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– Usted sólo introdúzcame en el palacio. Si me señala la dirección correcta puedo hacer el trabajo sucio. Eso le proporcionará una tapadera. Usted no tiene que hacer nada, salvo cubrirme las espaldas. Washington quiere proteger su identidad a toda costa. Por eso estoy aquí.

Viktor hizo un gesto de incredulidad.

– ¿Y a quién se le ha ocurrido este ridículo plan?

Malone sonrió.

– A mí.

SESENTA Y SIETE

Vincenti condujo a Lyndsey más allá de los jardines de la casa, hasta un sendero de piedra que ascendía hasta las cumbres. Había ordenado que ese antiguo sendero se allanara, que en determinados puntos excavaran escaleras en la roca y que llevaran corriente eléctrica, sabiendo que iba a recorrer ese camino más de una vez. Tanto el camino como la montaña estaban dentro de los límites de la finca. Cada vez que volvía a ese lugar pensaba en el viejo sanador, trepando por la roca, como un gato, aferrándose al camino con sus pies descalzos. Vincenti lo había seguido, escalando con ansiedad, como un niño que sube la escalera detrás de su padre, preguntándose qué habrá en el desván.

Y no lo había decepcionado.

Lo rodeaban rocas grises veteadas por venas de cristal brillante, en lo que parecía una catedral natural. Las piernas le dolían a causa del esfuerzo y sentía los pulmones y el pecho oprimidos. Recorrió otro trecho de la ladera y algunas gotas de sudor empezaron a aparecer en su frente.

Lyndsey, un hombre delgado y enjuto, no parecía estar afectado por el esfuerzo.

Vincenti dejó escapar un profundo suspiro de agradecimiento cuando se detuvo en el último repecho.

– Al oeste, la Federación. Al este, China -dijo-. Estamos en la frontera.

Lyndsey contempló el paisaje. La luz del atardecer iluminaba un distante pedazo de imponentes abismos y pirámides. Una manada de caballos galopaba en silencio, más allá de la casa.

Vincenti estaba disfrutando al compartir su secreto. Contárselo a Karyn Walde le había despertado cierta necesidad de reconocimiento. Había descubierto algo importante y se las había arreglado para tener un control exclusivo sobre ello, lo que no era poco mérito, teniendo en cuenta que toda la región había estado bajo el dominio soviético. Pero la Federación había cambiado todo eso, y gracias a la Liga Veneciana había conseguido navegar en medio de todos esos cambios para su propio beneficio.

– Por aquí -dijo, dirigiéndose hacia una grieta-. Hemos de pasar por aquí.

Tres décadas antes había sido fácil atravesar ese estrecho paso, pero pesaba setenta kilos menos. Ahora apenas cabía.

La grieta se abría un poco más allá, dejando paso a una cámara gris, bajo una bóveda irregular de afiladas rocas, totalmente cerrada. Una suave luz se deslizaba desde la entrada. Se acercó a un interruptor y encendió las luces que pendían del techo. En el suelo de piedra había dos estanques, cada uno de unos tres metros de diámetro: uno de color pardo; el otro, de un verde intenso, ambos iluminados por luces suspendidas en el agua.

– Estas montañas están llenas de manantiales de agua caliente -explicó-. Desde la Antigüedad hasta hoy, los habitantes de estas tierras han creído que tienen propiedades medicinales. En eso, tenían razón.

– ¿Por qué las iluminaste?

Vincenti se encogió de hombros.

– Necesitaba estudiar el agua y, como puedes ver, es chocante su contraste de color.

– ¿Aquí es donde viven las arqueas?

Señaló el estanque verde.

– Ése es su hogar.

Lyndsey se inclinó, tocó la superficie transparente y una multitud de pequeñas olas la agitaron. En el estanque ya no quedaba ninguna de las plantas que había cuando Vincenti visitó por primera vez ese lugar. Aparentemente habían muerto hacía tiempo. Pero no eran importantes.

