellado. Por encima de sus cabezas se oía el zumbido del aire, impulsado a través de microfiltros laminados, libre de impurezas; el constante rugido era casi hipnótico. Miró a través de un panel de plexiglás y manipuló hábilmente el portaobjetos cuyo contenido se estaba evaporando. Tomó una pequeña muestra de un cultivo activo de VIH y la mezcló con otra solución que ya estaba allí. Entonces selló el portaobjetos y lo situó bajo el microscopio. Liberó sus manos del pegajoso látex y enfocó el objetivo.

Dos ajustes y encontró el enfoque requerido.

Una sola mirada bastó.

– El virus ha desaparecido casi con el simple contacto. Es como si hubieran estado esperando para devorarlo.

Sabía que sus modificaciones biológicas habían sido la clave del éxito. Unos pocos años antes, un bufete de abogados de Nueva York al que había contratado le advirtió que el descubrimiento de un nuevo mineral, o de una nueva planta, no era algo que pudiera patentarse. Einstein no pudo patentar su célebre E = me2, ni tampoco Newton su ley de la gravedad. Eran manifestaciones de la naturaleza, ajenas a todo. Pero las plantas manipuladas genéticamente, los animales multicelulares creados por el hombre y las arqueas alteradas respecto a su estado natural, todo eso sí se podía patentar.