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– Ely amaba el Pamir. Hablaba de él de un modo casi religioso, y ahora comprendo por qué.

– ¿Lo conocías bien?

– Oh, sí. Conocía a sus padres. Él y mi hijo eran amigos. Prácticamente vivía en Christiangarde cuando él y Cal eran niños.

Thorvaldsen, sentado en el asiento del copiloto, parecía inquieto, y no a causa del vuelo. Ella sabía la razón.

– Cotton cuidará de Cassiopeia.

– No sé si Zovastina tiene a Ely. -Thorvaldsen pareció súbitamente resignado-. Viktor tiene razón: probablemente esté muerto.

La carretera se suavizaba mientras avanzaban entre las montañas en dirección a otro valle. El aire era sorprendentemente cálido, y ya no había nieve en los picos más bajos. Sin duda, la Federación de Asia Central había sido bendecida por la naturaleza, pero ella leía los informes de la CIA. La Federación había convertido el área en un objetivo para generar desarrollo económico. Electricidad, teléfono, agua y servicios de saneamiento se estaban implantando; también se estaban mejorando las carreteras. Ésa daba la impresión de ser un buen ejemplo; el asfalto parecía nuevo.

La vela con la tira de oro todavía enrollada estaba depositada en un contenedor de acero inoxidable en el asiento trasero. Un escitalo actualizado que mostraba una única palabra en griego clásico: KAIMAE. ¿Adónde conducía? No tenían ni idea, pero quizá hubiera algo en el retiro de las montañas de Ely Lund que podría ayudar a explicar su significado. Ambos viajaban armados. Dos nueve milímetros y sus respectivas municiones, cortesía del ejército norteamericano que los chinos habían permitido.

– El plan de Malone debería funcionar -dijo Stephanie.

Pero estaba de acuerdo con Cotton. Los agentes infiltrados, como Viktor, no eran de fiar. Prefería, con diferencia, un agente ordinario, alguien que se preocupaba de su jubilación.

– Malone está preocupado por Cassiopeia -repuso Thorvaldsen-. No lo admitirá, pero se preocupa. Lo veo en sus ojos.

– Pude ver el dolor en su rostro cuando le dijiste que está enferma.

– Ésa es una de las razones por las que creo que ella y Ely se relacionaron. Sus penurias, de algún modo, también formaban parte de su atracción.

Dejaron atrás otros dos pueblos aislados y siguieron conduciendo hacia el oeste. Finalmente, tal como Cassiopeia le había dicho a Thorvaldsen, la carretera se bifurcaba; tomaron el ramal que conducía al norte. Diez kilómetros después, el paisaje se fue haciendo más boscoso. Enfrente, junto a un sendero de tierra que desaparecía entre los oscuros bosques, divisaron un poste clavado en el suelo. Pendiendo de él había un pequeño cartel en el que se leía «Soma».

– Ely bautizó este lugar con propiedad -dijo ella-. Como la tumba de Alejandro en Egipto.

Tomó el desvío y el coche traqueteó y se balanceó al entrar en el rudo camino. La calzada ascendía unos cuatrocientos metros entre los árboles y acababa en una cabaña de una sola planta. Un porche cubierto protegía la puerta delantera.

– Parece una cabaña del norte de Dinamarca -comentó Thorvaldsen-. No me sorprende. Estoy seguro de que para él era algo así como su hogar.

Aparcó y salieron al cálido atardecer. Los bosques a su alrededor se extendían en silencio. Entre los árboles, al norte, se veían más montañas. Una águila volaba por encima de sus cabezas.

La puerta delantera de la cabaña se abrió y ambos se volvieron.

Un hombre salió.

Era alto y atractivo, de pelo rubio y ondulado; llevaba vaqueros, una camisa por fuera y unas botas. Thorvaldsen lo contempló, rígido, pero sus ojos se suavizaron al instante; el danés había adivinado fácilmente la identidad del hombre.

Ely Lund.

SETENTA

Samarcanda

11.40 horas

Cassiopeia percibió un olor de heno mojado y caballos y supo que había sido alojada cerca de un establo. La estancia era una habitación de invitados o algo parecido, con un mobiliario adecuado pero no elegante, probablemente para albergar al servicio. Unos porticones de madera cerraban herméticamente las ventanas; la puerta estaba cerrada y, supuso, también custodiada. De camino al palacio había observado que había hombres armados en el tejado. Escaparse de esa prisión podía resultar complicado.

