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Posteriormente había contactado de nuevo con el mismo bufete y había iniciado el proceso para patentarlo. Se necesitaría la aprobación de la FDA. [1] Doce años era la media de tiempo que tardaba una solución experimental en pasar del laboratorio al botiquín médico: el sistema norteamericano que aprobaba los medicamentos era el más riguroso del mundo. Y conocía sus particularidades. Sólo cinco de cada cuatro mil compuestos supervisados por la FDA en la fase de ensayo preclínico llegaban a ser probados con humanos. Y sólo uno de esos cinco conseguía finalmente la aprobación. Siete años antes se había establecido un nuevo protocolo de prueba, más rápido, para los medicamentos que curaban enfermedades mortales, y los medicamentos contra el sida estaban, específicamente, en esa categoría. Aun así, el tiempo que tardaba la FDA en aprobarlos era de entre seis y nueve meses. Los procedimientos de aprobación europeos también eran restrictivos, pero no tenían nada que ver con la rigidez de la FDA. En las naciones africanas y asiáticas, donde el problema era mayor, no se requería la aprobación gubernamental.

Por lo tanto, ahí sería donde empezaría a vender.

Que el mundo contemplara cómo ellos se curaban mientras los pacientes norteamericanos y europeos morían. Entonces llegaría la aprobación, sin que tuviera que pedirla siquiera.

– Nunca he preguntado -dijo Lyndsey-, y nunca me lo has dicho, pero ¿dónde encontraste estas bacterias?

Se había acabado el tiempo de guardar silencio. Necesitaba que Lyndsey lo supiera absolutamente todo. Pero contestar dónde implicaba también hablar de cuándo.

– ¿Has considerado alguna vez el valor de una compañía que manufacturara condones antes de que se descubriera el VIH? Sin duda, había un mercado. ¿Cuánto? ¿Varios millones al año? Pero tras la aparición del sida se manufacturan y se venden miles de millones en todo el mundo. ¿Y qué me dices de las medicinas que alivian los síntomas? Tratar el sida es una perfecta máquina de hacer dinero. Un cóctel que combine tres medicamentos vale entre doce mil y dieciocho mil dólares al año. Multiplica eso por los millones que están infectados y estaremos hablando de miles de millones gastados en medicamentos que no curan nada.

»Piensa en los beneficios que provienen de otros suministros, como guantes de látex, batas, jeringuillas estériles. ¿Tienes idea de cuántos millones de agujas estériles se venden y se distribuyen para intentar que el VIH no se extienda entre los drogadictos? Y, como en el caso de los condones, su precio se ha multiplicado. Y el margen es infinito. Para una empresa dedicada a la manufactura y el suministro de medicamentos, como Philogen, el VIH ha traído una indudable bonanza económica.

«Durante los últimos dieciocho años, nuestro negocio ha crecido vertiginosamente, nuestra planta de fabricación de condones ha triplicado su tamaño. Las ventas de todos nuestros productos han crecido enormemente. Incluso hemos desarrollado un par de medicamentos para combatir los síntomas que se venden muy bien. Hace diez años convertí la compañía en una sociedad anónima, amplié el capital y usé el mercado de los suministros médicos y las divisiones de medicamentos para financiar su expansión. Compré una firma de cosméticos, otra de detergentes, una cadena de grandes almacenes y una industria de alimentos congelados, sabiendo que un día Philogen podría saldar fácilmente la deuda.

– ¿Cómo lo sabías?

– Encontré esas bacterias hace treinta años, y me di cuenta de su potencial hace veinte. Entonces ya tenía la cura del VIH, sabiendo que podría lanzarla en cualquier momento.

Vincenti observó cómo, poco a poco, Lyndsey entendía lo que le estaba contando.

– ¿Y no se lo dijiste a nadie?

– Absolutamente a nadie. -Necesitaba saber si Lyndsey era tan amoral como él creía-. ¿Es eso un problema? Simplemente, esperé a que hubiera un mercado.