– Más de treinta y ocho grados -dijo, refiriéndose al agua-. Pero nuestras modificaciones les permiten vivir ahora a temperatura ambiente.

Una de las tareas de Lyndsey había sido preparar un plan de acción -que la compañía llevaría a cabo cuando Zovastina actuara- para cuando supuestamente se necesitaran cantidades ingentes de antígenos, así que Vincenti preguntó:

– ¿Estamos preparados?

– Cultivar las pequeñas cantidades que hemos estado usando con las zoonosis fue fácil. Una producción a gran escala será diferente.

También había pensado mucho en ello, y ésa era la razón por la cual se había asegurado el crédito de Arthur Benoit. Construiría la infraestructura, contrataría personal, crearía redes de distribución y llevaría a cabo más investigaciones. Todo ello requeriría grandes cantidades de dinero.

– Nuestras estructuras de producción en Francia y España pueden reconvertirse fácilmente en plantas de fabricación -señaló Lyndsey-. A pesar de todo, lo que yo recomendaría finalmente sería una planta de fabricación separada, pues necesitaremos millones de litros. Afortunadamente, las bacterias se reproducen con facilidad.

Era el momento de ver si el hombre estaba verdaderamente interesado.

– ¿Has soñado alguna vez con entrar en la historia? -preguntó Vincenti.

Lyndsey rió.

– ¿Y quién no?

– Imagina a los colegiales de las décadas venideras, buscando el VIH y el sida en las enciclopedias, y allí está tu nombre, como el hombre que ayudó a vencer la plaga de finales del siglo XX. -Recordó el placer que había sentido al pensar en ello por primera vez. No era muy distinto de la mirada de curiosidad y asombro que ahora mostraba Lyndsey-. ¿Te gustaría formar parte de ello?

– Por supuesto -respondió el otro sin vacilar ni un segundo.

– Puedo concederte ese deseo, pero con condiciones. No hace falta decir que no puedo hacer esto yo solo. Necesito a alguien que supervise, personalmente, la producción; alguien que comprenda la biología. La seguridad es, por supuesto, un asunto vital. Una vez que el producto esté patentado me sentiré mejor, pero todavía se necesitará a alguien que se ocupe rutinariamente de todo esto. Tú eres la elección lógica, Grant. A cambio, recibirás parte del mérito del descubrimiento y una compensación generosa. Y cuando digo generosa estoy hablando de millones.

Lyndsey abrió la boca para decir algo, pero Vincenti lo hizo callar levantando un dedo.

– Eso es lo bueno. Ahora viene lo malo. Si te conviertes en un problema, o te vuelves avaricioso, ordenaré a O'Conner que te meta una bala en la cabeza. Antes, en el laboratorio, te he explicado cómo hemos controlado a la competencia. Déjame que me explique mejor.

Entonces le habló a Lyndsey de un microbiólogo danés que en 1997 fue hallado en estado de coma cerca de su laboratorio. De otro, en California, que desapareció; su coche abandonado fue encontrado junto a un puente; su cuerpo nunca se localizó. Un tercero fue hallado en 2001 en la cuneta de una carretera secundaria de Inglaterra, víctima aparente de un tiroteo fortuito. Un cuarto fue asesinado en una granja francesa. Otro murió de una forma verdaderamente peculiar; su cadáver había sido descubierto diez años antes en el conducto de aire acondicionado de su laboratorio. Otros tres murieron simultáneamente en 1999, cuando su avión privado se estrelló en el mar Muerto.

– Eso es lo que le ocurrió a nuestra competencia -dijo-. Estaban haciendo progresos…, demasiados. Así que, Grant, haz lo que te digo. Agradéceme las oportunidades que te doy, y ambos llegaremos a viejos y seremos ricos.

– No vas a tener ningún problema por mi parte.

Pensó que había acertado al escogerlo. Lyndsey había manejado a Zovastina con maestría, sin comprometer ni una sola vez los antígenos. También había mantenido la seguridad en el laboratorio. Todo había funcionado a la perfección y había sido, en buena medida, gracias a ese hombre.