La habitación estaba equipada con un teléfono que no funcionaba y un televisor sin señal. Se sentó en la cama y se preguntó qué sucedería a continuación. Había conseguido llegar a Asia, ¿y ahora qué? Había intentado batir a Zovastina jugando con las obsesiones de esa mujer. Era difícil decir cuánto éxito había tenido. Algo preocupaba a la ministra en el aeropuerto, lo bastante como para que Cassiopeia dejara repentinamente de ser una prioridad. Pero al menos aún estaba viva.

Se oyó una llave en la cerradura y la puerta se abrió.

Viktor entró, seguido por dos hombres armados.

– Levántese -ordenó.

Ella no se movió.

– No deberías ignorarme.

Se abalanzó sobre ella y la abofeteó en la cara; la fuerza la hizo caer de la cama a la alfombra. Ella se repuso del impacto y se puso de pie, dispuesta a luchar. Los dos hombres que estaban tras Viktor desenfundaron sus armas.

– Eso ha sido por Rafael -dijo su captor.

La rabia inundó los ojos de Cassiopeia, pero sabía que ese hombre estaba haciendo exactamente lo que se suponía que debía hacer.

Thorvaldsen había dicho que era un aliado, aunque secreto, así que le siguió el juego.

– Es usted duro cuando tiene a dos hombres a sus espaldas.

Viktor rió entre dientes.

– ¿Está diciéndome que le tengo miedo?

Se mordisqueó el labio inferior.

Viktor saltó sobre ella y le retorció el brazo, presionándolo contra la espalda y doblando su muñeca hacia arriba. Él era fuerte, pero ella confiaba en que sabría lo que hacía, así que se rindió. La esposó, primero una muñeca y luego otra. Sus piernas también fueron inmovilizadas mientras Viktor la mantenía boca abajo; después le dio media vuelta.

– Traedla -ordenó.

Los dos hombres la agarraron por los pies y los hombros y la llevaron por un camino de gravilla, hacia los establos. Allí la colocaron sobre el lomo de un caballo. La sangre se agolpó en su cabeza mientras colgaba boca abajo. Viktor la ató con una áspera cuerda y condujo al caballo al exterior.

Él y los otros hombres andaban junto al animal, en silencio, por una extensión cubierta de hierba de las dimensiones de dos campos de fútbol aproximadamente. En ella pacían algunas cabras, dispersas, y su perímetro estaba rodeado por unos imponentes árboles. Tras dejar el prado se internaron en el bosque y siguieron un sendero que conducía a un claro rodeado de árboles.

La desataron y la bajaron del caballo. Ella se irguió. La sangre tardó unos momentos en bajarle de la cabeza. La escena centelleaba en su mente; entonces lo vio todo con claridad: dos altos álamos habían sido combados hacia el suelo y atados a un tercero. Dos cuerdas descendían de la copa de cada árbol y caían sobre el suelo. Fue arrastrada hacia allí, le quitaron las esposas y la ataron por las muñecas a cada una de las cuerdas.

A continuación, le quitaron los grilletes.

Estaba de pie, con los brazos extendidos, y se dio cuenta de lo que pasaría si dos de los árboles eran liberados de sus ataduras.

Más allá del bosque, otro caballo se aproximaba. Una montura alta, desgarbada, sobre la que cabalgaba Zovastina. La ministra llevaba chaqueta y botas de cuero. Contempló la escena, dijo a Viktor y a los demás que se retiraran y desmontó.

– Sólo usted y yo -dijo Zovastina.

Viktor espoleó a su montura y regresó a los establos al galope. Tan pronto como había llegado al palacio, Zovastina le había encargado que preparara los árboles. No era la primera vez. Tres años antes había ejecutado del mismo modo a un hombre que había estado planeando una revolución. No había forma de convertirlo a su causa, de modo que lo habían atado entre los troncos, habían traído al resto de los conspiradores para que lo vieran y ella misma había cortado las ataduras. Su cuerpo quedó hecho pedazos cuando los árboles volvieron a su posición inicial, parte de sus miembros colgando de uno y el resto del otro. Después de eso, sus correligionarios habían cambiado fácilmente de opinión. El caballo siguió galopando hacia las cuadras.