– A sabiendas de que lo que tenías no era una solución parcial, algo que, en última instancia, el virus pudiera superar. A sabiendas de que tenías la cura. El único modo de destruir totalmente el virus. Incluso si alguien encontraba un medicamento que pudiera combatirlo, el tuyo funcionaría mejor, más rápido, de un modo más seguro, y sus costes serían muy inferiores.

– Ésa era la idea.

– ¿No te importó que millones de personas murieran?

– ¿Acaso crees que el mundo se preocupa por el sida? Sé realista, Grant. Muchas palabras y pocos hechos. Es una enfermedad muy particular. La percepción es que principalmente mata a negros, gays y drogadictos. Es una enfermedad que ha levantado un tronco y ha revelado toda la vida que bulle debajo de él, los asuntos centrales de nuestra existencia: sexo, muerte, poder, dinero, amor, odio, pánico. Al sida se lo ha conceptualizado, imaginado, investigado y financiado de todas las maneras posibles, y se ha convertido en la más política de las enfermedades.

Entonces recordó también lo que Karyn Walde había dicho antes: «Sólo que todavía no mata a la gente adecuada.»

– ¿Y qué hay de las otras compañías farmacéuticas? -dijo Lyndsey-. ¿No te asustaba la posibilidad de que también encontraran una cura?

– Existía el riesgo, sí. Pero he vigilado a nuestra competencia. Digamos que su investigación no les ha traído más que errores. -Vincenti se sentía bien. Después de todo ese tiempo le gustaba hablar sobre ello-. ¿Te gustaría ver dónde viven las bacterias?

Los ojos del otro se iluminaron.

– ¿Aquí?

Él asintió.

– Muy cerca.

SESENTA Y CINCO

Samarcanda

9.15 horas

Dos de los guardaespaldas de Zovastina sacaron a Cassiopeia del avión. Le habían dicho que la llevarían hasta el palacio y que permanecería allí.

– ¿Se da cuenta de que se ha buscado un buen problema? -le dijo a Zovastina desde la puerta abierta del coche.

Seguramente la ministra no quería tener esa conversación allí, en medio de la pista de aterrizaje, con los empleados del aeropuerto y su guardia personal tan cerca. En el avión, a solas, había sido el momento. Pero Cassiopeia había permanecido en silencio, a propósito, durante las dos últimas horas de vuelo.

– Los problemas son un modo de vida aquí -replicó Zovastina.

Mientras la introducían en el asiento trasero, con las manos esposadas a la espalda, Cassiopeia decidió asestar la puñalada.

– Se equivocó usted con los huesos.

La ministra pareció considerar el reto. Venecia había sido un fracaso, en todos los sentidos, así que no fue ninguna sorpresa para ella que Zovastina se acercara y le preguntara:

– ¿Y cómo es eso?

El silbido de los motores y una fuerte brisa primaveral rasgaban el aire, lleno de humo. Cassiopeia se sentó tranquilamente en el asiento trasero y miró a través del parabrisas.

– Había algo que usted quería encontrar -miró directamente a la ministra-, y no lo encontró.

– Burlarse de mí no la va a ayudar.

Ella ignoró la amenaza.

– Si quiere resolver el enigma, tendrá que negociar.

Era fácil interpretar a esa bruja. Ciertamente, Zovastina sospechaba que sabía cosas. ¿Por qué, si no, la había llevado allí? Y Cassiopeia había sido muy cuidadosa, sabiendo que no podía revelar demasiado. Al fin y al cabo, su vida dependía literalmente de cuánta información pudiera ocultar de un modo efectivo.

Uno de los guardias avanzó y susurró algo al oído de Zovastina. La ministra escuchó y Cassiopeia vio que su rostro expresaba, apenas por un momento, una gran conmoción. Luego Zovastina asintió y el guardia se retiró.